Los aplausos y ovaciones en el parlamento no se dan precisamente poco. De hecho, parece como si televisar los debates parlamentarios haya potenciado en ellos determinados rasgos que los acercan más al show que a la práctica política. Y en este tipo de formato, ¿por qué cobra mayor importancia el aplauso? Porque es una forma […]
Los aplausos y ovaciones en el parlamento no se dan precisamente poco. De hecho, parece como si televisar los debates parlamentarios haya potenciado en ellos determinados rasgos que los acercan más al show que a la práctica política. Y en este tipo de formato, ¿por qué cobra mayor importancia el aplauso? Porque es una forma de hacer público que se coincide con lo dicho. Sin embargo, en los platós de televisión los aplausos se producen espontáneamente, al no haber relación personal con quien habla, aunque cuando hay algún tipo de trato con el orador, esa espontaneidad probablemente se reduzca. Pero, ¿qué sucede cuando existe además una relación de poder? Este asunto ha dado pie incluso a historias, como la de aquella campanilla que sonaba para indicar cuando debían cesar los vehementes aplausos que se producían después de los discursos de Stalin. Nadie quiere ser el primero en dejar de aplaudir cuando ha hablado su jefe.
La importancia de este hecho puede relacionarse con dos elementos presentes en los sistemas parlamentarios. El primero es aquel principio aristocrático en el que se basan los regímenes representativos, por el cual se supone que los elegidos en las elecciones son los más aptos para su puesto. El segundo, sería la presuposición de un debate, en el parlamento, encaminado a que las decisiones que se tomen en él sean las mejores para la población. ¿Realmente es así?, ¿no interfiere ningún otro elemento en esta idílica ecuación política? En realidad, en las elecciones no se elige a nadie, ya que los candidatos han sido escogidos previamente. El papel reservado a los electores se limita a ratificar una de las distintas listas que el jefe del partido en cuestión, sea en su nivel estatal o provincial, ya ha conformado. ¿Y esto por qué es relevante? Porque establece una relación de poder.
En lo concerniente al segundo de los puntos, ¿puede una deliberación en estas circunstancias favorecer a la ciudadanía?, ¿cómo es posible que una minoría dividida a su vez en facciones (con intereses y metas propias) encuentre aquello que sea bueno para la mayoría? Cada una de estas facciones tiene una ideología, por lo tanto una manera particular de interpretar el mundo, pero a su vez deseará aumentar su cuota de poder. Esto acaba dando lugar a una situación verdaderamente dantesca: ¡los partidos en petit comité, antes del debate parlamentario, ya decidieron lo que han de votar sus miembros! ¿Entonces qué ocurre con la deliberación? Queda reducida a una escenificación en donde cada partido lanza proclamas a su parroquia y trata de conseguir nuevos votantes, mientras busca rentabilizar al máximo su cuota de poder en cada una de las votaciones de la cámara.
Este escenario dificulta enormemente el entendimiento entre grupos políticos, puesto que en realidad saben que, salvo pactos entre pasillos, no van a hacer cambiar de opinión a otros grupos. Por eso mismo, las razones esgrimidas por los distintos portavoces no buscan convencer a los demás, sino defender, cara a la galería, sus dogmáticas decisiones. En este sentido, conseguir el mejor aplauso se ha convertido en pieza clave de la dinámica parlamentaria. Cada parte destacada de los discursos, o cualquier aprobación de una norma, debe contar con la pública aprobación del resto de miembros del grupo, los cuales, pese a que coincidan, no escatiman energías en demostrar su adhesión, ya que no aplaudir equivale a declararse sutilmente en rebeldía. La consigna no deja lugar a dudas: la lealtad al partido requiere una exhibición del mejor júbilo posible.
Juan Carlos Calomarde García es licenciado en Ciencias Políticas y doctorando en Ética y Democracia.
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