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El síndrome de Estocolmo

Fuentes: Rebelión

A poco de llegar a Suecia, directamente de la prisión como tantos otros exiliados latinoamericanos, me enteré de que el «síndrome de Estocolmo» estaba relacionado con un hecho curioso sucedido en esta ciudad en 1973, cuando un grupo de delincuentes, encapuchados y a mano armada, asaltaron el Banco de Crédito (Kreditbanken), con el fin de […]

A poco de llegar a Suecia, directamente de la prisión como tantos otros exiliados latinoamericanos, me enteré de que el «síndrome de Estocolmo» estaba relacionado con un hecho curioso sucedido en esta ciudad en 1973, cuando un grupo de delincuentes, encapuchados y a mano armada, asaltaron el Banco de Crédito (Kreditbanken), con el fin de hacerse con el botín y luego darse a la fuga.

Los delincuentes, hechos un ovillo de nervios y movilizándose torpemente, obligaron a los empleados del banco a tenderse boca abajo y con las manos en la nuca, y, posteriormente, los retuvieron en calidad de rehenes durante seis angustiosos días. Lo interesante del caso es que, cuando los delincuentes procedieron a liberarlos, las cámaras de la prensa captaron el instante en que una de las mujeres, a tiempo de despedirse, abrazaba y besaba a su secuestrador.

Este acto insólito sirvió para bautizar como el «síndrome de Estocolmo» al afecto entre los captores y sus rehenes. Es probable que esta reacción obedezca a un estado psicológico en el cual la víctima del secuestro, o persona detenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad con su secuestrador, a quien le ayuda a alcanzar sus fines y lo apoya a la hora de evadir la justicia.

Los expertos en asuntos de comportamiento humano, le atribuyen al «síndrome de Estocolmo» varias causas: 1. Tanto el rehén o la víctima como el autor del delito persiguen la meta de salir ilesos del incidente, por ello cooperan. 2. Los rehenes tratan de protegerse, en el contexto de situaciones incontrolables, en las cuales tratan de cumplir los deseos de sus captores. 3. Los delincuentes se presentan como benefactores ante los rehenes para evitar una escalación de los hechos. De aquí puede nacer una relación emocional de las víctimas por agradecimiento con los autores del delito. 4. La pérdida total del control, que sufre el rehén durante un secuestro, es difícil de digerir y, sin embargo, se identifica con los motivos del autor del delito. 5. Se sabe que el «síndrome de Estocolmo» es más frecuente en personas que han sido víctimas de algún tipo de atropello contra su dignidad, como ocurre con los miembros de una secta religiosa, niños con abuso psicológico, prisioneros de guerra, prisioneros de campos de concentración y víctimas de incesto.

Tiempo más tarde, al ver la impactante escena del «síndrome de Estocolmo» en un programa televisivo, me quedé pensando en que se parecía más al montaje de una película de ficción que a un episodio sorprendente de la vida real. Por supuesto que a una persona como yo, que sufrió las vejaciones morales y las torturas física en las mazmorras de una dictadura militar, le resulta harto extraño saber que una víctima puede enamorarse de su verdugo. No obstante, se conocen casos aislados de prisioneras que, a pesar de las secuelas de la tortura, mantuvieron relaciones sentimentales con sus torturadores; estos casos se dieron en centros de reclusión, donde algunas prisioneras acabaron cediendo a las insinuaciones amorosas de los carceleros, tras haber sido violadas y golpeadas en las cámaras de tortura.

En la actualidad existan libros, películas y documentales que, de una manera descarnada y una investigación rigurosa, nos acercan a las profundidades más oscuras del alma humana, revelándonos a personajes siniestros que, tras una bestial sesión de torturas, son capaces de compadecerse de sus víctimas y hasta de anamorarse como en el acto más aberrante de una relación sadomasoquista. En la Argentina, por ejemplo, se cuentan casos en que los torturadores, que formaban parte de la «doctrina oficial» que los militares aplicaron «contra la subversión», mantenían «relaciones normales» con sus víctimas después de torturarlas. En el documental «El alma de los verdugos», realizado por el periodista español Vicente Romero y el juez Baltasar Garzón, que echa luces sobre los crímenes cometidos en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada , los relatos más conmovedores corresponden a ex prisioneras políticas, quienes confiesan cómo sus torturadores las invitaban a salir a cenar, para después volver a ponerles cadenas, grilletes y encapucharlas. Estos relatos, que hablan de esa zona de tinieblas y ambigüedades del subconsciente, contraponen la indefensión y el poder absoluto, la humillación y la fascinación, en unas relaciones atormentadas y confusas entre víctimas y verdugos, que resultan casi incomprensibles para el común de los mortales.

No sé si estos casos aislados corresponden al llamado «síndrome de Estocolmo», pero al menos pienso que podrían considerarse como el «síndrome de Santiago de Chile», el «síndrome de Buenos Aires», el «síndrome de Montevideo», el «síndrome de Asunción» o el «síndrome de La Paz», aunque, en honor a la verdad, no conozco a una sola prisionera boliviana que se hubiese enamorado de su torturador ni de su carcelero, quizás, porque estaban asqueadas de la conducta inhumana y perversa de estos seres abominables, quienes tenían el sucio oficio de «arrancarles toda la información», por las buenas o por las malas, con tal de cumplir con los objetivos trazados por la tristemente famosa «Operación Cóndor».

El «síndrome de Estocolmo» me sigue pareciendo un fenómeno raro en el campo de la psiquiatría moderna, cuyos expertos han confirmado que este síndrome puede tener, como lo señalamos líneas arriba, varias causas, que van desde los traumas emocionales de la infancia hasta las relaciones sadomasoquistas entre una rehén y su secuestrador.

El «síndrome de Estocolmo», que desde hace tiempo me suena a frase rocambolesca, es la expresión de una realidad, igual de rocambolesca como el nombre que la define, donde una relación sentimental compleja y contradictoria puede encontrar un desenlace imprevisible o, en el peor de los casos, terminar en el pozo traumático de la víctima y en la impunidad de su verdugo.