La crisis financiera europea no terminó, acaba de comenzar. En el largo plazo, la tragedia griega aparecerá como un episodio menor. No es difícil para los argentinos comprender el origen de la crisis, aunque es sorpresivo por qué una de las regiones más ricas del mundo y una referencia global para el crecimiento con equidad […]
La crisis financiera europea no terminó, acaba de comenzar. En el largo plazo, la tragedia griega aparecerá como un episodio menor. No es difícil para los argentinos comprender el origen de la crisis, aunque es sorpresivo por qué una de las regiones más ricas del mundo y una referencia global para el crecimiento con equidad social se está suicidando al adoptar medidas de austeridad que profundizan la crisis.
La Unión Monetaria Europea (EMU, por sus siglas en inglés) nació de un diseño político francés que pretendía atar para siempre el destino de la Alemania post-unificación a Europa occidental. De otro modo, la nueva Alemania hubiera mirado hacia el este, como lo hizo de todas formas al convertirse en el eje manufacturero de Europa del este, hacia donde descentralizó sus producciones de menor valor agregado. Al participar de la EMU, Italia y otros países apuntaron a importar la disciplina fiscal, monetaria y laboral alemana.
Los economistas de Estados Unidos alertaron a los europeos que la EMU no era un «área monetaria óptima», ya que era muy heterogénea en términos económicos, culturales y lingüísticos. Las elites europeas lo vieron como una conspiración norteamericana para impedir el nacimiento de una nueva divisa internacional. Sea lo que fuera, lo que sucedió entre 1999 y 2008 es una historia conocida para los argentinos. La liberalización financiera y la fijación del tipo de cambio generaron enormes flujos financieros desde el «núcleo» europeo -Alemania, Holanda, Austria y Finlandia- hacia la «periferia» -fundamentalmente, España, Grecia e Irlanda-. Estrictamente, Francia e Italia no pertenecen a ninguno de los grupos, la industria manufacturera italiana se ubica segunda sólo por detrás de Alemania y esto evidencia las diferencias entre Italia y España. Los flujos de capitales condujeron a un boom de la construcción en Irlanda y España e impulsaron el despilfarro del gobierno en Grecia. Esto condujo a un efímero crecimiento en esos países, acompañado por una inflación relativamente elevada y la consecuente pérdida de competitividad. Las cuentas externas se volvieron negativas y acumularon un enorme caudal de deuda, principalmente con Alemania.
Asimétricamente, desde fines de la década del 90, bajo el gobierno social- demócrata del canciller Schroeder, Alemania adoptó una política mercantilista de moderación salarial y fiscal junto con flexibilización laboral. Por un lado, comprimía la demanda doméstica y la inflación y, por el otro lado, financiaba la demanda agregada en la periferia. Esto se convirtió en la desembocadura del modelo de crecimiento alemán basado en las exportaciones.
El único problema es que la periferia acumuló enormes cantidades de deuda externa sin tener la capacidad para, eventualmente, terminar con los desbalances devaluando sus monedas, como hizo Argentina en 2002 o Italia en 1992, luego de los desequilibrios creados por el Sistema Monetario Europeo en los 80. A fines de 2009, los mercados financieros comenzaron a dudar de la solvencia de las economías periféricas. La crisis golpeó a Grecia, Irlanda, Portugal en 2010 y a la tercera y cuarta economía de la EMU, España e Italia en 2011. Como consecuencia de la caída en los ingresos fiscales y el rescate público del sector bancario en países como Irlanda y España, los problemas de deuda privada se convirtieron en un problema de deuda pública.
La respuesta europea ha sido caracterizada históricamente por ser sistemáticamente «muy chica, muy tarde». Los fondos de emergencia europeos fueron concebidos para evitar el default de los gobiernos periféricos. Sin embargo, hay un inconveniente: una parte significativa de esos recursos viene de los mismos países que necesitan el financiamiento, un círculo vicioso. Contra el deseo de Alemania, el Banco Central Europeo (BCE) tuvo una tímida intervención para sostener las deudas soberanas periféricas, pero sólo lo suficiente para evitar el colapso de la EMU y no para mantener en niveles sostenibles las tasas de interés sobre esas deudas (los dos miembros alemanes del directorio del BCE renunciaron en protesta durante 2011).
Los alemanes se oponen a que el BCE actúe como prestamista de última instancia para los países y bancos, la principal razón por la cual fueron creados los bancos centrales. La idea de un banco central que coopere democráticamente con la política fiscal fue parte de la reciente reforma del Banco Central argentino. Pero los líderes alemanes, los gobernantes demócratascristianos y la oposición socialdemocrata, comparten, consciente o inconscientemente, un diagnóstico errado de la crisis europea. En nombre de un inexistente peligro inflacionario, rechazan el accionar firme del BCE para calmar a los mercados al actuar como el máximo garante/protector de las deudas periféricas. Es más, Alemania impuso medidas de austeridad fiscal sobre la periferia argumentando que el derroche fiscal es el responsable de la crisis.
El resultado es una situación económica y social en deterioro. Alemania espera sobrevivir, a pesar de la caída de los mercados periféricos europeos, mirando hacia las economías emergentes. La única acción efectiva fue tomada en diciembre pasado por el titular del BCE, Mario Draghi, nuevamente con la oposición alemana, al prestarle a los bancos europeos un billón de euros por tres años a una tasa de uno por ciento con la expectativa de que una parte se utilice para sostener las deudas soberanas. Esa operación sirvió como alivio de corto plazo, pero ahora los bancos tienen más bonos de deuda, una situación nada tranquilizadora dado que las causas que generaron la crisis siguen presentes.
Los países europeos están en un escenario kafkiano: locos si se quedan, locos si se van. Por un lado, el quiebre de la Eurozona devastará al sistema financiero global, dado que cualquier país endeudado entrará en default al mismo tiempo. Por otro lado, Alemania se opone a la solución más razonable: permitir que el BCE sostenga la deuda europea, impulsar la demanda interna alemana permitiendo que los salarios y el gasto fiscal aumenten, implementar un enorme Plan Marshall europeo para la periferia emitiendo eurobonos.
Este es el triste final de una linda historia europea de construcción de una sociedad justa y eficiente. Tal vez, cuando las cosas empeoren, incluso para los alemanes, el fracaso de la austeridad lleve a medidas más progresivas. Sin embargo, eso no compensará el sufrimiento innecesario que imponen las políticas vigentes sobre millones de europeos. La presión de Estados Unidos y las economías emergentes para que Alemania asuma un liderazgo regional y global y no se comporte como Suiza serían de gran ayuda.
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-191938-2012-04-16.html