La ley de Impuesto sobre Sociedades actualmente en vigor, la de 2014, introdujo una rebaja del tipo de gravamen general del 30 al 25% para casi todas las empresas. Sin embargo, para las entidades financieras se mantuvo el tipo más alto del 30%. Cuando se presentó ante los medios la reforma fiscal, el entonces secretario […]
La ley de Impuesto sobre Sociedades actualmente en vigor, la de 2014, introdujo una rebaja del tipo de gravamen general del 30 al 25% para casi todas las empresas. Sin embargo, para las entidades financieras se mantuvo el tipo más alto del 30%.
Cuando se presentó ante los medios la reforma fiscal, el entonces secretario de Estado de Hacienda, don Miguel Ferre, quien hasta el acceso a su cargo político había sido, seguramente que no por casualidad, socio de la potente consultora internacional Pricewaterhouse Coopers (PwC), acompañado para tan feliz ocasión por el ministro Montoro, aseguró que era razonable exigirles a las entidades financieras que restituyeran a la sociedad, en forma de mayor contribución fiscal, parte del esfuerzo que la sociedad había hecho para reflotarlas.
Cierto es que tal explicación resultaba extrañamente contradictoria con el discurso hasta entonces sostenido de la manera más paladina por el Banco de España y por el propio Gobierno, según el cual únicamente había sido necesario socorrer a algunas cajas de ahorros, mientras que la mayor parte del resto de la banca patria gozaba de una envidiable salud, mérito de la magnífica y muy profesional gestión de sus probos directivos. Si era esto así, debía habérseles antojado una manifiesta injusticia que todo el sector financiero pagase con impuestos incrementados los desmanes de unos pocos chicos descarriados.
A pesar de esta paradoja, casi toda la prensa (cierto que con honrosas excepciones) se tragó y reprodujo la explicación dada, lo que sin duda se debía a que los dueños de nuestros grandes medios de comunicación son gente ingenua pero de buen corazón, incapaz de ver intenciones aviesas en sus semejantes.
Pero la verdad era otra, y el fundamento del mantenimiento de un tipo impositivo más alto se hallaba en el extraordinario volumen de créditos fiscales acumulados por la banca española. Estos créditos procedían de millonarios planes de pensiones para jubilaciones anticipadas, de bases imponibles negativas (es decir, de ejercicios pasados con resultado de pérdidas) que quedaban pendientes de compensarse en el futuro y, sobre todo, de diferencias entre contabilidad y fiscalidad, gastos temporalmente no deducibles. La banca española se había visto forzada a dotar provisiones para hacer frente al riesgo de futuras pérdidas por falta de cobro de créditos, esencialmente debido a su enorme dependencia del sector inmobiliario. Esas provisiones constituyen en la práctica una inmovilización de recursos que no se pueden deducir en el impuesto hasta que no se verifica de manera efectiva la pérdida.
Por real decreto, el Gobierno permitió que esas provisiones se incorporasen como activos por impuesto diferido en sus balances, engrosando así su capital y su imagen de solvencia ante el examen a que toda la banca europea estaba siendo sometida. Dadas las exigencias de transparencia y restricción de los Acuerdos de Basilea III, la Comisión Europea cuestionó la medida. En primer lugar, porque falseaba la realidad económica de nuestra banca y, en segundo lugar, porque para que las entidades financieras recuperasen esos créditos fiscales necesitaban acumular en un periodo máximo de 18 años suficientes beneficios como para absorber las pérdidas anteriores y, en última instancia, si no lo lograban, la pérdida la cubriría el Estado, lo que en una u otra proporción constituía una nueva ayuda encubierta al sector. La disputa no sólo fue con nuestro país, sino también con otros como Portugal e Italia, que habían adoptado similares medidas de respaldo a su banca. El Gobierno español se defendió alegando que en otros países se permitía monetizar estas pérdidas fiscalmente desde el primer ejercicio, mientras en el nuestro la legislación tributaria era enormemente cicatera en el tratamiento de las deducciones de las empresas (otra nueva contradicción, porque se nos prometió que la rebaja general de tipos en Impuesto sobre Sociedades no iba a suponer gran pérdida de ingresos públicos porque se iba a recortar el excesivo número de deducciones de que disfrutaban las grandes empresas).
La disputa puso sobre la cuerda floja más de 40.000 millones de euros de créditos fiscales, con un grueso muy significativo acumulado en solitario por Bankia, y hubiese podido suponer un terremoto descomunal. Al final, las aguas se recondujeron, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea hicieron como que se lo creían, y todos tan felices.
En esta tesitura se explica la no reducción de tipo impositivo a las entidades financieras, porque si se les hubiese rebajado como a las demás empresas, se hubiera recortado simultáneamente el importe de los créditos fiscales a recuperar y la banca hubiera perdido de esta manera, de un plumazo, más de 12.000 millones de euros, que además habrían tenido que aflorar de inmediato en sus balances. De manera muy significativa, en la misma ley en la que se decidía no bajar a 25% el tipo del Impuesto sobre Sociedades para las entidades financieras, se suprimía el límite de 18 años para la absorción de las bases imponibles negativas acumuladas, dejando -y así queda en la actualidad- que esas bases puedan recobrarse sin límite de tiempo, lo que incluso a efectos de control por parte de la Hacienda Pública constituye un auténtico disparate. Es decir, que esa fantástica explicación ofrecida por Miguel Ferre, según la cual nuestro justiciero Gobierno obligaba a la banca a devolver los favores prestados a la sociedad en forma de mayores impuestos, ocultaba una nueva operación de salvamento del sector. Y es muy dudoso que una persona de la dilatada experiencia en materia fiscal del señor Ferre ignorase tal cosa.
Y así llegamos al otoño de 2016, y Moody’s, entre otras agencias internacionales de calificación, vuelve a la carga y dice que no se cree más del 40% de los créditos fiscales de la banca. Añade a ese peligro la eventualidad de que los bancos tuviesen que devolver las cantidades cobradas en exceso por nulidad de las cláusulas suelo. Era el momento crucial de negociaciones para formar un nuevo Gobierno. La agencia de calificación venía a poner el dedo en una llaga conocida y supurante; era evidente a dónde apuntaba: si no había un nuevo Gobierno que mantuviese los compromisos de aval al sector financiero, la banca no iba a ser capaz de generar beneficio suficiente para recuperar gran parte de los créditos fiscales, y una porción no pequeña del sector tal vez no lo resistiera.
¿A que ahora se entiende que estuviesen dispuestos a hacer cualquier cosa y a cortar cualquier cabeza para que el acuerdo de Gobierno se alcanzara?
Tan previsible como esto era el acuerdo de resolución extrajudicial para las cantidades cobradas de más en cláusulas suelo, un acuerdo que se concreta en un real decreto en el que, si mis escasos conocimientos jurídicos no me engañan, no se contiene ni una sola obligación para la banca que no pudiera derivarse de la legislación ya existente.
Se da hasta la casi cómica circunstancia de que el Real Decreto-ley 1/2017, publicado este sábado en el Boletín Oficial del Estado, añada una disposición adicional cuadragésima a la Ley 35/2006, del IRPF, en la que se explica cómo han de tributar las cantidades que reciban los afectados. Resulta muy llamativo que se ofrezca como novedad una disposición que no hace más que reproducir lo que ya viene en la propia ley de renta y que había sido confirmado en diversas consultas vinculantes de la Dirección General de Tributos, como la V2430-16 y la V2431-16, ambas de junio del año pasado.
Para ese viaje no hacían falta alforjas.
Ésta es, me parece a mí, la realidad que habríamos de afrontar. Tal vez si la izquierda abandonara, por un tiempo al menos, su afición a degollarse a sí misma una vez tras otra, tendría más tiempo para ocuparse de ello.