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El poder y la nueva agenda de desarrollo: oportunidades para un cambio del paradigma

Fuentes: CTXT

El nuevo plan de desarrollo para 2030 elude la política. Quiere mostrarse como un consenso despolitizado porque ése es el principal y más peligroso consenso de nuestros días

 

ERNESTO RODERA

La nueva agenda de desarrollo, la Agenda 2030, representa una contradicción evidente: su literalidad aboga por alcanzar transformaciones tan profundas y complejas que no encajan con el paradigma dominante de desarrollo. La Agenda 2030 no puede ser considerada como un plan de gobierno global, ni como un consenso básico, ni mucho menos un documento de carácter jurídico que establezca acuerdos y obligaciones que fueran a dar lugar a acciones previsibles por parte de los distintos actores implicados. Tan sólo se trata de un agregado de demandas transnacionales, reflejo de las tensiones actualmente existentes entre los diferentes actores y sus distintas visiones del desarrollo[1], de ahí sus numerosas contradicciones e insuficiencias. La Agenda 2030 es producto de un tiempo caracterizado por el agotamiento de un paradigma de desarrollo que no logra ya extender su completa dominación, y por la emergencia de temáticas, actores y evidencias que exigen una revisión en profundidad del mismo.

Ambas visiones están reflejadas en la Agenda 2030 -aunque no con igual peso-. Se trata de una agenda abierta a las interpretaciones políticas de los diferentes actores que se sientan implicados. Es la apertura de la misma realidad, que en su carácter dinámico afirma que la historia es un sistema de posibilidades, siendo los actos de los seres humanos los que hacen que algunas de esas posibilidades se actualicen y otras se obturen. Por eso, analizar la actual distribución del poder global nos permite indagar sobre las posibilidades de transformar el paradigma de desarrollo a partir de la misma agenda. No en vano, hablar de la Agenda 2030 es hablar de la gobernanza mundial y es, por tanto, hablar de poder.

El desplazamiento del poder global

Una de las paradojas más notables en relación a la Agenda 2030 es la consideración de que lo más importante para su cumplimiento es lo que haga cada uno de los países del mundo, de forma que funcione la siguiente hipótesis: si todos los gobiernos del mundo adoptan la agenda, la agenda se cumplirá. Pero cabe preguntarse ¿tienen los gobiernos estatales el poder suficiente para adoptar las medidas que requiere la Agenda 2030?

Hace justo un siglo que Lenin advertía de que «el poder ya no lo tienen los estados, sino las grandes empresas»[2]. Pero fueron los estudios de Susan Strange los que dieron lugar a la teoría estructural del poder en el ámbito del sistema internacional, señalando que no sólo se estaba produciendo un desplazamiento del poder de la esfera pública a la esfera privada, sino que dicho desplazamiento estaba constituyendo un cambio en la naturaleza del poder que se estaba transnacionalizando. Existe un poder estructural que configura las reglas del juego para todos, al cual no pueden sustraerse ni siquiera los estados nación. El desplazamiento del poder ha traído consigo un cambio en la naturaleza del poder que pone en riesgo las posibilidades de rendir cuentas, de exigir responsabilidades y, en definitiva, de reconocer, nombrar y, en definitiva, derrocar el poder que se muestre como inhumano o excesivo. Hasta el punto de que no es fácil identificar quién tiene el poder.

Así, la Agenda 2030 no puede explicarse como la imposición unilateral de las preferencias de determinados actores sobre el resto. Por más que la influencia del sector privado transnacional haya sido evidenciada en una resolución final, compatible con una visión del desarrollo anclada en el crecimiento económico y la conservación de un rol autónomo y preponderante del sector privado transnacional arrogándose de manera exclusiva la innovación, la generación de empleo y de riqueza[3].

No obstante, como cualquiera podría observar, este paradigma del desarrollo centrado en el crecimiento económico, el aumento de las exportaciones, la buena voluntad de los actores y la centralidad del sector privado no es atribuible en exclusiva al sector privado. Hay muchos otros actores que comparten y conviven con dicho paradigma. Gobiernos de países muy diferentes junto con muchos otros actores del espacio de sociedad civil entienden la Agenda 2030 como un esfuerzo más para continuar la senda del desarrollo de las últimas décadas. Se trata de una coalición, no siempre voluntaria y consciente, que ejerce un poder muy similar a lo que Gramsci definió como ideología o cultura, en la medida en que cuenta con el consentimiento generalizado de la población mundial, aún y cuando suponga una subordinación por parte de un gigantesco y creciente colectivo de personas.

Dicho de otra forma, la Agenda 2030 es funcional a la hegemonía del paradigma de desarrollo. Normal que, para algunos, esta agenda no sea más que un nuevo ejemplo de lo que Stephen Gill denomina «neoliberalismo disciplinario», en su caracterización de la globalización como un proceso de dominación de intereses de clase transnacionales sobre el resto de los seres humanos. Y, así, el acuerdo global constituiría un ejemplo de las dinámicas del poder transnacional que en realidad constriñen las posibilidades mismas de las transformaciones profundas que, sin embargo, dice auspiciar si atendemos a su literalidad. Pero, dejémoslo claro, el problema es el paradigma de desarrollo y su hegemonía, y no tanto la Agenda 2030 en sí misma.

Sostenibilidad y desigualdades como ventana de oportunidad

No puede decirse que la agenda sea un buen aparato de dominación que ayude a imponer el paradigma de desarrollo hegemónico, en tanto en cuanto no logra herramientas útiles para su consolidación. La inclusión de los denominados Medios de Implementación (MdI) no aporta ninguna novedad a las dificultades que la comunidad internacional ya tiene para reducir emisiones nocivas y detener el cambio climático, alimentar a toda la población o procurar empleo con derechos de manera universal. Sólo continuidad de los mismos mecanismos o nuevos aplazamientos de acuerdos sin garantías de su realización.

Cuando la realidad amenaza la posición de las instituciones, éstas suelen adoptar términos y conceptos de los discursos disruptivos con la única intención de solventar la amenaza y salvaguardar el privilegio. Igual que hacen numerosas instituciones, ante la evidencia del patriarcado, incorporando discursos procedentes del análisis feminista, evitando con ello revisar ni modificar ninguna de sus acciones. O cuando el sector privado reverdece con epítetos y discursos sobre la sostenibilidad su reputación sin modificar un ápice sus prácticas productivas. O cuando el sector no lucrativo afirma realizar acciones de incidencia política sin renunciar a su posición histórica de neutralidad y evitando tomar partido en los conflictos de carácter político.

Eso explica que sostenibilidad ambiental o desigualdad de renta hayan tenido que entrar en la Agenda 2030. Ambas cuestiones ponen de manifiesto la terrible deriva que nos espera resultado de la hegemonía del paradigma de desarrollo basado en el incremento del crecimiento económico, la liberalización comercial indiscriminada y la progresiva desregulación de las finanzas globales. Son buenos ejemplos de cómo la realidad se acaba imponiendo a pesar de los esfuerzos por disimularla. Popper nos hablaría de falsabilidad de nuestros paradigmas, que, en lo concerniente a las teorías del desarrollo, parece una buena descripción de los momentos actuales en tanto que sus principales proposiciones parecen estar siendo refutadas.

La evidencia de haber superado ya los límites de los ecosistemas terrestres, en su doble capacidad de proporcionar fuentes energéticas y de absorber los residuos de los ciclos de producción, nos sitúa ante una tesitura prácticamente imposible de abordar desde el paradigma dominante. Pero las resistencias a entregar el poder también son harto conocidas, como muestran las llamadas a confiar en más capital y más tecnología. Nada menos que eso. La idolatría de nuestro tiempo es una curiosa combinación de persecución del crecimiento económico ilimitado y confianza ciega en el poder de la tecnología. Qué bien lo describe Riechmann cuando habla de la primacía de la tecnociencia como la creencia indispensable para sostener el paradigma hegemónico.

Denominar los 17 objetivos con el apellido de sostenible, incorporar como meta «la desvinculación del crecimiento económico de la degradación medioambiental» o «lograr la gestión ecológicamente racional de los productos químicos y de todos los desechos a lo largo de su ciclo de vida (…) y reducir su liberación a la atmósfera, el agua y el suelo» son propuestas que parecen imposibles de cumplir en el marco de buena voluntad al que se limita la agenda.

En definitiva, resulta desconcertante cómo las respuestas a los desafíos globales más importantes que sugiere la Agenda 2030 tratan de mostrarse como únicas alternativas -valga el oxímoron- posibles. Es la lucha del paradigma hegemónico de desarrollo y las fuerzas y dinámicas que lo sostienen por evitar el colapso. Es hegemónico precisamente porque logra establecer lo que es posible, pensable y decible. Como ya advirtió Fernand Braudel en su análisis del capitalismo, lo cierto es que aunque éste sea «privilegio de unos pocos», es impensable sin la complicidad de la sociedad.

Conclusión: la democracia en riesgo

Queda largo camino por recorrer para lograr deshacernos de un paradigma que esclaviza a media humanidad y ha llevado a nuestro soporte biológico cerca del colapso. Una definición de la política, según Alain Badiou, es «la posibilidad de no ser esclavos». Por eso las respuestas posibles, las posibilidades en forma de respuestas, sólo se abrirán políticamente.

No se trata de que los poderes políticos vuelvan a imponerse a los poderes económicos. Ambos son abstracciones procedentes de la razón, que para analizar separa lo que en la realidad está constitutiva e irremediablemente unido. Economía, política, sociedad y ecología conforman la única realidad. Por eso, con acierto, la doctrina del desarrollo sostenible habla de proceso multidimensional. Con nuestros actos optamos entre alternativas previamente dadas, aunque la particularidad de nuestros actos es que contienen un momento de creación, de invención de nuevas realidades. Y así es como sucede la historia, por invención optativa.

Hace algo más de doscientos años los seres humanos lograron abrir una posibilidad histórica, la de gobernarnos a nosotros mismos a partir de principios y valores como la igualdad, la dignidad y la libertad, que ahora reconocemos como democracia. Esta posibilidad está siendo amenazada en los últimos tiempos, cuyos síntomas claros son la progresiva mercantilización de cada vez más esferas de la vida, la emergencia de valores individualistas y la criminalización de la participación, la privatización de lo público, y la cooptación por parte de intereses privados de las instituciones públicas así como de los espacios sociales no gubernamentales. La pretendida ciencia económica, con sus predicciones y econometrías, trata de consolidar la separación definitiva de la economía de sus arraigos sociales y políticos, como ya advirtiera Karl Polanyi, arrinconando al poder público representado por los estados a una configuración de estado mínimo cuyas únicas funciones se reducen a proporcionar la seguridad jurídica precisada por el capital y a labores represoras y penitenciarias para garantizar la otra seguridad.

La Agenda 2030 quiere mostrarse como un consenso despolitizado. Tal vez para evitar conflictos intergubernamentales, pero también y sobre todo porque ése es el principal y más peligroso consenso de nuestros días. Por eso se limita a apelar a la buena voluntad de todas las partes para asumir la responsabilidad conformando una alianza global. Sin diferentes responsabilidades. De manera casi infantil, sin pensar que entre distintos actores, países, organizaciones e instituciones se reproducen relaciones de poder, es decir, relaciones eminentemente políticas. Mejor mostrar la irrelevancia de la política. Impedir el ejercicio de la política, mediante su desprestigio o la represión en cualquiera de sus formas, es la mejor manera de asegurarse de que no se abren posibilidades indeseables, no vaya a ser que vengan a transformar la actual distribución del poder global y quieran tomarse en serio lo de la sostenibilidad y la desigualdad.

Notas:

[1] Martínez y Martínez, 2016, La Agenda 2030: ¿cambiar el mundo sin cambiar la distribución del poder?, en Lan Harremanak, Revista de Relaciones Laborales nº33 pp. 73-102. Universidad del País Vasco.

[2] Lenin (1917): El imperialismo: fase superior del capitalismo.

[3] Lou Pingeot (2014): La influencia empresarial en el proceso post 2015. Cuadernos 2015 y más, nº4. Editorial 2015 y más.

Pablo José Martínez Osés. Doctor en Relaciones Internacionales. Miembro del colectivo La Mundial.

[Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor]

Fuente: http://ctxt.es/es/20170906/Firmas/14826/desarrollo-agenda-paradigma-cambio-economia-global.htm