Manuel Francisco Reina analiza lo que posiblemente constituye el crimen más imperdonable para un escritor
‘El plagio como una de las bellas artes’ (Ediciones B) repasa la historia de la literatura en busca de los casos más sonados de apropiación indebida de textos, delito del que ni siquiera se libran maestros de las letras como William Shakespeare, José Zorrilla o Federico García Lorca. El autor recurre también a casos actuales, como el de Ana Rosa Quintana o el de Lucía Etxebarria en un intento de, sin sangre, dilucidar qué es plagio y qué homenaje, qué es una referencia inconsciente y qué un una copia indefendible. Parafraseando a Thomas de Quincey, a quien se cuida mucho de citar por lo que pueda pasar, Manuel Francisco Reina ahonda en lo que más de uno ha convertido en una nueva disciplina de las bellas artes.
Palabras previas
Decía Thomas de Quincey, autor al que se homenajea en el título de este libro, citando y parafraseando una de sus más célebres obras, Del asesinato como una de la bellas artes, que «si uno comienza por permitirse un crimen, pronto no le dará importancia a robar», y tal vez robar las creaciones ajenas sea lo que más se acerca a lo que se llama plagio. Uno de los temas más candentes y morbosos, además de oscuros del mundo editorial contemporáneo, es este, el del plagio, el más controvertido y lleno de aristas. La implicación de las editoriales en la creación de personajes mediáticos, frente a los escritores de carrera de toda la vida, individuos de pretendido glamour a quienes se les cocinan libros con los que acrecentar las cuentas de resultados de las empresas editoras, es uno de los asuntos más tormentosos y complejos de la literatura contemporánea. También el robo de ideas de algunos autores incipientes o desconocidos, a los que se utiliza como abastecedores de otros consagrados, con la creciente profesionalización de la negritud literaria. Más allá de las características propias de nuestro tiempo, con nombres tan conocidos a los que se ha acusado de plagiar como Ana Rosa Quintana, Lucía Etxebarria, Camilo José Cela, Arturo Pérez Reverte o Bryce Echenique, entre otros, también es cierto que en el interesado y vanidoso mundo de los intelectuales el echar sobre los otros, y más si estos gozan de éxito, el asomo de duda sobre su honestidad creativa, ha sido un arma habitual de ataque y desprestigio sobre los competidores. Poco se habla de esto, de los verdaderos ajustes de cuentas de los grupos literarios y los mediáticos en que se apoyan y de los que se sirven para ajustar sus cuentas, del apropiacionismo universitario de las tesis, artículos y trabajos ajenos, de los intereses editoriales, y un complejo intrincado de términos colindantes al delictivo plagio, que no son exactamente tal y del que la historia de la literatura y la creación está preñada. Abundando en la frase de Quincey, el insinuar que un autor plagia es el crimen más imperdonable que se pueda achacar a un escritor ya que, además de ser constitutivo de delito por apropiación del trabajo ajeno, es el crimen nefando de los que pretendidamente fundamentan su prestigio en la originalidad de su obra, si es que esto existe y no es más que otra idea peregrina del Romanticismo.
Muchos estudiosos han delimitado lo que es tradición, intertexto, tópicos literarios u homenaje, pero la irrupción del copyright, los derechos de autor que salvaguardan el modo de vida de los creadores, y el Código Penal ha tenido que ser más tajante que los teóricos. Los inciertos destinos del mundo de la edición y la propia literatura, con el peligroso libro digital y sus piratas, la falta de respeto por la creación literaria, ponen sobre la mesa, de nuevo, un debate abierto, e intereses, conceptos y nombres que a menudo se frivolizan o soslayan. Aunque parezca que este tema es una controversia actual, si nos acercamos a la literatura universal podemos observar hasta qué punto la tradición ha hecho que autores consagradísimos usaran materiales de escritores previos, como el latino Catulo con la griega Safo, por ejemplo, o don Juan Manuel y su famoso Libro del Conde Lucanor con las tradiciones cuentísticas andalusíes u orales que provienen de las narraciones orientales y Las mil y una noches. La acusación de plagio o la sombra de tener negros literarios o amanuenses, otro concepto interesante y poliédrico, han salpicado a autores tan emblemáticos como Cervantes o Shakespeare, y resulta interesante desentrañar esa madeja de maledicencia, en ocasiones con más visos de realidad que en otras.
Este libro pretende, sin hacer sangre -cada cual sacará sus propias conclusiones-, analizar los distintos conceptos que rodean el asunto del plagio de lo que no lo es y los autores actuales y de la historia de la literatura que se han visto en la picota de este asunto. Ya Eugenio d’Ors aseguró que «todo lo que no es tradición es plagio», y Pío Baroja fue mucho más allá al concluir rotundamente que «todo lo que no es autobiografía es plagio». Más allá de lo literario, o si consideramos otras disciplinas artísticas como el cine, la música o la pintura, encontraremos que a veces las relaciones entre unas obras y otras tienen mucho más que ver que la mera repetición de temas o la inspiración, en lo que constituye un divertido diálogo entre las obras, influencias y descaradas apropiaciones, de autores y obras de todos los tiempos. Lo peor o lo mejor, según se mire, es que en algunos casos las copias superan a los originales y que, en la cuestión de los amigos de lo ajeno, hay quien ha hecho, además de una forma de vida, del plagio una nueva disciplina de las bellas artes.
El temido trance de ser acusado de plagiar se ha convertido, sin duda, en el amenazante «dedo de Dios» actual para escritores e iniciados en literatura. El morbo mismo que suscita, el hecho de ver arrastrados a los llamados intelectuales o creadores por el fango es, qué duda cabe, un incentivo para ociosos investigadores o críticos mediatizados que aportan su bien pagada pluma al servicio de las portadas más escandalosas. Puede que sea esta, y no otra, la razón de la vertiginosa proliferación de las acusaciones de plagio en los últimos tiempos que vivimos. Como si de una de las siete plagas de Egipto se tratase, las imputaciones de plagio se ciernen sobre el mundo de la literatura como una nube de langostas. Escapar inmaculado de ellas es cuestión harto complicada, sobre todo cuando, las más de las veces, hay una evidente mala fe que, con ecos inquisitoriales y proclamas que suenan a caza de brujas, maquillan otros motivos bastante más lucrativos y menos éticos. Hasta tal punto esto resulta así que, en la mayoría de los casos, a la torpe asimilación u homenajes de un autor a los textos de otro, subyacen morbosas intenciones o ajustes de cuentas entre sectas y enemigos literarios. Ahora también entran en juego productoras televisivas, luchas por cuotas de pantalla que hacen diana y escarnio de algunos de sus profesionales o creadores relacionados con la misma, con lo que separar el grano de la paja se vuelve aún más difícil.
Es este el motivo por el que me decido por el ensayo como medio y género aclaratorio. Tal vez la única, o la más importante, razón de ser que tenga el ensayo, entendido como género literario, sea la reflexión sobre un tema de actualidad o no. Exquisiteces filológicas aparte, si hay un cajón de sastre por excelencia, terminológica y semánticamente hablando, por mucho que los lingüistas pretendan acotarlo con denominaciones, es este género. Hasta hace poco, se pretendía un alto contenido conceptual y moral para el ensayo cuando, en sus comienzos, el ensayo podía versar del más sutil al más apeado de los temas. Por eso, cuando mi entonces amiga Lucía Etxebarria me pidió que peritase su demanda como experto literario vi que el asunto del plagio, real o no, debía ser puesto bajo la luz del microscopio. El ensayo resultaba, por ende, el género perfecto, sobre todo si nos atenemos a la percepción del vulgo, en cierto sentido no desencaminada aunque imprecisa, de que el ensayo es una especie de pastiche o refrito de escritos anteriores y, en muchos autores, el autoplagio es un legítimo aunque oscuro hábito.
Es evidente que si actualmente existe una bestia negra en el mundo de la literatura, esa es la acusación de plagio. La presión mediática, de un lado, y la de agentes y editores, del otro, hacen a menudo de los escritores unos navegantes osados entre los monstruosos escila y Caribdis del Parnaso presente. La facilidad con que algunos ejecutivos editoriales no son ya casi editores sino mercaderes de los productos literarios presentan proyectos con mano de obra literaria barata y acallada, lo que se ha venido en llamar «negro», a escritores de éxito o personajes famosos o populares, resulta más común de lo que se cree, como atestiguaremos… el hecho de los cumplimientos de contratos, previo pago de astronómicos adelantos a veces, y de mínimas migajas en otras, la ley de la oferta y la demanda, y la necesidad editorial de títulos que después funcionen y hagan cuadrar las cuentas de los balances empresariales, desquician todo y a todos. Hace poco, el escritor y periodista Juan Cruz hacía una entrevista al autor y editor alemán Michael Küger, director del gran sello Hanser, que decía:
Los libros realmente buenos tienen una vida más larga que la de un hombre. Y esa es una situación extraña. Como la de sentarse por la mañana delante de un papel en blanco. Pero el autor un buen día se muere y el libro sigue ahí. Eso es lo fascinante de un libro: que tiene su propia vida. Y se relaciona con el autor solo porque su nombre figura en el libro. Lo extraño es que todos -los estúpidos, los inteligentes, los cultos y los ignorantes- pueden leer un libro de distintas maneras. El texto tiene vida propia. En el momento en que publicas un libro debes saber que el libro va a vivir, probablemente, mucho más que tú como autor. Y la única persona que va a velar por él es el editor. El editor tiene el deber de mantener el libro vivo aun cuando el autor esté muerto. Los únicos que siguen ahí tras la muerte del autor son el editor y el texto. El libro es un organismo vivo.
Esta terrible paradoja hace que, en muchos casos, a lo largo de la historia excelentes textos hayan sido alterados, copiados, servido de inspiración o de materiales de derribo para que otros, bien por la desaparición de los originales o por el propio acierto de sus nuevos recreadores, consten como sus autores naturales cuando no lo son. ¿No sería esto otra forma de plagio? y si es así, ¿no podríamos llevarnos la sorpresa de que Zorrilla plagiara en su inmortal Don Juan Tenorio a otros, por poner un ejemplo esclarecedor de esto? La ironía es comprobar cómo, en el mundo de la edición, sus intereses y los nuevos soportes conforman una nueva variable en la que el poder y sus corruptelas también han incidido en la censura, sea la impuesta por las leyes o la propia, para pasar por unos tamices u otros.
Fuente: http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/3563/El_plagio_como_una_de_las_bellas_artes