Nos extraña el hecho de que los explotados voten a sus explotadores, pero, además de cabrearnos, no hacemos mucho por intentar averiguar los mecanismos que se desarrollan para que tal hecho se materialice. Tengo el convencimiento de que el 50% (por poner una cifra) de los fracasos de las personas activistas y autodesignadas dirigentes, se […]
Nos extraña el hecho de que los explotados voten a sus explotadores, pero, además de cabrearnos, no hacemos mucho por intentar averiguar los mecanismos que se desarrollan para que tal hecho se materialice.
Tengo el convencimiento de que el 50% (por poner una cifra) de los fracasos de las personas activistas y autodesignadas dirigentes, se debe a la pereza tanto mental como física. La mental se refiere a la incapacidad por intentar hacer algún juicio o análisis medianamente objetivo de las razones de los fracasos de convocatorias, y lo más fácil es concluir, «es que la gente no está concienciada….». Y la pereza física se refiere a la comodidad de las reuniones autocomplacientes y el abandono de actividades tan esenciales para avanzar como por ejemplo pegar carteles o repartir octavillas, no en momentos puntuales, sino de manera habitual.
Dicho esto, porque me apetecía y venía a cuento, voy a tratar de aportar algunos elementos en el análisis de por qué la derecha es capaz de ejercer su poder con el aparente apoyo de la ciudadanía, y en particular de quienes sufren en sus carnes sus políticas. Sólo si comprendemos las razones del fenómeno, podremos actuar para revertir la situación; otra cosa es que no tengamos ninguna intención de poner el remedio, por su coste en esfuerzo, y prefiramos seguir viviendo en la ignorancia cómoda de las reuniones autocomplacientes.
Yo pienso que el elemento o vértice sobre el que gira los mecanismos de transmisión de ideología es el Poder. Cuando nos preguntamos las razones de por qué «la gente» (los trabajadores) votan a la derecha y la apoyan, nos estamos haciendo una pregunta, si no equivocada, al menos poco relevante. En realidad la pregunta relevante sería esta otra: ¿Por qué los trabajadores no apoyan a las organizaciones que supuestamente defienden sus intereses?
No hay una, sino muchas respuestas a esta pregunta, pues muchos son los matices y razones por las cuales los trabajadores dan la espalda a «los suyos». Trataré de exponer algunas razones, según una graduación del tipo de organizaciones desde las menos obreras a las más, al menos en teoría (todo muy genérico, pues no es el objetivo de este texto analizar las organizaciones, sino las relaciones que son capaces de tejer con sus bases naturales).
Hay organizaciones llamadas de izquierda que en realidad se han convertido (o así nacieron) en vulgares grupos de poder y reparto de prebendas, bañadas por la corrupción y las llamadas puertas giratorias. En estos casos, el desapego popular no deja de ser un síntoma de buena salud mental y política por parte de la clase obrera.
En otros casos, donde no se dan tan a las claras los rasgos de corrupción y elitismo, lo que ocurre es que estas organizaciones «supuestamente de los trabajadores», en realidad no lo son, pues defienden los mismos intereses esenciales de los explotadores, de los detentadores del poder económico, y lo que aportan tan sólo son matices cosméticos, en el mejor de los casos. En estas circunstancias a veces estas organizaciones consiguen apoyos temporales de la peña, cuando el compromiso de cambio es firme, aunque se reduzca a esos maquillajes, que sin embargo pueden llegar a notarse en la vida diaria. Tal fue el caso del primer gobierno Zapatero y su revalidación.
Hago aquí un pequeño paréntesis para señalar que resulta casi titánico que en esta sociedad dominada por los grandes medios de comunicación del capital, una persona (u organización) honrada consiga «demostrarlo», pues los ataques que generalmente recibe son constantes y despiadados. Y esos ataques, a la dignidad de persona/organización y sus valores políticos, serán más virulentos en proporción al daño que tal persona u organización sea capaz de hacer a los intereses de los poderosos. No olvidemos nunca este daño permanente que sufrimos, y las consecuencias a veces irreparables.
Pasamos ahora al conjunto de organizaciones que pudiéramos considerar «coherentes» con una perspectiva liberadora, pero aquí vendría la siguiente cuestión: ¿Quién tiene la patente para dictaminar si una organización es realmente revolucionaria capaz de llevarnos a la liberación no sólo de la clase sino de toda la humanidad, que espera ansiosa la llegada de este momento? Pues fácil no parece, porque los ataques de reformismo, traición, y de ahí para arriba, son constantes entre todas las organizaciones que se consideran revolucionarias. Pero no me voy a detener en este aspecto, en sí muy importante, pero no tan relevante para los razonamientos que pretendo desarrollar.
Sin entrar en los matices de qué organización es la «auténtica», el caso es que parece que los trabajadores no apoyan de manera mayoritaria a ninguna de las que pretenden atribuirse esta «pureza». ¿Por qué? Pues algunas razones parecen más o menos elementales, aunque no somos coherentes a la hora de ponerles remedio.
En unos casos se trata simplemente de que la gente no se entera de su existencia, y menos de sus propuestas; sin embargo casi nada se hace para remediarlo, pues los militantes de esas organizaciones, generalmente escasos, poco o nada hacen por darse a conocer, comiéndose más bien en su propia salsa, en reuniones que seguramente nada tienen que envidiar a las de la comisión para la doctrina de la fe. No sólo el trabajo de calle, con carteles y reparto de octavillas, sino a través de la participación en las organizaciones de base social, es como podrían dase a conocer al conjunto de los trabajadores, en los barros, centros de trabajo y de estudio.
En otros casos lo que ocurre es que el desfase entre el emisor y el receptor de los mensajes políticos es tan amplio, que no existe ancho de banda suficiente para que lleguen a su destino. Es patético oír a menudo a los militantes de estas organizaciones revolucionarias quejarse de la bajísima conciencia de clase de los trabajadores, y sin embargo a la hora de redactar comunicados o elaborar carteles pareciera que estuviéramos en una situación poco menos que insurreccional. Menos pereza mental es lo que hace falta, para lograr sintonizar con el estado de conciencia realmente existente de nuestros destinatarios. Porque además debemos tener en cuenta que aunque lográsemos sintonizar adecuadamente, las interferencias del poder serán diversas y maquiavélicas, para desvirtuar los mensajes. Por desgracia los censores tienen poco trabajo que realizar últimamente, salvo situaciones concretas que puedan estar ocurriendo en los últimos meses, que confirman la regla de cómo el poder interfiere cuando ve peligrar su hegemonía.
Avancemos más; ya tenemos una organización coherente, revolucionaria, que es conocida por la gente y cuyo mensaje llega con cierta claridad, ¿qué pasa entonces?
Aquí entran en juego dos tipos de mecanismos que de alguna manera se retroalimentan, y que afectarían a zonas más profundas del ser colectivo. Para abordarlo me voy a detener y entrar a comentar algunos otros aspectos.
Es muy frecuente juzgar de una manera despectiva a «la gente», a la que consideramos ignorante, alienada, cómplice, y no sé cuántos adjetivos descalificativos, simplemente por el hecho de que no viene a nuestras convocatorias o no sigue nuestras sabias consignas. Aparte de razones que ya se hayan podido plantear en las líneas precedentes (desconocimiento o incomprensión de los mensajes), soy de la opinión de que «la gente» es bastante más inteligente, no sólo de lo que pensamos, sino de nosotros mismos. Me explico.
A menudo nuestras propuestas revolucionarias tienen una inconsistencia de tal magnitud, que no son capaces de pasar en más simple filtro de la llamada sabiduría popular. Proponemos la llegada a un paraíso, libre de los ogros que nos explotan, sin tener en cuenta de qué manera seremos capaces de neutralizar a esos ogros que no se van a dejar arrebatar sus privilegios sin defenderlos con uñas y dientes. «La gente» tiene (tenemos) incrustado en nuestro ADN socio-político las cicatrices de las consecuencias de procesos revolucionarios frustrados y aplastados a sangre y fuego, y mientras no seamos capaces de elaborar una estrategia coherente de superación de estos obstáculos para conseguir una victoria, las posibilidades de que la gente nos siga seguirán siendo remotas. Es como si dijeran, «para ese viaje no necesitamos estas alforjas», y desde luego que no están exentas de razón. Si lo que proponemos es un camino regado de sangre, pues no es muy atractivo, que digamos.
Y voy más allá: Incluso en una perspectiva de revolución victoriosa, el caso de Cuba es altamente ilustrativo, pues se trata de una nación que sobrevive a duras penas el peso de un bloqueo canalla,. Con la experiencia histórica de las revoluciones realmente habidas o existentes, no podemos pretender atraernos a nuestros compañeros de clase con vanas promesas de un paraíso que no llegará tan fácilmente, pues las zancadillas son y serán constantes, hasta el extremo de que no siempre será fácil experimentar unas mejoras sustanciales y materiales. Conseguiremos la dignidad, pero esto no es suficiente para comer, y hoy por hoy, salvo los pueblos en situación de extrema pobreza y explotación, las mejoras no serán tan fáciles de notar tras una revolución, en un contexto de comercio mundial y globalizado, donde el capital internacional se aliará contra la revolución, una vez más.
¿Por qué los trabajadores no siguen a las organizaciones que proponen su emancipación? Si mis razonamientos han sido hasta ahora algo coherentes y convincentes, espero que la respuesta demos ahora sea, cuanto menos, más compleja de lo que solíamos dar antes de una manera genérica. Por eso insisto que la pregunta relevante no es ¿por qué la gente apoya a los partidos que le oprimen, sino por qué no apoya a los que le «van a liberar»?
No obstante, con lo descrito hasta aquí, sí voy a abordar la primera de las preguntas, pero desde una perspectiva diferente a lo que suele ser habitual.
Aquí entra un concepto de la psicología social que voy a tratar de explicar brevemente para poder entender mi razonamiento posterior: La disonancia cognitiva.
De una manera coloquial, este concepto hace mención a los mecanismos mentales por los cuales el ser humano, individual o social, adapta su consciencia a su situación concreta y real. Tiene mucho que ver con el concepto marxista que afirma que el ser social determina su conciencia.
En el caso de la disonancia cognitiva, la hipótesis es que un ser humano no puede convivir mucho tiempo con una disonancia entre lo que piensa y lo que es o hace, y a la larga (o corta) debe ajustar la situación, cambiando bien por el lado del ser, bien por el de pensar. La razón de tal situación estaría en el hecho de que «es muy frustrante» permanecer en la idea de que soy una mierda, impotente y ninguneado; y una de dos, o me rebelo (con consecuencias impredecibles), o me adapto mentalmente asumiendo que se trata de una fatalidad, que soy de una especie inferior, que es una decisión divina, o lo que me vendan y me guste «comprar» para sobrevivir mentalmente a la situación. Esto último será lo más probable que ocurra, pues la primera de las opciones requiere de mucha fuerza de voluntad, valentía y el resultado es muy incierto, con lo que si no me freno yo mismo, ya habrá alguien en mi entorno familiar que «me pondrá los pies en la tierra», haciéndome desistir de mi «imprudencia». Una vez asimilado el «auto lavado de cerebro», el grado de identificación con la ideología postiza puede tener muy diversos grados, desde la asunción instrumental, hasta el convencimiento más recalcitrante, no vaya a ser que alguna persona me ponga un espejo donde nuevamente vuelva a reconocer mis terribles miserias.
Algo parecido ocurre en el ámbito social: cuando un colectivo termina por asumir su condición de clase dependiente, y su incapacidad para revertir una situación aunque la considere injusta, terminará construyendo un envoltorio ideológico que «justifique» su estatus, su relación con la distribución de poderes establecida. Si quieres merecer un cierto respeto social, no puedes estar mucho tiempo instalado en el discurso de que eres un desgraciado, un explotado, si no estás dispuesto a rebelarte de esa condición. Y por ello necesito un envoltorio «amable» que justifique que no estoy tan mal, y que podría estar peor aún, como nos recuerdan todos los días los telediarios con pobrezas, guerras y hambres que ocurren en otros lugares, por su mala cabeza, su naturaleza extraña, o por querer alterar el orden establecido.
¿De qué manera autojustificarse? Pues la mejor es echar «balones fuera» y cargar la culpa a los demás, en particular a los más débiles. ¿Qué es si no la xenofobia y el racismo sino la válvula de escape para desahogar nuestras propias frustraciones y miedos hacia colectivos que consideramos inferiores, pero que pueden representar una amenaza a nuestro exiguo «status social», susceptible de empeorar todavía un poco más?
Una vez instalado en la ideología del miedo y la aceptación resignada de nuestra condición de paria, que no venga nadie a mostrarme mi cruda realidad, quiera sacarme de mi conformismo y pretenda que adopte una actitud de rebeldía cuyos posibles riesgos no estoy dispuesto a asumir. Y para eso están los voceros de la TV, para ofrecerme de manera permanente las excusas perfectas para rechazar a los que proponen un status diferente (pero con sacrificios), y por tanto mejor no seguir sus ideas.
Revertir esta situación no sólo es posible, sino necesario. Si alguien quiere usar estos razonamientos para instalarse en el conservadurismo de dejar las cosas como están, será su propia responsabilidad, porque mi intención es la contraria: tratar de describir unos mecanismos de transmisión del poder en las mentes individuales y colectivas para poder cambiar esta realidad en beneficio de las luchas populares. Y que nadie se engañe, esto es un trabajo de mucho esfuerzo, pues el poder al que nos enfrentamos, dispone de muchos recursos y mecanismos para ejercerlo en la sombra o a la luz del día.
Pedro Casas. Activista social
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