Branko Milanović aboga en una nota (18/10/2022) de su blog Global Inequality and More 3.0 para que “volvamos al mercantilismo y a los bloques comerciales”. El economista está expresando una perspectiva hacia dónde llevar al orden mundial, que cada vez cuenta con más aquiescencia. Milanović actualmente enseña en la City University de Nueva York y tuvo una dilatada carrera en el Banco Mundial. A partir de unos ensayos editados en la década pasada, centrados en analizar las consecuencias de la globalización sobre de la distribución del ingreso en los distintos países, alcanzó cierta fama mundial. Justamente en el Banco Mundial se hizo especialista en la materia a la que sigue abonado. Para una clase dirigente como la argentina, que tiene en su parte derecha reaccionaria una fe inquebrantable en el librecambio, que la realidad le pase tan lejos –Milanović no hace más que sentir el ineludible viento– es un indicio fuerte y a la vez un agüero. Un ribete de que los anima una notable falsa conciencia, un presagio de que en la primera de cambio chocan la calesita.
Para los otros sectores de la clase dirigente, aquellos comprometidos en diferente grado con las mayorías nacionales, los vientos de cambio otra vez recomiendan dejar atrás la edad de la inocencia, en la que la protección a la producción nacional es percibida, más que nada, como algo de un buen sentimiento, pero basada en algo feo que hay que hacer. Una intuición culposa. Ese comportamiento merece el abolengo de las ideas del médico y alquimista suizo Paracelso, cuando establecía que todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno”.
Para Milanović, “hay dos razones por las que Occidente debería abandonar la globalización. La primera es que no ha sido buena, económicamente, para sus clases medias (…) La segunda es que la globalización, desde el punto de vista geopolítico, ayudó al ascenso de China, que ya es, pero lo será aún más en el futuro, el principal competidor militar y político de Estados Unidos (…) La idea fue planteada por primera vez por Donald Trump, para gran disgusto de los demócratas de izquierda estadounidenses (liberals). Ahora, los liberals, en este aspecto como en varios otros, están felices de seguir los pasos de Trump”. En lugar de la globalización, Milanović propone que “Occidente (…) debería utilizar el friendshoring (costas amigas), el nuevo término inventado por Chrystia Freeland, la Vice Primera Ministra canadiense”. Esto es, comerciar entre países similares en todos los aspectos.
Advierte Milanović que “hay un problema adicional. Occidente estaba ‘a cargo’ de la ideología económica dominante. Esa ideología impregnaba todas las organizaciones internacionales. Si Occidente apuesta ahora por el friendshoring, ¿cómo va a explicar el FMI a que deben seguir con el comercio abierto? Si a la globalización se le atribuye (con razón) (…) la mayor reducción de la pobreza mundial de todos los tiempos, ¿vamos a dar ahora marcha atrás en las políticas sobre la pobreza mundial y a argumentar que los bloques comerciales regionales deben convertirse en la base económica de la que partir? ¿Quién va a decir esto al FMI, al Banco Mundial y a la OMC?”. De toda esta situación, Milanović concluye que “si Occidente abandona la globalización, es totalmente comprensible desde la perspectiva mercantilista de la grandeza nacional (…) Pero no hay que engañarse creyendo que al resto del mundo se le puede dar la vuelta a la tortilla y no se dará cuenta de la importancia del cambio ideológico que ello supone (…) Simplemente, no se puede mantener la validez universal de una ideología que no se sigue”.
Ingenuidad desconcertante
La ingenuidad de Milanović genera un gran desconcierto. Y la inobservancia de los hechos no menos. El juego del comercio exterior siempre fue y es: si sale ceca, gano yo (país desarrollado) y sí sale cara, perdés vos (país periférico). Y no puede ser de otra manera. El hueco de la narrativa sobre la que manifiesta plena necesidad la corriente de pensamiento que expresa Milanović se va a llenar con lo mismo de antes. Un poco de maquillaje diplomático y listo. ¿A qué se va a oponer la periferia si no tiene con qué? No es muy difícil hacer desaparecer por un par de semanas de las góndolas el papel higiénico, el jabón o los pollos para que las heroicas luchas populares liquiden al gobierno de turno.
Los mistagogos que inician a los alumnos en los arcanos del librecambio para inmunizarlos de la locura de un mundo proteccionista hasta la más pétrea terquedad se aplican muy especialmente a inculcarles que el comercio exterior se hace para frenar el movimiento de capitales entre países, puesto que si lo hacen es para sustituir importaciones, que es justamente lo que se quiere evitar. En otras palabras, la inversión externa es un sustituto tóxico del comercio internacional. En las décadas más recientes, la cara hereje de la necesidad hizo que al mismo tiempo que en los manuales del orden establecido se seguía (y se sigue) dictaminando contra la inversión externa, su atracción se le glorifique como el gran criterio para clasificar el mejor comportamiento de los países pobretones. La recaída innecesaria del capitalismo de expatriar capitales más allá –mucho más allá– del funcionamiento del todo orgánico centro-periferia hacia lo zona de bajos salarios trajo como correlato lógico que aumentara el comercio, porque el mercado permanecía en los países centrales.
Si con Milanović, entre otros, se reclama una nueva narrativa para lo que viene tras la globalización, es porque frente a un rey que les da cosa que esté tan en bolas suponen que eso es posible. No lo es. Es posible sospechar que ese deseo destinado a frustrarse genera una aproximación ideológica al proteccionismo combinado con desentenderse de que este es un mundo que funciona orgánicamente sobre la base del desarrollo desigual: el desarrollo del centro se explica –en parte– por el subdesarrollo de la periferia, que como un todo necesita seguir cumpliendo ese papel y está imposibilitada de abandonarlo porque los parámetros del mecanismo de crecimiento realmente existente deberían violarse en una magnitud ecológicamente insustentable y económicamente inalcanzable. La narrativa de Ernesto Laclau sobre el populismo precisamente lo reivindica como el único analgésico posible (opio de los pueblos), que da cierta estabilidad política a la periferia atrofiada por el desarrollo desigual. Las categorías tan abstractas que utilizó (un plomazo), la propia actitud silente del autor en la última etapa de su vida sobre el verdadero objetivo de su análisis y el propio uso provocador de la categoría “populismo”, hicieron que los intelectuales orgánicos de la derecha afinaran la guitarra amonestadora sin advertir que era una propuesta para estabilizar el orden establecido político del subdesarrollo frente a la imposibilidad de cambiarlo.
El populismo de Laclau sería una alternativa para lo que anda buscando en vano la corriente de pensamiento que expresa Milanović. Por el tinte socialdemócrata que colorea esa vertiente, se entiende que no esté disponible. Con todo, no deja de ser curiosa esta búsqueda de la capucha para el verdugo a cara descubierta, tanto como su vacío argumental. Para empezar, no es posible volver al mercantilismo porque nunca salió de escena. La OMC (Organización Mundial del Comercio), hoy en respiración artificial para que nada intervenga con el objetivo de los Estados Unidos de que vuelvan los capitales de China, se fundó sobre los principios del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio). El GATT, que desde su puesta en marcha en los años ’50 hasta mediados de los ’90, en que la OMC lo absorbió cuando fue creada, se dedicó a ser el árbitro –como su sucesora– del mercantilismo, el rasgo clave del comercio mundial. Los principios fundamentales del GATT y la OMC se cuentan con los dedos de una mano. Valga como ejemplo de lo que implica en términos del mercantilismo el llamado de “reciprocidad”, es decir: una concesión arancelaria dada por un país al resto (cláusula NMF: Nación Más Favorecida) implica conseguir otra de igual tenor, si no, no se hace. Es de naturaleza mercantilista, puesto que lleva implícita la idea de que las exportaciones son un bien y las importaciones un mal. La reciprocidad embroma fuerte a la periferia porque no puede ofrecer qué dar en función de solicitar una reducción arancelaria, dado que deberían deshacerse de la protección a su siempre atrasada industria. Para más, en ninguna parte del texto del GATT se define el significado exacto de la reciprocidad. Como se sabe –conforme la Convención de Viena sobre tratados internacionales– el “lenguaje” de un tratado tiene una sola dimensión: la escrita. En la práctica, reciprocidad es lo que los países desarrollados y su mercantilismo necesitan que sea.
Smith y Ricardo
Algunas almas bellas han querido ver en la trabada actualmente OMC la materialización del libre comercio conforme la ventaja comparativa de Ricardo o la de sus críticos –en el mismo seno de la corriente liberal– Eli Heckscher y Bertil Ohlin. La narrativa de que el libre comercio es directamente clave y estratégico para el desarrollo no es lo que postulaba el propio Ricardo. Sus reclamados herederos falsearon el alcance de su punto de vista. Esta historia debe comenzar considerando a Adam Smith. En su célebre ensayo La riqueza de las naciones, de 1776, Smith sostiene que “cuando el producto de una industria particular excede de lo que exige o necesita la demanda del país, el sobrante se ve compelido a salir de sus fronteras para cambiarse por lo que hace falta en el interior. Sin esta exportación, debería cesar cierta parte del trabajo productivo del país, disminuyéndose el valor de su producto anual”. Smith, el profeta de que la división del trabajo aumenta la productividad, entendía que ante la inevitabilidad del superávit comercial lo mejor era invertirlo en el exterior. No resolvía en qué se debía especializar cada país, y tampoco parece que fuera su problema. Dado que el conflicto cotidiano del comercio mundial no puede ser resuelto mediante el mero expediente de invocar insistentemente la óptima modalidad del libre comercio derivada de la teoría tradicional del comercio internacional, la visión de Smith puede llegar a jugar su papel tanto cuando se trate de cooperar como cuando se trate de embarrar la cancha por medio del proteccionismo y el mercantilismo.
A liquidar esa ambigüedad se abocó Ricardo. Coincidía con Smith en que el superávit comercial era contraproducente, abogaba por el cero de resultado comercial y para eso razonó que lo adecuado era la ventaja comparativa. Smith quería deshacerse del capital excedentario, Ricardo conservarlo. Ricardo nunca postuló que el comercio era lo adecuado para el crecimiento. Cómo lo iba a ser si comienza su corto y perenne capítulo VII “Sobre el comercio exterior”, afirmando: “El comercio exterior no produce nunca como efecto inmediato un aumento en la totalidad de los valores de un país”. Es más, dice que “no obtendríamos un valor mayor, aunque, por el descubrimiento de nuevos mercados, consiguiésemos doble cantidad de mercancías extranjeras por una cantidad determinada de las nuestras”. Heckscher y Ohlin criticaron a Ricardo por cómo obtener la ventaja comparativa a partir de coincidir en que la misma era necesaria para alcanzar la meta del cero resultado comercial.
Fueron sus epígonos los que por necesidad política le metieron a la narrativa de Ricardo (o a la de Heckscher y Ohlin) que alentaba al comercio para el crecimiento. Y si antes semejante mito funcionó no se ve porque ahora no va a funcionar. Si en la geografía del reino del revés antes y ahora estuvo siempre comprendida la realidad, ¿por qué algunos socialdemócratas se despabilaron y le vieron el culo al aire a la economía mundial? No parece una buena razón, ni siquiera una atendible, particularmente por la necesidad objetiva de la protección, tal como fue establecida a mediados de la década de 1970 por el economista greco-francés Arghiri Emmanuel en su ensayo La ganancia y las crisis.
La producción (P) crea ipso facto un volumen de ingresos (R) mayor a su valor. La diferencia es la ganancia expresada como tasa sobre el capital. Es el único derecho al reparto del producto que se obtiene una vez que se vende y cobra, antes no. Para Emmanuel, la desigualdad de la producción y del ingreso es fundamental. Tal desigualdad hace a la naturaleza del sistema capitalista, que crea normalmente una producción cuyo valor es superior a los ingresos distribuidos. Si la política económica no abate tal desigualdad, las mercancías se acumulan (no hay demanda suficiente para la oferta existente) y la crisis estalla. Es por eso que los mercantilistas repiten bajo todos los tonos con constancia y cinismo, durante ya más de tres siglos, que es necesario vender más de lo que se compra. En el sistema capitalista, el empleo, la reabsorción del desempleo, sólo puede obtenerse gracias a una balanza superavitaria. Si en vez de producto mayor que ingreso hubiera igualdad de la producción y el ingreso (supuesto clave de la ciencia oficial), tendríamos entonces un desequilibrio: P – E (excedente de exportación) sería inferior a R (P-R < R) y el proteccionismo seria irracional. Habría un mayor ingreso para gastar en menos bienes. Pero ese nunca fue el caso, porque no puede serlo. El sistema tiene ese defecto. Parece que, más o menos conscientemente, los gobernantes comprometidos con el interés nacional siempre estuvieron buscando un estado satisfactorio de equilibrio obtenido a través de alguna cosa como: P – E = R, o sea: para que el ingreso pueda igualar al producto.
Sólo resta que por cargo de consciencia se siga reclamando una narrativa que vuelva digerible el desarrollo desigual. Un cínico beau geste. Que permita decir como ahora la misma fractura de siempre y tranquilice el espíritu, que parezca que el funcionamiento asimétrico por el que está en la lona el grueso de la humanidad es lo inevitablemente racional. Sólo resta que, en lo estructural, grandes porciones de la clase dirigente argentina siga soñando con la pesadilla del librecambio y, en lo coyuntural, que el gobierno siga devaluando el peso mientras se desentiende de las retenciones y culpa a los formadores de precios de la inflación. Sólo resta hacer oídos sordos a que en el podcast Odd Lots de Bloomberg (02/11/2022), Hyun Song Shin, el mandamás de investigaciones académicas del Bank for International Settlements (BIS) –el banco de los bancos centrales– haya dicho que “lo que es diferente esta vez es que, dada la naturaleza de los shocks, tenemos esta conjunción de un dólar más fuerte y precios más altos de las materias primas (…) Y esa combinación, que es muy inusual, ha tenido un efecto en el aumento de los precios de los alimentos y la energía en otras monedas mucho más que en el pasado”. Sólo resta tener presente que están pasando demasiadas cosas raras para que todo pueda seguir tan normal. Entre otras, que la sequía y que frenar el cambio climático no consigue quórum.
Fuente: https://www.elcohetealaluna.com/bancate-ese-defecto/