La economía imperante ignora las cuantiosas intervenciones públicas que requiere el capitalismo de ‘libre mercado’
El principio más básico que sustenta la economía neoliberal mantiene que el capitalismo de libre mercado –o al menos una buena aproximación a él– es el único marco eficaz para lograr un bienestar económico generalizado. Desde este punto de vista, solo los mercados libres pueden aumentar la productividad y el nivel de vida medio, al tiempo que proporcionan altos niveles de libertad individual y resultados equitativos en materia social: los grandes gastos públicos y las regulaciones estrictas son, simplemente, menos efectivos.
Estas premisas neoliberales han dominado la política económica de Estados Unidos y de todo el mundo durante los últimos cuarenta años, empezando con la elección de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en Estados Unidos. La máxima de Thatcher de que “no hay alternativa” al neoliberalismo se convirtió en un grito de guerra que reemplazó lo que había sido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el predominio del keynesianismo en la creación de políticas económicas globales que, por el contrario, consideraba que las intervenciones gubernamentales a gran escala eran necesarias para lograr estabilidad y un nivel razonable de justicia bajo el sistema capitalista. Esta ascendencia neoliberal ha sido respaldada por una abrumadora mayoría de economistas profesionales, incluidos lumbreras como los premios Nobel Milton Friedman y Robert Lucas.
En realidad, el neoliberalismo ha dependido de unos niveles enormes de apoyo gubernamental durante toda su existencia. En múltiples ocasiones, el orden económico neoliberal global podría haberse venido fácilmente abajo y haber alcanzado los niveles de la Gran Depresión de la década de 1930, de no ser por las numerosas intervenciones estatales. Para su supervivencia, han sido esenciales los rescates estatales y las inyecciones de gasto público de emergencia financiadas con préstamos –es decir, gasto deficitario–, así como las acciones de los bancos centrales para apuntalar a las entidades financieras y los mercados al borde de la ruina.
Por lo tanto, los rescates no solo han salvado repetidamente al capitalismo neoliberal durante períodos de crisis, sino que también, en consecuencia, han reforzado las tendencias más malignas del neoliberalismo. En 1978, justo antes del auge del neoliberalismo, los directores ejecutivos de las 350 corporaciones estadounidenses más importantes ganaban 1,7 millones de dólares, 33 veces los 51.200 dólares que ganaba el trabajador medio no supervisor del sector privado. A partir de 2019, los directores ejecutivos ganaban 366 veces más que el trabajador medio, 21,3 millones de dólares frente a 58.200 dólares. Dicho de otro modo, bajo el modelo neoliberal, el salario de los grandes directores ejecutivos corporativos de Estados Unidos aumentó más de diez veces respecto al del trabajador medio estadounidense. Esta curiosa conjunción –un desprecio teórico hacia el Estado junto con una dependencia práctica de él– se ha convertido en un socialismo de boquilla para las grandes corporaciones, Wall Street y los ricos, y en un capitalismo que replica aquello de “que coman pasteles” para los demás.
La pandemia y la recesión provocadas por la covid-19 han demostrado con creces cómo funciona el neoliberalismo en la práctica. Durante la pandemia, el empleo y la actividad económica general cayeron precipitadamente en todo el mundo, ya que importantes sectores de la economía mundial se vieron obligados a entrar en modo confinamiento. Según el Fondo Monetario Internacional, la actividad económica general (PIB) se contrajo un 3,5 % en 2020 en un “grave hundimiento… que ha tenido profundos efectos adversos en las mujeres, los jóvenes, los pobres, los trabajadores empleados de forma irregular y aquellos que trabajan en sectores que requieren un contacto estrecho con otras personas”. Sin embargo, durante el mismo período, los mercados globales se dispararon. En Estados Unidos, casi el 50 % de la población activa solicitó prestaciones por desempleo entre marzo de 2020 y febrero de 2021. Sin embargo, durante este mismo período, los precios de las acciones de Wall Street –medidos, por ejemplo, por el índice Standard and Poor’s 500, un indicador del mercado global– aumentaron un 46%, uno de los incrementos más acusados registrados en un año. Además, este aumento no reflejó simplemente la recuperación experimentada por el mercado de valores estadounidense tras la pandemia y el confinamiento. En febrero de 2021, el índice Standard and Poor’s 500 también era un 38 % más elevado que dos años antes, en marzo de 2019, nueve meses antes de que la covid-19 fuera reconocida como patógeno humano. Y el ascenso del mercado de valores de 2020 comenzó meses antes de que hubiera alguna evidencia clara de que la economía se estaba recuperando del confinamiento. Todas estas ganancias son el resultado de intervenciones gubernamentales a gran escala: se concedieron rescates, sobre todo, para impulsar los mercados financieros y ayudar a los ricos.
Neoliberalismo de manual versus iniciación al rescate financiero
En la economía de manual se supone que los movimientos de los mercados financieros reflejan las condiciones subyacentes en la economía real en la que se generan bienes y servicios, se contrata y se paga a los trabajadores, y las empresas se benefician o no al tratar de vender sus productos. En este escenario, cuando las empresas despiden trabajadores, estos sufren pérdidas de ingresos y reducen gastos, lo que significa que es probable que las empresas tengan dificultades para vender sus productos. En consecuencia, sus ganancias deberían caer. A medida que aumenta el desempleo y disminuyen las ganancias, el valor de estas empresas, expresado en sus cotizaciones bursátiles, debería disminuir. Este no ha sido el caso durante el año pasado –puesto que las disparidades entre las condiciones de la economía real y los mercados financieros aumentaron– porque los gobiernos emprendieron operaciones de rescate generalizadas ante la pandemia.
En marzo de 2020, con Donald Trump en el poder y los republicanos con el control del senado de Estados Unidos, el Gobierno federal promulgó la Ley CARES, un programa de estímulo de dos billones de dólares equivalente a aproximadamente el 10 % del PIB de Estados Unidos. Más del 40 % de la financiación total –alrededor de 850.000 millones de dólares– se destinó a préstamos y subvenciones para empresas, con vagos requisitos como el modo en que se emplearían estos fondos. Por ejemplo, las grandes empresas podrían recibir un préstamo y aun así despedir hasta el 10 % de sus empleados, mientras que las empresas más pequeñas podían recibir préstamos o subvenciones sin el compromiso de mantener a ningún empleado. A discreción del secretario del Tesoro, las corporaciones podrían incluso participar en recompras de acciones para aumentar el precio de sus acciones con los fondos. La Ley CARES proporcionó una ayuda única en efectivo a las personas que ganaban 75.000 dólares o menos y una cantidad significativa, aunque temporal, de ayudas al seguro de desempleo para trabajadores despedidos. En diciembre, a la ley CARES le siguió la ley COVID Relief 2020, presupuestada en 900.000 millones de dólares, otra inyección del 4 % del PIB. Aproximadamente el 33 % de los fondos de la ley se destinó a una ronda adicional de crédito y subvenciones a empresas.
Juntas, las leyes de Ayuda CARES y COVID Relief supusieron cerca del 14 % del PIB de Estados Unidos en 2020, un aumento sin precedentes del gasto deficitario del gobierno federal en tiempos de paz. Sin embargo, estas medidas de estímulo generalizado fueron superadas por los casi cuatro billones de dólares gastados en intervenciones de la Reserva Federal –casi el 20 % del PIB de Estados Unidos– para garantizar que Wall Street se mantuviera a flote. Más significativo todavía: la Reserva Federal compró activos financieros –incluidos bonos del Tesoro de Estados Unidos, valores respaldados por hipotecas e incluso bonos basura corporativos en poder de fondos del mercado monetario, agentes de capital privado y bancos– que garantizaran que estas empresas estuvieran bien abastecidas para sobrevivir a la crisis. Esta gigantesca inyección de efectivo impulsó el mercado de valores y otros mercados financieros de Estados Unidos, lo que a su vez reprimió el pánico incipiente y provocó un repunte en los precios de las acciones. El aumento del mercado de valores fue avivado aún más por la Reserva Federal, que eliminó casi totalmente el tipo de interés a corto plazo que controla. Por lo tanto, los operadores de Wall Street podían pedir prestado dinero barato para comprar acciones.
Las políticas de intervención en otros países de ingresos altos siguieron trayectorias muy similares durante la pandemia. El Banco de Pagos Internacionales (BPI) describió estas medidas como “sin precedentes” en “tamaño y alcance”. Al igual que en Estados Unidos, las intervenciones proporcionales más importantes consistieron en reforzar directamente los mercados financieros a través de medidas como la compra de activos y la garantía de préstamos frágiles. El BPI calculó que estas intervenciones superaron el 30 % del PIB en Alemania e Italia, más del 20 % en Japón y aproximadamente el 15 % en el Reino Unido y Francia.
Es cierto que estas operaciones de rescate global de 2020 se debieron a la pandemia de covid, no por el fracaso de las políticas económicas neoliberales. Pero las mismas operaciones de rescate desplegadas para contrarrestar los confinamientos por el virus también se han utilizado con frecuencia, y cada vez con mayor fuerza, desde el comienzo de la era neoliberal, a principios de la década de 1980.
De hecho, solo hace trece años, en 2008, que la hiperespeculación de Wall Street puso de rodillas a la economía mundial durante la Gran Recesión. Para evitar una depresión similar a la de la década de 1930, en ese momento, los responsables de las políticas económicas de todo el mundo –incluidos Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Corea del Sur, China, India y Brasil– promulgaron medidas extraordinarias para contrarrestar la crisis que provocó Wall Street. Al igual que en 2020, entre estas medidas figuraban rescates financieros, políticas monetarias que prácticamente eliminaban los tipos de interés controlados por el banco central y programas de estímulo fiscal a gran escala, financiados por grandes aumentos del déficit del gobierno central.
En Estados Unidos, el déficit fiscal alcanzó los 1,4 billones de dólares en 2009, lo que equivale al 9,8 % del PIB. Del mismo modo, el déficit rondó los 1,3 billones de dólares en 2010 y 2011, lo que representa cerca del 9 % del PIB en ambos años. Se trata de los mayores déficits en tiempos de paz antes de la recesión de 2020 por la covid. El déficit fiscal del gobierno federal había alcanzado un promedio del 1,7 % del PIB en los cincuenta y ocho años anteriores, entre 1950 y 2008. Como porcentaje del PIB, el déficit de 2009 a 2011 se disparó más de cinco veces en relación con el promedio posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Al igual que con la crisis de 2020, las intervenciones de la Reserva Federal para apuntalar a Wall Street y a las empresas estadounidenses fueron incluso más importantes que las políticas de gasto deficitario del gobierno federal. Un cuidadoso estudio de 2017, llevado a cabo por Better Markets, calculó que el nivel general de apoyo al mercado financiero entre 2009 y 2012 fue de 12,2 billones de dólares, cerca del 20 % del PIB por año. Además, esta cifra total no incluye la financiación total activada en 2009 para rescatar a General Motors, Chrysler, Goldman Sachs y el gigante de los seguros AIG, que se enfrentaban a una caída en picado en ese momento. Es difícil imaginar la forma en que el capitalismo estadounidense podría haber sobrevivido en ese momento si, siguiendo los verdaderos preceptos del libre mercado en contraposición a la práctica real del socialismo de boquilla neoliberal, se hubiera permitido que estas y otras firmas estadounidenses icónicas se hundieran.
Durante la Gran Recesión, en Europa prevalecieron patrones similares. Entre los entonces veintisiete países de la UE, los déficits fiscales para 2009 alcanzaron un promedio del 6,8 % del PIB, en comparación con un promedio del 1,8 % entre 2001 y 2007. De acuerdo con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE, establecido en 1997 como un medio para consagrar un proyecto neoliberal en todo el continente, no se permitió que los déficits fiscales anuales superaran el 3 % del PIB, salvo en recesiones profundas. Se esperaba que tales recesiones fueran escasas y espaciadas, con la expectativa adicional de que adherirse a los preceptos de la política neoliberal era la mejor manera de garantizarlo.
El Banco Central Europeo también llevó a cabo un programa de rescate general para apuntalar a los mercados financieros europeos. El entonces presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, describió estas medidas como “un conjunto excepcional de herramientas políticas no convencionales” que tuvieron que implementarse porque “la especulación y el juego financiero se habían generalizado”. Estas medidas incluían la práctica eliminación de los tipos de interés del Banco Central y la entrega de lo que Trichet describió como cantidades “ilimitadas” de efectivo a los bancos europeos en dificultades prácticamente sin intereses.
Las operaciones de rescate de este tipo han tenido lugar con una regularidad mecánica a lo largo de la era neoliberal, empezando con Reagan. En 1983, con Reagan, el gobierno de los Estados Unidos alcanzó un máximo de gasto deficitario federal en tiempos de paz, el 5,7 % del PIB. En ese momento, Estados Unidos y la economía mundial todavía estaban sumidos en la segunda fase de la doble recesión que duró de 1980 a 1982, mientras que Reagan se enfrentaba a la campaña de reelección de 1984. Por supuesto, tanto como candidato político como durante su presidencia, Reagan predicó que el gobierno intervencionista era el problema, no la solución. Sin embargo, Reagan no dudó en ignorar su propia retórica al dirigir un rescate fiscal masivo cuando lo necesitaba.
Después del rescate de 1983, vimos que los precios del mercado de valores mundiales cayeron aún más bruscamente que en 1929: el Lunes Negro de octubre de 1987; la crisis del ahorro y el préstamo de 1989 y 1990; el colapso de los “mercados emergentes” de 1997-1998; y el estallido de la burbuja de Wall Street de las empresas puntocom en 2001. Sin las operaciones de rescate a gran escala del gobierno, todos y cada uno de esos momentos habría provocado fácilmente una quiebra al estilo de la década de 1930.
De hecho, en febrero de 1999, la revista Time publicó un efusivo artículo de portada inmediatamente después del desplome de los mercados emergentes que hundió, entre otros, a Long-Term Capital Management, el superfondo de inversión dirigido por dos premios Nobel especializados en finanzas. El artículo denominó al entonces presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan; al secretario del Tesoro, Robert Rubin; y al subsecretario del Tesoro, Lawrence Summers, “el comité para salvar al mundo”, debido a su capacidad para ejecutar operaciones de rescate global. Describía el modo en que “un fondo de inversión bendecido por dos premios Nobel saltaba por los aires en una tarde, casi llevándose por delante a Wall Street” y que “Brasil está en vilo, lo que significa que también lo está el resto de América Latina”, y sin embargo, “estos chicos” evitaron “un desastre casi ineludible”.
Greenspan, Rubin y Summers lograron apuntalar el neoliberalismo global durante tan solo dos años más antes de que la burbuja de las puntocom requiriera otro rescate. Pero la intervención de 2001 terminó siendo un mero precalentamiento para la operación de rescate de 2008-2009. Aun así, Greenspan, Rubin y Summers siguieron siendo fervientes defensores del orden neoliberal global, y aparentemente no vieron ninguna contradicción entre el requisito persistente de rescatar al neoliberalismo de los desastres inminentes y su creencia fundamental de que “tratar de desafiar las fuerzas del mercado global es, en última instancia, inútil”.
Su punto de vista fue compartido entonces y sigue siendo compartido hoy por la abrumadora mayoría de economistas en activo, dentro y fuera del ámbito académico. Por ejemplo, en sus muy influyentes estudios sobre las causas de la Gran Depresión de la década de 1930, el fallecido economista ganador del premio Nobel y ferviente defensor del libre mercado, Milton Friedman, argumentó que la Reserva Federal de Estados Unidos debería haber intervenido después del hundimiento de Wall Street en 1929 para estabilizar el sistema bancario. Sostenía que la Reserva Federal podía operar como un “prestamista de última instancia”, es decir, podía proporcionar fondos de rescate a los bancos en quiebra cuando ningún prestamista privado estuviera dispuesto a otorgarles crédito. Sin embargo, Friedman nunca cuestionó cómo esta observación podría entrar en conflicto con su posición general de que las economías capitalistas operan más eficazmente con niveles mínimos de intervención gubernamental, incluido un papel mínimo de la Reserva Federal.
De manera similar, Robert Lucas –otro economista muy influyente ganador del premio Nobel y defensor del libre mercado– comentó, durante el desplome financiero global de 2008, que en ese momento apoyaba los rescates de acreedores de último recurso, ya que “todo el mundo es keynesiano en una trinchera”. Sin embargo, como Friedman, Lucas nunca integró esta posición en sus modelos analíticos que pretenden demostrar que las economías capitalistas funcionan mejor en ausencia de la intervención del gobierno. Al igual que figuras contemporáneas de la talla de Friedman y Lucas, no existe, que sepamos, un solo manual de economía convencional que reconozca los rescates como una herramienta de política indispensable para permitir que el capitalismo continúe funcionando.
El ‘paradigma de Wall Street’ de Minsky
Ha habido economistas fuera de la corriente principal que, claramente, argumentan la importancia fundamental de las políticas de rescate. La figura más importante en este campo es Hyman Minsky. Minsky pasó la mayor parte de su carrera académica en la Universidad de Washington, en St. Louis, y permaneció activo profesionalmente hasta su muerte en 1996: fue el analista más perspicaz de su generación especializado en mercados y crisis financieras.
Minsky sostenía que los rescates son fundamentales para el capitalismo en el contexto de su enfoque general sobre macroeconomía, al que denominó el “paradigma de Wall Street”. Dentro de su paradigma de Wall Street, Minsky formuló una “hipótesis de inestabilidad financiera” mediante la cual explicaba que permitir que los mercados financieros operen libremente produce inevitablemente recesiones y crisis graves. Estas no tienen lugar como resultado de errores políticos y de cálculo, aunque estos errores son ciertamente frecuentes. Para Minsky, la inestabilidad financiera y las crisis surgen de la lógica de la propia actividad del mercado capitalista.
La clave de Minsky para comprender la inestabilidad financiera fue investigar los cambios en la psicología de los inversores a medida que la economía sale de un período de crisis y recesión (o depresión) y entra en una fase de aumento de las ganancias y el crecimiento. Al salir de una crisis, los inversores tienden a ser cautelosos, ya que la recesión que acaba de terminar habrá dejado a muchos de ellos damnificados. Por ejemplo, mantendrán grandes reservas de efectivo como colchón para protegerse contra futuras crisis.
Sin embargo, a medida que la economía sale de su depresión y aumentan los beneficios, las expectativas de los inversores se vuelven cada vez más positivas. Crecen ansiosas por emprender operaciones altamente especulativas debido a la promesa de generosos rendimientos, al mismo tiempo que están más dispuestos a dejar que sus reservas de efectivo disminuyan, ya que el efectivo inactivo no genera ningún beneficio. Pero estos movimientos también debilitan las defensas de los inversores contra la próxima recesión. Por eso, según Minsky, los repuntes económicos sin regulaciones fomentan inevitablemente los excesos especulativos que provocan burbujas financieras. En un entorno no regulado, explicó Minsky, la única forma de eliminar las burbujas es dejarlas estallar. Los mercados financieros luego entran en crisis, lo que resulta en una recesión o depresión.
Aquí llegamos a una de las ideas cruciales de Minsky: las crisis financieras y las recesiones tienen un propósito en las operaciones de una economía de libre mercado, incluso cuando causan estragos en las vidas de cientos de millones de inocentes que nunca invierten un centavo en Wall Street. A su juicio, sin crisis, una economía de libre mercado no tiene forma de desalentar las inclinaciones naturales de los inversores hacia mayores riesgos en la búsqueda de mayores ganancias.
A raíz de la Gran Depresión, el economista británico John Maynard Keynes lideró la revolución intelectual que tenía como objetivo diseñar un marco de políticas dentro del capitalismo que pudiera suplantar las crisis financieras como regulador incorporado del sistema. Este fue el contexto en el que se creó un capitalismo de gobierno intervencionista tras la Segunda Guerra Mundial. El paquete incluía dos elementos básicos: regulaciones diseñadas para limitar la especulación y canalizar los recursos financieros hacia inversiones socialmente útiles, como viviendas asequibles, y operaciones de rescate del gobierno para prevenir depresiones al estilo de los años treinta cuando estallaran las crisis.
Minsky vio este sistema de regulaciones y operaciones de rescate como un gran éxito. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1970, los mercados de Estados Unidos y el extranjero fueron mucho más estables que en cualquier período histórico anterior. Pero incluso durante los años del New Deal y el período inicial posterior a la Segunda Guerra Mundial, los titanes de los mercados financieros de todo el mundo lucharon con vehemencia para eliminar, o al menos modificar, las regulaciones. En la década de 1970, casi todos los políticos –demócratas y republicanos por igual– se habían vuelto dóciles. Las regulaciones se debilitaron inicialmente y luego se abolieron por completo en 1999 bajo el gobierno del presidente Bill Clinton y la dirección de sus principales asesores económicos: Alan Greenspan, Robert Rubin y Lawrence Summers.
Operaciones bancarias en la sombra y financiarización
Para Minsky, las consecuencias eran predecibles. Pero aquí llegamos a otra de sus principales ideas: en ausencia de un sistema regulatorio financiero complementario, la efectividad de los rescates disminuirá con el tiempo. Esto se debe a que los rescates, al igual que las crisis financieras, son de doble filo. Aunque previenen las depresiones, también limitan los costes de los excesos financieros a los especuladores. Tan pronto como la próxima expansión económica comience a cobrar fuerza, los actores del mercado financiero buscarán oportunidades de ganancias como lo hicieron durante el ciclo anterior.
Puesto que los rescates han evitado cracs bursátiles a gran escala –y, por lo tanto, han permitido que los especuladores bursátiles se libren de las consecuencias de sus excesos–, con el neoliberalismo, las instituciones financieras y el comercio bursátil han crecido exponencialmente. Por ejemplo, en 1980, el mercado bursátil estadounidense era el doble de lo que gastaban las empresas en inversiones productivas, como máquinas, edificios, terrenos e I + D. A partir de 2019, el mercado de valores de Estados Unidos se había disparado a 30 veces la cantidad gastada en inversiones productivas. Dicho de otro modo, en la era neoliberal, la proporción entre el mercado bursátil y las inversiones productivas se ha multiplicado por quince.
Ha tenido lugar una expansión igualmente explosiva en lo que se denomina el sistema de “operaciones bancarias en la sombra” en Estados Unidos bajo el modelo neoliberal. Los bancos en la sombra incluyen una variedad de instituciones –incluidos fondos mutuos, holdings, fondos del mercado monetario y casas de bolsa– que prestan dinero, proporcionan fondos fácilmente accesibles para los titulares de cuentas y participan en actividades que se asemejan mucho a las de los bancos tradicionales. Sin embargo, los bancos en la sombra pueden operar con regulaciones mucho menos estrictas que los bancos tradicionales. En 1980, las operaciones bancarias en la sombra apenas existían. Los fondos mutuos, la categoría más importante de tales instituciones, poseían menos del 0,3 % de los activos de todas las instituciones financieras estadounidenses, incluidos los bancos tradicionales. A partir de 2019, los fondos mutuos por sí solos poseían más del 16 % de todos los activos de las instituciones financieras de Estados Unidos. En total, el sector bancario en la sombra contabilizabael 36 % de todos los activos de las instituciones financieras estadounidenses.
De hecho, se ha incorporado un nuevo término en el léxico económico –la financiarización– que pretende evocar estos patrones de crecimiento explosivo en la banca en la sombra y el mercado financiero durante la era neoliberal. La financiarización ha surgido precisamente porque las regulaciones financieras menos estrictas permiten que emerjan burbujas especulativas como una característica habitual del capitalismo neoliberal, mientras que las operaciones de rescate evitan que estas burbujas provoquen desastres económicos a gran escala a nivel de la década de 1930.
Tres escenarios
Lo cierto es que el paradigma de Wall Street de Minsky no aborda todas los males del capitalismo neoliberal. En particular, su modelo ignora las enormes disparidades en ingresos, riqueza y poder que son tan endémicas del neoliberalismo como lo son su tendencia a la inestabilidad financiera. Minsky también trabajaba antes de que los problemas ecológicos, en particular el cambio climático, se entendieran en general como cuestiones que debe abordar la macroeconomía. Sin embargo, su esquema sigue siendo una herramienta muy valiosa para aclarar las alternativas generales de política económica que tenemos ante nosotros hoy, tras cuarenta años de era neoliberal.
De hecho, al contrario de lo que pensaba Margaret Thatcher, son posibles tres escenarios. Primero, podemos permitir que continúe el reinado del neoliberalismo. Este es el camino de menor resistencia, ya que continuaría otorgando jugosos beneficios a los titanes financieros y los ricos. Por supuesto, como hemos visto, mantener el rumbo del neoliberalismo requerirá intervenciones de rescate con regularidad. Es probable que la escala de tales rescates futuros continúe aumentando, ya que las vulnerabilidades del sistema continuarán profundizándose a través de la financiarización. Pero con toda seguridad, nunca faltarán economistas dispuestos a defender el neoliberalismo en estas circunstancias e incluso a proponerse a sí mismos para formar parte del actual comité para salvar al mundo.
Las dos alternativas implicarían abandonar la premisa esencial del neoliberalismo: socialismo de boquilla para las grandes corporaciones, Wall Street y los ricos; y un capitalismo que replica lo de “que coman pasteles” para los demás. A la primera de estas dos alternativas se la puede denominar capitalismo que predica con el ejemplo. En esta alternativa, el gobierno debe cumplir con los preceptos de la economía de libre mercado no solo cuando las cosas van bien para el gran capital y Wall Street, sino también cuando fracasan estrepitosamente. Cuando las grandes corporaciones y las empresas de Wall Street se desplomen debido a sus excesos especulativos o malas decisiones –incluido el hecho de no mantener suficientes reservas de efectivo para superar las recesiones económicas–, estas firmas podrán quebrar. Al permitir que las empresas, incluso las grandes, quiebren, volveríamos a una variante autorregulada del capitalismo. El principio rector aquí es que cuando los capitalistas se den cuenta de que ellos también deben asumir todas las consecuencias de las malas decisiones, tomarán menos.
El problema con el capitalismo que predica con el ejemplo es que se ha intentado y los resultados están bien documentados. Con este criterio, los mercados financieros se hundieron con regularidad a lo largo de la mayor parte de la historia del capitalismo. Charles Kindleberger describió este patrón en su obra clásica de 1978 Manías, pánicos y cracs, en la que enmarca su análisis histórico dentro del paradigma de Wall Street de Minsky. La exposición de Kindleberger comienza con la conocida burbuja de los Mares del Sur de 1720, durante la cual la South Sea Company, una empresa británica de comercio de esclavos en quiebra, obtuvo unos enormes, aunque breves, beneficios al conseguir información privilegiada acerca del modo en que el gobierno británico estaba gestionando su deuda. Kindleberger revela que entre este fiasco de la burbuja de los Mares del Sur de 1720 y el crac de 1929 de Wall Street, el promedio de crisis financieras en Estados Unidos y Europa fue de aproximadamente cada 7,5 años (un patrón que Karl Marx reconoció 100 años antes). Entre los informes de prensa que abordaron las crisis durante esos aproximadamente 200 años cabe destacar: “Una de las tormentas financieras más virulentas del siglo”, Gran Bretaña en 1772; “Nunca antes se había visto un pánico tan absoluto y colosal”, Alemania en 1857; y “El mayor ciclo de auge y caída especulativos de los tiempos modernos, desde la burbuja de los Mares del Sur”, Estados Unidos en 1929.
En nuestra coyuntura histórica actual, se requeriría un gran acto de fe para presuponer que los atributos autorreguladores de los mercados libres podrían ofrecer una versión estable del capitalismo. Nunca lo han logrado en el pasado. Además, el grado en que el capitalismo contemporáneo se ha financiarizado haría que cualquier experimento de autorregulación del mercado fuera mucho más arriesgado de lo que nunca fue en los 200 años que describe Kindleberger.
De este modo, la única alternativa que queda es crear una versión renovada y actualizada del modelo de capitalismo de gobierno intervencionista que prevaleció en la era inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, antes del surgimiento del neoliberalismo. De hecho, precisamente para evitar que se repitiera el desastre de la década de 1930, John Maynard Keynes, otros economistas y Franklin D. Roosevelt lideraron el movimiento para construir versiones alternativas del capitalismo de gobierno intervencionista. Esta idea derivó en el New Deal en Estados Unidos y la socialdemocracia en Europa Occidental, con las diferentes configuraciones específicas que surgieron en las diversas economías avanzadas tras la Segunda Guerra Mundial.
Las regulaciones exhaustivas de los mercados financieros, la propiedad pública de instituciones financieras importantes y unos elevados niveles de inversión pública fueron características propias del New Deal y el capitalismo socialdemócrata. Se dispuso de políticas de rescate según las necesidades, pero los mercados financieros fueron más estables y las recesiones menos profundas durante este período que durante los 200 años anteriores del capitalismo. El crecimiento económico medio también fue mayor y los beneficios generados se compartieron de forma más amplia.
Por supuesto, seguía siendo capitalismo. Las disparidades de ingresos, riqueza y oportunidades siguieron siendo intolerablemente grandes, junto con las malignidades sociales del racismo, el sexismo y el imperialismo. La destrucción ecológica, y el calentamiento global más específicamente, también estaban comenzando a cobrar fuerza durante este período, aunque entonces pocas personas prestaron atención. Sin embargo, el New Deal y la socialdemocracia generaron versiones del capitalismo radicalmente más igualitarias que el régimen neoliberal que suplantó a estos modelos.
Será necesaria una versión renovada del New Deal y del capitalismo socialdemócrata que aborde activamente los problemas que han seguido agravándose con los modelos originales. Sin embargo, la enseñanza fundamental que podemos extraer de las operaciones de rescate masivo de la era neoliberal es que los gobiernos de Estados Unidos y otras economías avanzadas pueden movilizar recursos formidables para hacer frente a las crisis.
Si nos centramos en Estados Unidos, es fácil imaginar cómo funcionaría una nueva versión del New Deal –de hecho, lo que se ha denominado el Green New Deal–. El eje debe ser un programa de inversión masivo liderado por el gobierno y enfocado en sustituir nuestro sistema energético dominante de combustibles fósiles que está destruyendo el planeta por un sistema de energía limpia que pueda situarnos en un camino viable de estabilización climática. Este proyecto de inversión para toda la economía generará millones de puestos de trabajo dedicados, directa e indirectamente, a la creación de una nueva infraestructura energética. Esto, a su vez, abrirá oportunidades para reactivar una organización sindical que pueda generar trabajos de mayor calidad y mejorar los niveles de vida. Estos trabajos deberán estar disponibles para mujeres y personas negras, la población base que ha sido excluida de forma sistemática de los mercados laborales de Estados Unidos durante generaciones.
Mientras escribimos este artículo, la administración de Biden ha dado importantes pasos positivos para promover dicho programa. El Plan de Empleo Estadounidense que Biden presentó en marzo es una propuesta seria, aunque aún insuficiente. Está diseñado precisamente para construir una economía de energía limpia al tiempo que amplía las buenas oportunidades laborales. Por supuesto, surge la pregunta de cómo podemos pagar este ambicioso proyecto liderado por el sector público. Hay muchas formas de responder con verosimilitud a esta pregunta, pero la forma más sencilla de comenzar es refiriéndonos a la experiencia del neoliberalismo. Como hemos visto, nunca ha habido escasez de medios financieros disponibles para rescatar un sistema que es manifiestamente injusto e inestable y ecológicamente desastroso. No debería ser difícil encontrar los recursos financieros para organizar un Green New Deal satisfactorio en Estados Unidos y el mundo para la próxima generación.
Este artículo se publicó en inglés en Boston Review. Traducción de Paloma Farré.