Las empresas de reparto a domicilio de Estados Unidos explotan la dinámica del amo-sirviente en sus campañas publicitarias
Nueva economía. J. R. MORA
En agosto del año pasado Yelp vendió a Grubhub su recientemente adquirido servicio de reparto a domicilio, Eat24, en un acuerdo que concentraba en menos de una docena de operadores la siempre cambiante lista de empresas dedicadas al reparto de comida. A pesar de que Eat24 estuvo en manos de Yelp poco tiempo, su última campaña publicitaria conjunta era sorprendente, aunque solo sea porque dejaba al descubierto el pacto social oculto detrás de este sector tecnológico de servicios. Es cierto que, a primera vista, era fácil pasar por alto el mensaje, ya que el eslogan parecía una incongruencia: «¿Te encanta la comida pero odias los pantalones?»
Hay, por supuesto, muchas razones para pedir comida a domicilio, pero este anuncio solo se centra en una: el consumidor, que quiere comida, no quiere ponerse presentable para salir a la calle. Es un sentimiento con el que es fácil identificarse. ¿No está todo el mundo en contra de los pantalones? De hecho, la mayoría de los animales de los dibujos animados parecen odiarlos tanto que solo llevan camisa.
El eslogan publicitario prioriza la preferencia del cliente obviando que si pides comida a domicilio, una persona tiene que acercarse a tu casa o entrar en ella con la comida. Dicho de otro modo, el anuncio de Eat24 plasma en palabras lo que el sector del reparto de comida a domicilio basado en los pequeños encargos puntuales hace cada día en la economía en general: despoja a la persona que mantiene (a duras penas) este empleo, físicamente arduo y mal pagado, de las normas que gobiernan las relaciones socioeconómicas en el mundo exterior.
Este señuelo es uno de los muchos ejemplos de anuncios publicitarios chapuceros y desconsiderados con el trabajo de la gig economy o economía por encargo. Este mismo tema -de nuevo rebosante del talante exigente del consumidor- aparece en una reciente serie de anuncios de la empresa de reparto Seamless (que, al igual que Eat24, es propiedad de Grubhub aunque, a diferencia de Eat24, no está siendo eliminada por la empresa matriz). Las anteriores campañas de la compañía se habían basado en la ridiculización de la cocina casera como si se tratara de una vocación de perdedores dirigida a pusilánimes del extrarradio, como se desprendía de «Cocinar es tan de Jersey» o «Cocina cuando te hayas muerto o vivas en Westchester». Recientemente, sin embargo, Seamless ha cambiado de rumbo: publica anuncios que ofrecen ejemplos de «instrucciones especiales» que sus clientes pueden transmitir a los repartidores obligados a realizar la entrega programada a tiempo, cuando hacen un pedido online.
Los anuncios muestran instrucciones caprichosas -incluso se podría decir que autoritarias-. «Por favor, dibuja una ballena en la bolsa», dice una instrucción atribuida a un tal Charlie de Astoria. «No hace falta que vaya comiendo pan ni nada por el estilo, solo que crea en sí mismo». Un tal Simon de Midtown pide: «Por favor, prepárenme también una versión chiquitita de mi pedido para mi hámster.» En cierto modo, estos ejemplos tienen gracia, sin embargo, lo que resulta menos divertido es sugerir que la gente que prepara tu comida tenga que realizar tareas extra a tu antojo, y para tu puro entretenimiento, en medio de sus exigentes obligaciones laborales.
La instrucción que te deja helado es la atribuida a Tanya de Brooklyn Heights. «Vaya al 2B. Dígales que dejen de robarme el wifi. Entregue el pedido en el 2A para chocar esos cinco por el mérito». Esta broma, además, se basa en una posición de privilegio neofeudal en el que la persona responsable de entregarte la comida en casa tiene que hacer una parada adicional para hacer por ti algo socialmente denigrante, y gratis. Y como reconocimiento por esa servil tarea, se espera que el desdichado repartidor de comida acoja con algarabía la eventual admiración y gratitud del cliente.
Esta actitud de «haz cosas por mí» es la esencia misma de una empresa como Postmates, que ofrece reparto de comida entre otra serie de labores de mensajería destinadas a facilitarte el día. (Un trabajador autónomo de Postmates puede recogerte la ropa de la tintorería o hacerte la compra, por ejemplo.) Sin embargo, el calado de esta actitud, transmitida a través de la publicidad en todos los trabajos de reparto a domicilio, ha marginado aún más un tipo de trabajo ya de por sí frágil y precario.
Obviamente, estos anuncios tienen en mente una clase de cliente específico: un joven profesional que comparte piso (o barrio) con otros jóvenes en una zona de moda, que compra cosas online, que para empezar tiene dinero para gastar en comida a domicilio y que tiene unos gustos muy particulares que espera que se satisfagan. «Por favor, asegúrese de que la mayonesa es orgánica», dice un personaje de Williamsburg que se llama John en otro anuncio de Seamless. «Sí, noto la diferencia». En este caso la exigencia es palmaria. No creo que a nadie le gusten de verdad estos anuncios, sino que en conjunto construyen un mundo que recompensa y mima de forma sistemática a aquellas personas que se perciben como más importantes que otras a través del trabajo de las personas que no se perciben así. Son, según uno de los clichés favoritos del marketing de alto nivel, personas con aspiraciones.
Aunque algunos de los anuncios hacen demostraciones de cortesía formales mediante el empleo de la locución «por favor», la mayoría de estas fingidas instrucciones para el reparto están en modo imperativo: son órdenes y exigencias. Un modo más civilizado de solicitar un servicio entre personas que se consideran más o manos del mismo nivel social sería el interrogativo. ¿Qué tiene de malo hacer un pedido de forma educada? Sin embargo, tal y como todos estos anuncios dejan patente, no se hace un pedido online para preguntar si alguien te puede dar lo que quieres. Estas instrucciones especiales son el reflejo de un deseo personal, que aumenta la fantasía más elemental del cliente que da vida a la experiencia de la entrega de comida encargada a través de medios digitales: la promesa de un trato totalmente centrado en el consumidor. No solo anuncian un servicio práctico; ofrecen un estilo de vida basado en el control: te prestan el servicio a ti, no solo lo hacen por ti. Sin fisuras, en efecto.
Para los empleados de Nueva York atrapados en el lado equivocado de este contrato social, moverse por el mundo no es la juerga que sugiere la publicidad de Seamless. Según las encuestas llevadas a cabo por la Oficina Nacional de Estadística Laboral el año pasado, el sueldo medio de los repartidores de comida es de 10.85 dólares la hora. El salario mínimo de los trabajadores del sector de la restauración con propina incluida en la ciudad de Nueva York es de 8.65 dólares la hora (con un crédito de propinas de 4.35 dólares, lo que eleva el salario mínimo obligatorio por hora a 13 dólares). Este trabajo no solo está mal remunerado, sino que es muy peligroso y agotador de muchas otras formas; los trabajadores que van en bicicleta recorren las calles dominadas por vehículos más potentes y muchos tienen que utilizar sus propios teléfonos y bicicletas (muchas de las cuales les roban), lo que reduce aún más su escasa escala salarial.
La publicidad de este sector no solo menosprecia a sus operarios y repartidores; además, literalmente, no les permite replicar. Los anuncios de Grubhub alientan manifiestamente a sus clientes a que eviten las rutinarias sutilezas sociales en su trato con el servicio de reparto: «Lo genial de comer combinado con lo genial de no hablar con nadie». Sí, puedes darle menos cháchara al mensajero que está en la puerta de tu casa que al camarero del buffet indio local; sin embargo, este anuncio evoca el lujo feudal del servicio enmudecido y silencioso, de la deshumanización de este tipo de transacciones. Se ha sugerido que este tipo de anuncios son xenófobos, pero ese aire imperial despreocupado indica una aspiración más simple y también más contundente: son mediocres.
Otro anuncio de Grubhub insiste en hacer hincapié en la agradable y deferente bendición que supone que te sirva un personal silencioso: «Dile hola a pedir comida online, y despídete de tener que decir hola por teléfono». Aquí el ordenador representa la alternativa a la conversación humana, razón por la cual, quizás, esos anuncios de Seamless con «instrucciones especiales» resultan tan autoritarios y el imperativo es el modo dominante: ahora los clientes ya no tienen que presentarse a otros seres humanos ni adornar sus instrucciones con una verborrea innecesaria.
De hecho, el ordenador es el verdadero sirviente silencioso; sin embargo, el hecho de que traspase su serie de directrices a un montón de seres humanos, a diferencia de otros dispositivos a lo largo de la cadena de suministro, nunca parece penetrar en la niebla de la publicidad del reparto de comida a domicilio. En este ejemplo de un anuncio de Grubhub se sigue espetando una directriz: «Pida online. Porque ‘sin cacahuetes’ y ‘más cacahuetes’ puede sonar muy parecido por teléfono». Al parecer, el ordenador no comete los errores que podría cometer una persona. De este modo, el nuevo método de reparto es una máquina fiable -y los humanos que reparten la comida quedan integrados en ella como mediadores lamentablemente necesarios de la transacción final de entrega-.
Sin embargo, lo especialmente importante de estos anuncios es que muchos de ellos parecen sugerir que la alternativa indeseada del servicio que ofrecen es el contacto humano. «Satisfaga su deseo de una ausencia total de contacto humano», dice un petulante eslogan de Seamless. Este tipo de anuncio agorafóbico hace hincapié en que, sin el reparto de comida online, tendríamos que hacer el pedido por teléfono u (¡horror!) en persona y esperar. Todos estos anuncios pasan por alto la gran cantidad de servicios online que compiten por el privilegiado dinero de los yupis -y obvia que cualquiera que de verdad deteste hacer un pedido por teléfono no ha necesitado asumir esa tarea desde antes de que Grubhub comprara Campusfood en 2011-.
El propósito de toda esta clase de anuncios no es destacar la competencia en el mercado ni las tendencias futuras del sector de los servicios. No, es convertir a la humanidad en general en el enemigo de la satisfacción hermética del consumidor. Con esta perspectiva cuasi hobbesiana recalcada de forma categórica, no es más que un pequeño acercamiento a la postura que plantea que ciertos humanos simplemente son inferiores. Las personas que prestan los servicios que exaltan tus preferencias y satisfacen tu comodidad se convierten, de este modo, en los objetos de tu esnobismo.
Efectivamente, los servicios de reparto de comida no son los únicos operadores del mercado que venden el valor añadido existencial que hacen que parezca que los consumidores que utilizan sus servicios están por encima de las tareas que de lo contrario estarían llevando a cabo ellos mismos. TaskRabbit, que recluta autónomos para satisfacer la demanda de trabajos puntuales, expone sin rodeos la dinámica del amo-sirviente en el centro de su modelo de negocio: «Nosotros hacemos las tareas. Tú vives la vida».
Esa frase sugiere que hay toda una clase de personas a la que se le permite (o quizá incluso está predestinada) soportar malas condiciones, largas jornadas y bajos salarios para que otra clase de personas satisfaga sus deseos al instante. En su tratado Teoría de la clase ociosa, de 1899, el economista estadounidense Thorstein Veblen (que predijo este tipo de nuevo feudalismo en el mundo tecnoempresarial del siglo XX) explicó que las proezas de la clase ociosa se basan en una división del trabajo capitalista primigenia: «La institución de una clase ociosa es el resultado de una discriminación original entre empleos, según la cual algunos empleos son dignos y otros indignos». Los mensajeros van en bicicleta entre la lluvia, la nieve y el tráfico cargando paquetes enormes -todo porque el servicio que se ofrece no merece ocupar el tiempo del cliente-. Esta es la glosa de Veblen sobre el modo en que el trabajo de los subordinados se convierte en el tótem del privilegio de la clase ociosa: «Desde el punto de vista económico, el ocio, considerado como una ocupación, tiene un gran parecido a la vida de hazañas; y los resultados que caracterizan una vida de ocio y que sirven como criterios de decoro, tienen mucho en común con los trofeos que resultan de las hazañas».
Sin embargo, estos anuncios explotadores son particularmente excepcionales por sacar a la luz el guión vebleniano de nuestra vida económica. Efectivamente, están explicando que es precisamente esta dinámica lo que hace que sus servicios sean tan estupendos, tan convenientes y tan satisfactorios. Y todas estas empresas se imitan unas a otras con esta retórica: compiten por hallar la forma óptima de comercializar una mano de obra prácticamente invisible.
Este artículo se publicó en inglés en The Baffler .
Traducción de Paloma Farré.