No se asuste el lector, muy posiblemente acostumbrado a pensar teniendo como verdad absoluta la idea de que la realidad y la ficción residen en compartimientos estancos y separados. William Shakespeare ya había señalado, por boca de uno de sus inmortales personajes, que «la vida es tan solo ruido y furia en la mente de […]
No se asuste el lector, muy posiblemente acostumbrado a pensar teniendo como verdad absoluta la idea de que la realidad y la ficción residen en compartimientos estancos y separados. William Shakespeare ya había señalado, por boca de uno de sus inmortales personajes, que «la vida es tan solo ruido y furia en la mente de un idiota», y otro William (Faulkner) siguió este guión magistralmente en su novela de título mal traducido El sonido y la furia.
La vida literaria y los entretelones de la política norteamericanas están interconectados más de lo que imaginamos, aunque probablemente la madeja que une los delirios de la ficción con la realidad no pueda ser comprendida por un idiota como George W. Bush, ventrílocuo de quienes verdaderamente manejan a Estados Unidos y que por algo le habrán hecho decir al Presidente que en Cuba es ilegal reunirse más de tres personas y otras sandeces similares.
Miremos un caso, pescado en las aguas turbulentas de la prensa norteamericana. Wired, un diario que se especializa en temas de computación e internet, publicó hace unos días lo que en apariencias era una noticia más de las tantas que circulan en torno al escándalo del espionaje digital en Estados Unidos. El senador Jay Rockefeller (demócrata de Virginia y nieto del multimillonario dueño de la Standard Oil) es el principal negociador del Comité de Inteligencia del Senado para concederle inmunidad a las empresas de telecomunicaciones que ayudaron secretamente al gobierno a espiar a los estadounidenses.
Jay pretende el reajuste de las leyes de espionaje digital en EE.UU., que permita a los pulpos de las telecomunicaciones escapar de los litigios iniciados contra ellos y garantizarles una inmunidad retroactiva. Es decir, que no tengan que indemnizar a millones de personas que fueron espiadas ilegalmente, antes de que esta práctica fuera bendecida por el Congreso.
Según Wired, altos ejecutivos de la Verizon y AT&T, las dos más importantes empresas de telecomunicaciones de Estados Unidos comprometidas hasta el cuello con el espionaje doméstico, emitieron jugosos cheques personales a Rockefeller a partir de marzo de 2007, cuando comenzó el lobby en el senado y él manifestó sus intenciones de reelegirse en el cargo. Se estima que la fortuna personal de Rockefeller excede los 100 millones de dólares, pero, dice el diario, «en campañas recientes, él ha tratado de disimular su riqueza personal al proceder de uno de los estados más pobres el país y ha dicho que no gastará un solo real de su fortuna.»
¿A dónde conduce esta incestuosa relación entre los políticos y las compañías de telecomunicaciones? A doblegar la voluntad de los seres humanos, a la invasión de la intimidad y a violaciones de los derechos fundamentales de los estadounidenses. ¿Por qué la ficción y la realidad se unen en casos como este? Porque los caminos del control de los individuos y el «lavado de cerebros» vienen de muy lejos en la política yanqui y están lubricados por proyectos tan fantasiosos como macabros que han sido ordenados a la carta desde la Casa Blanca. Gracias a la fusión cada vez mejor amasada entre el gobierno estadounidense, las empresas de telecomunicaciones y las universidades, los Rockefeller y Cia. se forran cada vez mejor de dinero y de poder, AT&T y Verizon espían más eficientemente y las universidades crean, entre otros monstruitos, unas moscas voladoras con chips que vigilan a los que se manifiestan contra sucesivas guerras cada vez más letales y más tecnificadas.
La prueba de que no son nuevas estas alianzas es la propia familia Rockefeller. Nelson, el tío de Jay y vicepresidente durante la administración Ford, fue el encargado de dirigir las investigaciones sobre el espionaje ilegal de la CIA a los estadounidenses, que se revelara en la década del 70 del siglo pasado después del escándalo Watergate.
Nelson Rockefeller y los jefes de la Agencia Central de Inteligencia y de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) se encargaron de echar debajo de la alfombra, junto con las escuchas espías, una serie de macabros experimentos con drogas para el control mental de los individuos. Se trataba, nada menos, que la continuación de los programas realizados por los nazis en Dachau, que demostraron hasta donde puede llegar la crueldad en nombre del «progreso científico» y de la «defensa del país».
¿Qué intentarán ocultar ahora? Nada que no sea la ciencia y la ficción del poder tratándose de imponer en la realidad, mientras se escucha el ruido y la furia de un idiota. Como en Macbeth.