Siento que me están robando en mi propia casa, en mi propia calle, en mi propia ciudad, en mi propio país. Y sin tener ganas de entrar en guerra con nadie, siento que ya va siendo hora de desperezarse y batallar; y son los mismos que, si los dejaran, aspirarían hasta el aire entre las […]
Siento que me están robando en mi propia casa, en mi propia calle, en mi propia ciudad, en mi propio país. Y sin tener ganas de entrar en guerra con nadie, siento que ya va siendo hora de desperezarse y batallar; y son los mismos que, si los dejaran, aspirarían hasta el aire entre las hojas para embotellarlo y venderlo; los mismos que anexionarían a sus propiedades urbanas las azoteas del barrio; los mismos que privatizarían con eficacia los cielos de los parques; los mismos que usarían nuestras sábanas recién lavadas como velas para sus yates, y nuestra sangre -más roja que nunca- para repintar su salón; los mismos que se intercambian, capicúas, en los bancos del Congreso y en los consejos de administración de los bancos; los mismos que nos piden en la tele moderación salarial con su billetera bien llena y hartos de jamón serrano.
Y yo siento que euro a euro, en cada partida presupuestaria, en cada impuesto de la renta, en cada recorte de mi nómina, con cada sapo que me trago, con cada calificación interesada de Standards & Poor, con cada médico que echan a la calle pero también con ese otro que emigra porque le pagan con miseria su esfuerzo, con cada profesora a la que no le renuevan su contrato, con cada niño que sólo come pan, con cada joven que emplean y desemplean y vuelven a emplear, me están robando, engañando, estafando, timando, mientras alguien cuenta y recuenta sus deslocalizados beneficios, y transfiere millones de euros a un paraíso fiscal, y redondea sus discursos de austeridad siempre ajena, y se carcajea seguramente de nuestra pasividad cansina y pos-dictatorial.
Me roban a grandes tajadas pero también en pequeños trozos. De día y de noche. Aprovechando todas las Bolsas del mundo para jugarse al monopoly los miles de millones de euros que les hemos regalado, mientras la gente pierde a gritos su casa, su salud, y su trabajo. Y me roban años de vejez dichosa y descansada; me roban la paz y la calma; les roban el futuro a mis descendientes, su derecho a un trabajo digno y una vida tranquila. Y me roban, nos roban, para seguir siendo todavía más ricos. Sigilosos, cínicos, incansables.
Pero revoloteo por las habitaciones y todo está en orden aparente. Las ventanas están cerradas a la ciudad triste. Hay una calma quieta en los objetos inermes. Nadie se ha llevado ningún mueble, ni la ropa de invierno, y ahí siguen impertérritos y ajenos al anunciado desastre el televisor, la nevera y la cama. Nadie ha forzado la puerta ni entrado en casa, salvo los sonidos e imágenes de catástrofes bursátiles, aludes de desgracias monetarias y ciudadanos infelices. Pero hay un presagio levantisco, un anuncio de tormenta; hay sobre todo un abuso inclemente y severo, cada vez más descarado, un chasquido de guillotina que no cesa, que no quiere cesar; y una hartura que a cada hora se rebosa y derrama; y que casi quema, porque ya sabemos que no se conformarán nunca, porque ya sabemos que lo quieren todo y más.
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