Vivimos en un mundo en el que las desigualdades internacionales y nacionales no dejan de crecer. La fractura social es imparable. Riqueza y pobreza son las dos caras inevitables de la misma moneda : el sistema económico capitalista. Un sistema que funciona como un auténtico casino mafioso, enriqueciendo fabulosamente a sus propietarios y empobreciendo a […]
Vivimos en un mundo en el que las desigualdades internacionales y nacionales no dejan de crecer. La fractura social es imparable. Riqueza y pobreza son las dos caras inevitables de la misma moneda : el sistema económico capitalista. Un sistema que funciona como un auténtico casino mafioso, enriqueciendo fabulosamente a sus propietarios y empobreciendo a sus incautos clientes. El sistema no está hecho para repartir equitativa o justamente la riqueza, sino para concentrarla en las pocas manos de quienes, en muchos casos, la vienen acumulando desde hace generaciones.
Según diversas estimaciones que se plantean a partir de documentos como el » Informe sobre la Riqueza Global «, del banco Credit Suisse, o de las declaraciones de la directora general del Fondo Monetario Internacional ( FMI ) Christine Lagarde, cabe afirmar que menos del 10% de la población mundial, exactamente el 8,1% ( 373 millones de personas ) posee el 82,4% de la riqueza total e, incluso, dentro de ese 8,1% de ricos un 0,5% de súper ricos ( 29 millones de personas ) acumulan el 39,3% de la riqueza del mundo. En cambio, el resto de la población mundial que suma más del 90% del total de la población ( acercándose a los 7.000 millones de personas ), tiene tan solo el 17,7% de la riqueza global. De esa intolerable desigualdad en la distribución de la riqueza mundial se deriva una consecuencia dramática y perversa. A la hora de influir en la elaboración de las políticas económicas de los organismos internacionales – Fondo Monetario Internacional ( FMI ), Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio (OMC ), etcétera -, y de los gobiernos, incluidos los denominados democráticos, los intereses que de verdad cuentan son los de esa élite del 8,1% y, sobre todo, los de la súper élite del 0,5% de la población mundial ( 29 millones de personas ) que ella sola acumula cerca del 40% de la riqueza total del planeta.
El lingüista y pensador estadounidense Noam Chomsky lo ha expresado con absoluta claridad recientemente en Bonn ( Alemania ) durante la apertura del Foro Global Mediático : » Cuanto más arriba se encuentran los ingresos hay mayor influencia en la política y cuando te encuentras hasta arriba en la escala de ingresos,en un rango entre 1 y 10 por ciento de la población, son ellos los que se salen con la suya, son los que determinan la política».
En nuestro mundo de principios del siglo XXI se diría que se ha realizado el deseo de aquel oficial de las SS de la Alemania nazi que proclamaba que : » el 5 o 10 por ciento de la población, la élite, debe mandar, el resto, obedecer y trabajar».
En fin, a estas alturas será discutible si la riqueza da o no la felicidad, pero de lo que no hay la menor duda es que lo que sí da es el poder.
¿ Qué puede hacer entonces ese más del 90% de la población mundial que no tiene o apenas tiene influencia en la elaboración de la políticas de los organismos internacionales y gubernamentales ?
Lo que posiblemente ya empezado a hacer. Enfrentarse, a través de la movilización social y de su corolario lógico la organización política, al poder de esa élite de ricos y, sobre todo, a esa élite de súper ricos que bajo un manto aparente de democracia ejerce un control plutocrático del mundo.
Solo cuando los organismos internacionales y gubernamentales diseñen y pongan en práctica políticas que beneficien a ese 90% de la población, aún cuando los intereses de la élites resulten perjudicados, se podrá hablar realmente de democracia, y sobre ella se podrá erigir un mundo más justo en el que la riqueza no sea propiedad y trampolín de unos pocos para gobernar el mundo, sino patrimonio de todos para ofrecernos una vida digna de ser vivida.
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