Un texto de John Brown, publicado en Rebelión con el título «¨Los españoles buenos son cubanos¨: lecciones de democracia cubana en la Puerta del Sol«, me ha traído a la memoria este pasaje del final de la novela El siglo de las luces, del gran escritor cubano Alejo Carpentier, en que dos jóvenes cubanos se […]
Un texto de John Brown, publicado en Rebelión con el título «¨Los españoles buenos son cubanos¨: lecciones de democracia cubana en la Puerta del Sol«, me ha traído a la memoria este pasaje del final de la novela El siglo de las luces, del gran escritor cubano Alejo Carpentier, en que dos jóvenes cubanos se lanzan a las calles en la célebre jornada del 2 de mayo de 1808, protagonizada por el pueblo español contra las fuerzas napoleónicas. (Iroel Sánchez)
El pueblo entero de Madrid se había arrojado a las calles en un levantamiento repentino, inesperado y devastador, sin que nadie se hubiese valido de proclamas impresas ni de artificios de oratoria para provocarlo. La elocuencia, aquí, estaba en los gestos; en el ímpetu vocinglero de las hembras; en el irrefrenable impulso de esa marcha colectiva; en la universalidad del furor. De súbito, la marejada humana pareció detenerse, como confundida por sus propios remolinos. En todas partes arreciaba la fusilería, en tanto que sonaba por vez primera, bronca y retumbante, la voz de un cañón. «Los franceses han sacado la caballería», clamaban algunos, que ya regresaban heridos, asableados en las caras, en los brazos, en el pecho, de los encuentros primeros. Pero esa sangre, lejos de amedrentar a los que avanzaban, apresuró su paso hacia donde el estruendo de la metralla y de la artillería revelaba lo recio de la trabazón… Fue ése el momento en que Sofía se desprendió de la ventana: «¡Vamos allá!», gritó, arrancando sables y puñales de la panoplia. Esteban trató de detenerla: «No seas idiota: están ametrallando. No vas a hacer nada con esos hierros viejos.» «¡Quédate si quieres! ¡Yo voy!» «¿Y vas a pelear por quién?» «¡Por los que se echaron a la calle! -gritó Sofía-. ¡Hay que hacer algo!» «¿Qué?» «¡Algo!» Y Esteban la vio salir de la casa, impetuosa, enardecida, con un hombro en claro y un acero en alto, jamás vista en tal fuerza y en tal entrega. «Espérame», gritó. Y armándose con un fusil de caza, bajó las escaleras a todo correr… Hasta aquí lo que pudo saberse. Luego fue el furor y el estruendo, la turbamulta y el caos de las convulsiones colectivas. Cargaban los mamelucos, cargaban los coraceros, cargaban los guardias polacos, sobre una multitud que respondía al arma blanca, con aquellas mujeres, aquellos hombres que se arrimaban a los caballos para cortarles los ijares a navajazos. Gentes envueltas por pelotones que desembocaban por cuatro calles a la vez, se metían en las casas o se daban a la fuga, saltando por sobre tapias y tejados. De las ventanas llovían leños encendidos, piedras, ladrillos; derramábanse cazuelas, ollas, de aceite hirviente, sobre los atacantes. Uno tras otro iban cayendo los artilleros de un cañón, sin que la pieza dejara de disparar -con la mecha encendida por hembras enrabecidas, cuando ya no quedaron hombres para hacerlo. Reinaba, en todo Madrid, la atmósfera de los grandes cataclismos, de las revulsiones telúricas -cuando el fuego, el hierro, el acero, lo que corta y lo que estalla, se rebelan contra sus dueños- en un inmenso clamor de Dies Irae. Luego vino la noche. Noche de lóbrega matanza, de ejecuciones en masa, de exterminio en el Manzanares y la Moncloa. Las descargas de fusilería que ahora sonaban se habían apretado, menos dispersas, concertadas en el ritmo tremebundo de quienes apuntan y disparan, respondiendo a una orden, sobre la siniestra escenografía exutoria de los paredones enrojecidos por la sangre. Aquella noche de un comienzo de mayo hinchaba sus horas en un transcurso dilatado por la sangre y el pavor. Las calles estaban llenas de cadáveres, y de heridos gimientes, demasiado destrozados para levantarse, que eran ultimados por patrullas de siniestros mirmidones, cuyos dormanes rotos, galones lacerados, chacos desgarrados, contaban los estragos de la guerra a la luz de algún tímido farol, solitariamente llevado por toda la ciudad, en la imposible tarea de dar con el rostro de un muerto perdido entre demasiados muertos… Ni Sofía ni Esteban regresaron nunca a la Casa de Arcos. Nadie supo más de sus huellas ni del paradero de sus carnes.
Fuente: http://lapupilainsomne.jovenclub.cu/2011/05/el-pueblo-entero-de-madrid/