En su más reciente reporte sobre el país caribeño, Crédit Suisse estimó que el Producto Interno Bruto (PIB) de Venezuela se expandió a ritmo de 8.5% en el año 2021, una cifra que supera incluso las estimaciones del gobierno venezolano. Hace apenas cuatro meses, sin embargo, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) proyectaba que, en un contexto dominado por un “efecto rebote” que ubicaba el crecimiento regional promedio en 5.9%, la economía venezolana seguiría contrayéndose, por séptimo año consecutivo, a ritmo de -4%.
¿Cómo explicar una disparidad tan grande entre percepción y realidad?
La explicación radica en que la narrativa dominante sobre Venezuela ha terminado acuñando la idea según la cual ese país sería incapaz de retomar la senda de la prosperidad económica sin antes superar el conflicto político y geopolítico en el cual se ha visto inmerso. Una Venezuela gobernada por el chavismo y enfrentada al gobierno estadounidense estaría, de acuerdo con esta visión, condenada al declive.
Y ciertamente, algunos apóstoles de la catástrofe no han escatimado esfuerzos para convertir su prédica en profecía autocumplida. Así, el gobierno de Estados Unidos impuso sobre Venezuela un durísimo paquete de sanciones que profundizó la crisis social y humanitaria más grave de la historia de América Latina. En años recientes, la sociedad venezolana ha sido colectiva e intencionalmente castigada a nombre de una política que, como era previsible, fracasó en su propósito de imponer un “cambio de régimen”.
Desde el año 2019, a Venezuela se le privó prácticamente de todos sus ingresos en dólares, una vez que la empresa petrolera nacional, PDVSA, fue sancionada. Ya para agosto de 2017, las sanciones al Estado venezolano habían cerrado el acceso tanto del gobierno como del sector petrolero al financiamiento internacional, precipitando el default de la deuda soberana y la caída de la producción de hidrocarburos. Más recientemente, mientras el mundo batía récords de expansión en el gasto y el endeudamiento públicos para luchar contra los efectos de la pandemia, Venezuela fue simplemente abandonada a su suerte, viéndose obligada a enfrentar el impacto generado por el COVID-19 con las arcas vacías. Dos años después del primer confinamiento, a Venezuela se le sigue negando el acceso al financiamiento de emergencia del Fondo Monetario Internacional y a los Derechos Especiales de Giro, que incluso países en guerra civil como Libia han logrado recibir.
Desconcertados por el auge comercial que se puede palpar en las principales urbes del país, algunos comentaristas han acreditado la tesis de una burbuja pasajera e intrascendente. Pero la realidad es muy distinta, pues las transformaciones que han venido remodelando la economía venezolana en años recientes están obrando a profundidad. Sin lugar a duda, las orientaciones de política macroeconómica seguidas por el gobierno venezolano han dado un giro de 180 grados, lo cual ha empezado a rendir dividendos.
En agosto de 2018, el gobierno venezolano derogó la ley que prohibía la libre circulación del dólar en la economía doméstica, al tiempo que tomó la decisión estratégica de reducir progresivamente el financiamiento monetario del déficit fiscal. Esta jugada buscaba atacar de raíz el obstáculo fundamental que separaba a Venezuela de cualquier posibilidad de crecimiento: la hiperinflación. La legalización del dólar, moneda en la cual están denominados los activos privados venezolanos en el exterior, habría de surtir un efecto de shock estabilizador. Estabilizador para el proceso de formación de precios, gracias al cual el sector privado nacional pudo de nuevo planificar sus negocios, estimar sus retornos sobre inversión y, sobre todo, realizarlos en una moneda estable. De forma espectacular, el ritmo de inflación pasó de un vertiginoso 191.6% mensual en enero de 2019, cuando arreciaba la política de “cambio de régimen”, a 7.6% en diciembre de 2021, mes en el cual Venezuela dejó atrás oficialmente el cáncer hiperinflacionario.
Esto creó las condiciones para que el Estado empezara a cederle espacios al sector privado en la gestión de la economía. De acuerdo con información del Ministerio de Economía y Finanzas de Venezuela, en 2019 75% de los tres millones de toneladas métricas de materia prima y alimentos que ingresaron a Venezuela fueron importados por el sector público. Ya para 2020, 92% de un total mucho mayor, cuatro millones de toneladas, lo importó el sector privado. Consecuentemente, el abastecimiento de alimentos pasó de tan solo 20% de las necesidades nacionales en 2017 a 89% en 2021. Signo de reactivación económica, la recaudación tributaria del Estado dio un salto de 53% entre 2020 y 2021, lo cual permitió una progresiva consolidación fiscal, ya que para noviembre del año pasado más de 90% del gasto público era cubierto con ingresos tributarios.
Muy a pesar de las sanciones, la estabilización macrofiscal tuvo un impacto positivo en la propia industria petrolera, donde el sector privado, esencialmente nacional, empezó a desempeñar tareas que el Estado se veía impedido de cumplir. Tal fue el caso de la comercialización del petróleo venezolano. Si la producción petrolera pasó de un piso histórico de 390,000 barriles al día en junio de 2020 a cerca de un millón en la actualidad, fue porque los exportadores privados encontraron clientes foráneos dispuestos a hacer negocios. De acuerdo con registros de la CEPAL, las exportaciones venezolanas, en esencia petroleras, crecieron 33% en 2021 con respecto al año anterior, colocando a Venezuela en el top 10 de América Latina para ese renglón, muy por encima de la media regional de 25%.
Pese a las limitaciones coyunturales, Venezuela no ha dejado de ser el mayor emporio petrolero del planeta, dotado de medio trillón de barriles de reservas y una base industrial centenaria. Los barriles adicionales que han devuelto una escala respetable a la producción venezolana, han sido producto de inversiones puntuales dirigidas a reactivar infraestructura existente, más que de costosas campañas destinadas a emprender nuevos desarrollos.
Por supuesto, los problemas y desafíos que enfrenta Venezuela siguen siendo inmensos, pues la economía que hoy empieza a levantar cabeza es apenas una fracción de lo que fue hace una década. El Estado venezolano sigue estando privado de servicios financieros tan básicos como cuentas bancarias, y el “riesgo reputacional” impone sobrecostos de usura al sector privado. No obstante, el único camino hacia la recuperación del terreno perdido es el crecimiento económico sostenido y sustentable que la sociedad venezolana ya ha empezado a transitar con esfuerzo y mérito propio. Corresponde ahora a la comunidad internacional, y a los Estados Unidos en primer lugar, cesar en su injusto hostigamiento y acompañar, para beneficio de todos, el renacer de la economía venezolana.
* Temir Porras Ponceleón es director gerente para América Latina en Global Sovereign Advisory (GSA), profesor visitante en Sciences Po Paris, y exviceministro de Relaciones Exteriores de Venezuela (2007-2013).