El eslogan «salvar la Tierra» nunca me ha parecido el más apropiado a la hora de abordar la crisis medioambiental y, en particular, el cambio climático. La Naturaleza no es una entelequia estática, un objeto separado de nosotros que podemos destruir pero también preservar en un estado ideal de armonía y equilibrio. El animal humano […]
El eslogan «salvar la Tierra» nunca me ha parecido el más apropiado a la hora de abordar la crisis medioambiental y, en particular, el cambio climático. La Naturaleza no es una entelequia estática, un objeto separado de nosotros que podemos destruir pero también preservar en un estado ideal de armonía y equilibrio. El animal humano se desenvuelve socialmente en un sistema dinámico, impredecible, no lineal, en continua transformación: la biosfera, la esfera de la vida en la Tierra, que a su vez mantiene relaciones muy complejas con otros sistemas igualmente dinámicos y no lineales como la atmósfera o -grandes olvidados- los océanos. El incremento de la temperatura global a la que ha contribuido la actividad industrial de los últimos siglos podría no acabar, pese a todo, con la vida sobre la Tierra, pero sí transformarla de manera importante en un corto espacio de tiempo -en términos geológicos- y provocar una pérdida irreversible de biodiversidad, representando el cambio más radical desde el final de la era glacial (que posibilitó el nacimiento de la agricultura). Existe una narración apocalíptica, al estilo de ‘2012‘, que sólo ayuda a alimentar el cinismo de quienes están satisfechos con la manera en que evoluciona nuestro entorno. Pero no hace falta caer en semejantes simplificaciones para reconocer la encrucijada en la que nos encontramos.
Un problema político
El calentamiento global tiene una incidencia directa en la manera en la que cohabitamos este mundo y en el modo en el que interactuamos con otros sistemas y ecosistemas, en el modo en que participamos en el común y en la manera en que lo producimos. Su importancia sólo se entiende desde la (bio)política. Unos países y grupos sociales tienen más responsabilidad que otros en el cambio climático, y son también determinadas áreas geográficas y determinadas comunidades las que se verán más perjudicadas que otras por los efectos negativos del incremento global de las temperaturas. Y los factores antropogenéticos que influyen en el clima, especialmente la contaminación de la atmósfera con gases de efecto invernadero, se corresponden en lo fundamental con un modo de producción, fuerte consumidor de combustibles fósiles, que no es otro que el del capitalismo industrial (y, no lo olvidemos, el de su primo hermano el socialismo soviético).
Cambio climático y crisis económica no son, pues, dos temas diferentes de la agenda política mundial, sino dos aspectos del mismo problema. Lo que invita a la confusión es que ambas crisis corresponden a tiempos y escalas diversas, y son abordados desde culturas académicas que la Modernidad ha diferenciado entre ciencias y humanidades: una visión biológica y geológica domina en el primer caso, mientras que la perspectiva social se impone en el segundo. El clima y su relación con la biosfera obliga a borrar la frontera entre ambas culturas.
Así pues, si la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, cuya decimoquinta edición se celebra estos días en Copenhague (Dinamarca), es tan relevante -más allá de los resultados concretos a los que se lleguen en la última reunión- es porque tiene implicaciones políticas, ideológicas, ecológicas y económicas de primer orden, como finalmente han terminado por reconocer las elites transnacionales de Davos, tras décadas de luchas por parte de los movimientos ecologistas. Lo que está en discusión es, a corto plazo, la evolución del capitalismo postindustrial; a medio plazo, el planteamiento de un escenario postcapitalista; y a largo plazo, el futuro mismo de la especie humana.
En esta situación, podemos distinguir, simplificando, tres argumentaciones, una vez descartadas las negacionistas: por un lado están quienes, aceptando la necesidad de actuar políticamente, pretenden modificar lo menos posible el modelo neoliberal; por otro lado hay quienes promueven un «new deal» que incluya reformas económicas supuestamente «verdes» pero que tendrían en realidad efectos medioambientales y redistributivos perversos y podrían acelerar las políticas de acumulación por desposesión (adquisición de tierras para agrocarburantes, por ejemplo); y, finalmente, encontramos a los que sostienen que sólo una modificación profunda y progresiva de nuestra manera de vivir, tanto en lo que se refiere a la democracia como al modo de producción y consumo, puede afrontar la cuestión del cambio climático de manera justa (muchos emplean la expresión «green new deal» en este sentido). Cada uno de estos grupos es bastante heterogéneo.
Cuánto cuesta contaminar
Una herencia del primer planteamiento es el mercado de derechos de emisiones de CO2 que creó el Protocolo de Kioto a instancias de los Estados Unidos de Bill Clinton, Al Gore y Lawrence Summers, y que se considera la principal herramienta en la «lucha contra el cambio climático». El comercio (trade) de derechos de emisión es un sistema por el cual los gobiernos o entidades supranacionales asignan a las empresas cuotas para sus emisiones de gases de efecto invernadero en función de los límites (cap) máximos de contaminación fijados para un determinado período (de ahí que se conozca al sistema como cap and trade). Cada «derecho» autoriza al titular a emitir una tonelada de CO2.
Para entender mejor su funcionamiento, veamos qué sucede en la Unión Europea. En virtud de Kioto, a la UE se le ha asignado una cantidad autorizada de emisión de CO2 y de otros gases de efecto invernadero (equivalentes en dióxido de carbono). Esos derechos de emisión para el período 2008-2012 se establecieron en 1997 en relación con los niveles de 1990, afectados de un porcentaje de reducción del 8 % con respecto a ese año. Esa es la cantidad que Europa puede contaminar. Si, por las razones que sea, las empresas de la UE no pueden llegar a cumplir con sus compromisos de reducción, entonces tienen la posibilidad de comprar a otro país, como Rusia, permisos de emisión que dicho país no ha necesitado usar (gracias, dicho sea de paso, al colapso de la economía soviética, el mayor recorte de emisiones que se ha dado en la era industrial). Para poner en funcionamiento este sistema, la UE creó, además, un régimen comunitario de comercio de emisiones propio (ETS por su siglas en inglés) que se articula en torno a planes nacionales de asignación (que en el futuro será reemplazado por una asignación única comunitaria). Otros países desarrollados han instaurado sistemas cap and trade similares.
Este mercado refleja un notable esfuerzo por «endogeneizar» o internalizar las externalidades negativas de la actividad económica, en este caso mediante la atribución de un precio no a la propiedad de una mercancía, sino al derecho de uso de un bien común como es la atmósfera. Hay otras maneras de hacerlo, vía impuestos por ejemplo, opción que los Estados descartaron en una época en la que el neoliberalismo se presentaba como la única alternativa posible. Hasta entonces lo que se había hecho era o bien «exogeneizar» estas externalidades -deslocalizando industrias contaminantes- o mantener la posibilidad de extraer constantemente externalidades positivas sin tener en cuenta el coste de las negativas. Por esta razón, los partidarios del comercio de derechos ven en el desarrollo de este mercado un avance. En realidad, más que un mercado «libre» se trata de un mercado fuertemente administrado por los Estados e instancias supranacionales, pues las asignaciones de derechos que hacen los gobiernos sobredeterminan el juego de la oferta y la demanda y por tanto los precios. Los socialdemócratas sostienen que ahora hay reglas donde antes no las había, y es cierto. Lo que es discutible son las consecuencias que imponen dichas reglas.
En la práctica este esquema no ha servido por el momento para incentivar las reducciones de emisiones y contribuir a mitigar el calentamiento global. Ante la presión de las empresas industriales y debido a las dificultades para calcular estas externalidades, se otorgaron de forma gratuita más derechos de lo que necesitaban las empresas que contaminan. En la UE esto generó, sobre todo en la primera fase de la implantación del ETS, un excedente de permisos que se han vendido a otras empresas contaminantes y que así evitan tener que reducir sus emisiones de gases. Como el número de permisos se calcula de acuerdo con los niveles existentes de contaminación, resulta que quienes han contaminado más en el pasado son los que reciben las mayores ayudas. Este factor, junto con la crisis económica actual, ha contribuido al desplome de los precios de los derechos de emisiones (carbon crunch), lo que a su vez desincentiva las reducciones previstas al disponer las empresas de excedentes de derechos que pueden «titulizar» y vender en los mercados secundarios.
Otro mecanismo flexible es el mecanismo de compensación de carbono del Mecanismo de Desarrollo Limpio, que gestiona Naciones Unidas, por el cual los países más industrializados pueden invertir en proyectos de reducción de emisiones en los países menos desarrollados y de esta manera superar los límites de contaminación (al obtener una especie de crédito). La supuesta reducción en la emisión se calcula sobre la hipótesis de cuántos gases de efecto invernadero hubieran entrado en la atmósfera en ausencia del proyecto (1). Un cálculo, como mínimo, aventurado, que queda en manos de empresas consultoras, y que según la red Carbon Watch incrementa -en lugar de reducir- las emisiones globales debido a las numerosas lagunas que existen en su regulación. De nuevo, se trata de asignar un precio mediante la creación de un mercado y de concebir las finanzas como una forma de gobernanza de la vida y de atrapar el futuro en el presente.
Cuestión de tiempos
Antes he sugerido la idea de diferentes temporalidades y escalas que se entrecruzan a la hora de abordar el cambio climático. La referencia a la especie humana nos sitúa en un tiempo muy largo, geológico. El marco temporal de la política era hasta hace poco mucho más estrecho, y si bien en ocasiones podemos retrotraernos en la discusión a los albores de la contemporaneidad, con el surgimiento del capitalismo, difícilmente escapamos al corto plazo de la longevidad humana. En este marco la especie humana se encuentra polarizada en divisiones sociales múltiples que dan lugar a interacciones y conflictos.
La perspectiva ecologista obliga por tanto a superponer todas estas temporalidades, lo que no resulta nada fácil. Esto se puede comprobar en el agrio debate que se está dando en el citado tercer grupo, el de los que privilegian una transformación hacia una sociedad más justa y sostenible, y que corre el riesgo de reproducir una falsa alternativa entre reforma y revolución o peor, entre ecología y economía. En el último número de la revista digital Turbulence (2) , Frieder Otto Wolf, ecosocialista alemán, y Tadzio Mueller, editor de la revista y miembro de la Climate Justice Action Network (ahora detenido en Copenhague), discrepan sobre el alcance de un posible consenso global sobre el clima. Mientras Otto Wolf sostiene que hay que «secuestrar el acuerdo» entre la constelación de fuerzas realmente existentes, en lugar de rechazarlo a la espera de un mundo no capitalista, Mueller estima que es necesaria la construcción de sujetos antagonistas, lo que «sólo se puede hacer marcando una clara oposición a las propuestas que están sobre la mesa«.
En este punto puede ser de utilidad la referencia de Immanuel Wallerstein sobre el malentendido que surge al enfatizar tiempos políticos diferentes, ya sea el corto, el medio, o el largo plazo (3). Otto Wolf se centraría en la agenda política de corto plazo (la «emergencia climática», aunque con un ojo sobre el largo plazo), mientras que Mueller insiste en lo que Wallerstein denomina la agenda política de medio plazo, que corresponde, como mencioné antes, a las estrategias de superación del capitalismo. Si en el corto plazo, la estrategia es la del compromiso y la elección del mal menor, en el medio plazo no cabe compromiso alguno, sino la lenta construcción de los movimientos, de otra sociedad.
En un reciente ensayo (4), el historiador bengalí Dipesh Chakrabarty pretende superar esta disyuntiva, precisamente con una reflexión sobre las temporalidades históricas. Chakrabarty se pregunta si hablar de especie humana acaso no sirve para enmascarar la realidad de la producción capitalista y la lógica de la dominación imperial. Un término tan inclusivo oculta la responsabilidad específica de los países más ricos y de las clases dirigentes de los países más pobres. Dicho de otro modo: «¿Por qué no podría bastar la narrativa del capitalismo -y por tanto su crítica- como marco para interrogarse acerca de la historia del cambio climático y comprender sus consecuencias?»
Chakrabarty se responde a sí mismo argumentando que cualquiera que sea el modelo socioeconómico,
«no podemos permitirnos desestabilizar las condiciones (tales como el rango de temperatura en el que existe el planeta) que funcionan como parámetros fronterizos de la existencia humana. Estos parámetros son independientes del capitalismo o del socialismo. Han permanecido estables durante mucho más tiempo que las historias de estas instituciones y han permitido a los seres humanos llegar a ser la especie dominante sobre la Tierra. Desafortunadamente, ahora nos hemos convertido en un agente geológico que perturba estas condiciones paramétricas que necesitamos para nuestra propia existencia.
Con esto no quiero negar el papel histórico que los más ricos, y especialmente las naciones occidentales del mundo, han jugado al emitir gases de efecto invernadero. Pensar como especie no implica resistir las políticas de la «responsabilidad común pero diferenciada» que China, India y otros países en desarrollo desean seguir cuando se trata de reducir sus propias emisiones. Si responsabilizamos a los que son culpables retrospectivamente – es decir, culpar a Occidente por sus acciones pasadas- o aquellos que son culpables prospectivamente (China acaba de superar a los Estados Unidos como el principal emisor absoluto de dióxido de carbono, aunque no per cápita) es una pregunta que sin duda está vinculada a las historias del capitalismo y de la modernización. Pero el descubrimiento científico del hecho de que los seres humanos se han convertido en este proceso en un agente geológico apunta hacia una catástrofe compartida en la que todos hemos caído »
Y concluye:
«Por tanto resulta imposible entender el calentamiento global como una crisis sin comprometer las propuestas que avanzan estos científicos. Pero al mismo tiempo, la historia del capital, la historia contingente de nuestra caída en el Antropoceno, no puede negarse mediante el recurso a la idea de la especie, porque el Antropoceno no hubiera sido posible, ni siquiera como teoría, sin la historia de la industrialización. ¿Cómo podemos mantener las dos ideas juntas mientras pensamos la historia del mundo desde la Ilustración? ¿Cómo nos relacionamos con una historia universal de la vida -esto es, con un pensamiento universal- mientras retenemos lo que tiene un valor obvio en nuestra sospecha postcolonial de lo universal? La crisis del cambio climático reclama pensar simultáneamente en ambos registros, mezclando las cronologías inmiscibles de las historias del capital y de la especie. Esta combinación amplía, sin embargo, de diversas maneras, la misma idea de la comprensión histórica.»
Chakrabarty piensa como historiador, pero lo mismo podría aplicarse al terreno político.
Evitar el shock
Volviendo a Copenhague y lo que venga, luchar porque los acuerdos que se deriven de este proceso sean mínimamente «aceptables» no excluye que este juicio de conformidad opere siempre dentro de una agenda política de medio plazo (una o dos generaciones), de transición del vigente modelo económico y político a otro diferente.
Los gobiernos y las corporaciones también abordan la problemática de los tiempos, pero por medio de las finanzas. Al insistir en esta vía existe el riesgo de que el «shock» climático (5) presente nuevas oportunidades para la explotación y la acumulación, por medio de mecanismos como la deuda (6) o a través de la normativa del comercio internacional (7). Los movimientos sociales que se han desarrollado en torno al Foro Social Mundial han demostrado cómo la deuda externa ha servido, bajo el neoliberalismo, para transferir ingentes recursos a los países desarrollados e imponer modelos de desarrollo basados en grandes inversiones «sucias» enfocadas a la exportación. Estas inversiones por lo general implican fuertes emisiones de carbono (desde la industria extractiva minera hasta la producción masiva de celulosa o de soja transgénica), sin tener en cuenta la deuda ecológica y climática que los países más avanzados habrían contraído con el sur ni los formidables procesos de privatización que traen consigo.
A su vez, las reglas de la Organización Mundial de Comercio dificultan, cuando no contradicen abiertamente, la aplicación de los acuerdos multilaterales sobre el medio ambiente. El último capítulo es el energético, donde en nombre de la seguridad en el aprovisionamiento se promueve la extracción de combustibles fósiles (gas natural) y se desempolvan viejos planes nucleares. Propuestas que tienen mucho que ver con sistemas centralizados de producción y distribución de la energía que necesitan crear una demanda siempre en aumento.
Muchas de las propuestas que se están debatiendo continúan en la línea de la monetarización y la creación de títulos de propiedad o equivalentes para aprovechar los bienes comunes. El programa REDD de Naciones Unidas, creado a raíz de una propuesta del Banco Mundial, parte de la premisa de que sólo asignando un valor monetario a los bosques se puede evitar la deforestación, sin que a este respecto se tenga en cuenta ni los conflictos no resueltos sobre los derechos sobre la tierra ni la distinción entre plantaciones privadas y tierras comunitarias. Otras propuestas se basan también en el mercado: dudosos esquemas de certificación a menudo controlados por transnacionales, producción masiva de biocarbón, liberalización de bienes y servicios medioambientales, etc.
Por tanto, no se puede discutir acerca de los sumideros de carbono o del biocarbón, en relación con el cambio climático, con independencia de la cuestión de la propiedad y las formas de organización, locales y globales, de la especie humana. En sí mismo, el biocarbón (la producción de carbón de manera artificial a partir de la biomasa) no es ni bueno ni malo. Por un lado, históricamente se ha usado como fuente de energía y como fertilizante natural en la agricultura. Sin embargo, cuando se propone como «solución» para mitigar el cambio climático, desde una concepción de mercado, se acaba considerando una producción a gran escala que inevitablemente requiere dedicar millones de hectáreas a la producción de biomasa (mediante plantaciones privadas de árboles genéticamente modificados), desplazando otros usos de la tierra y generando fuertes impactos en la producción de alimentos y en la biodiversidad, como se ha comprobado con la producción masiva de agrocarburantes.
Para evitar una burbuja «verde» y sus posibles «shocks» habrá que continuar cambiando la manera de pensar y actuar políticamente, dejando de priorizar la escala global y sus representantes como el único nivel aceptable de la acción política, superando las dicotomías público/privado, economía/ecología. Dejar, en definitiva, de considerar lo común únicamente desde lo público o lo privado, o como algo que afecta únicamente a bienes naturales considerados externos a nosotros, como el clima, para pasar a la producción democrática del común.
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(1) En este apartado me baso sobre todo en el excelente informe «Carbon trading: how it works and why it fails«, publicado por la Fundación Dag Hammarskjöld (Critical currents n. 7, noviembre de 2009) y elaborado por Tamra Gilbertson y Oscar Reyes, dentro del proyecto Carbon Trade Watch del Transnational Institute.
(2) «Green New Deal: Dead end or pathway beyond capitalism», Turbulence, nº 5.
(3) «Remembering André Gunder Frank«, Immanuel Wallerstein (Monthly Review, abril de 2008).
(4) «The climate of history: four theses«, Dipesh Chakrabarty, Eurozine (30 de octubre de 2009).
(5) Analogía con la «doctrina del shock» de Naomi Klein, empleado por Slavoj Zizek, según el relato de James Burguess en «Everybody’s gone green», New Statesman (24 de noviembre de 2009).
(6) «The climate debt crisis: why paying our dues is essential for tackling climate change«, Jubilee Debt Campaign & World Development Movement (noviembre de 2009).
(7) «Change trade, not our climate«, Ronnie Hall, Our world is not for sale (OWINFS) network (6 de octubre de 2009).
Fuente:http://www.javierortiz.net/voz/samuel