Mi primer contacto con el judaísmo fue de niño, en Villa Luro, el barrio de la ciudad de Buenos Aires donde me crié. A dos casas de la mía vivía un humilde anciano judío de origen polaco, probablemente un sobreviviente de la Shoá. Era un hombre altísimo y canoso, muy afable, de oficio peletero. Conversaba […]
Mi primer contacto con el judaísmo fue de niño, en Villa Luro, el barrio de la ciudad de Buenos Aires donde me crié. A dos casas de la mía vivía un humilde anciano judío de origen polaco, probablemente un sobreviviente de la Shoá. Era un hombre altísimo y canoso, muy afable, de oficio peletero. Conversaba con su mujer en ídish, y esa fue la primera vez que mis oídos escucharon un idioma diferente al castellano. Fue también mi primera experiencia de interculturalidad. Nunca supe si Mauricio -así se llamaba- era un judío creyente, pero si lo era, de seguro no profesaba el judaísmo ortodoxo. De hecho, ni siquiera era practicante. Lo que sí recuerdo bien es su biblioteca, donde abundaban libros viejos de autores de izquierda, igual que en la de mi padre, que solía dialogar con él. ¿Mauricio era sionista? Lo ignoro, pero sospecho que no…
En mi infancia tuve también un amigo judío. Hijo único, niño prodigio, pertenecía a una acomodada familia askenazí de ascendencia alemana. Era una familia culta y liberal, pero practicante. Y también sionista, pues recuerdo el cariño y entusiasmo con que hablaban de Israel.
En los primeros años de la escuela primaria solía jugar en los recreos con un compañero judío. Se llamaba David. Era rubio, pecoso y bajito, y solía ser víctima de burlas antisemitas. Le gustaban las películas y series históricas, igual que a mí. Cierro los ojos y acude a mi memoria la pasión con que me narraba los capítulos de Masada, una miniserie de los 80 dirigida por Boris Sagal -con Peter O’Toole y Peter Strauss- que recrea la heroica resistencia zelota al asedio de las tropas romanas.
A los 19 años, cuando empecé a trabajar de cadete en el barrio porteño de Once, conocí a varias personas judías más, todas ellas comerciantes, y también un par de sinagogas por dentro, así como distintos edificios de la colectividad israelita. Recuerdo, asimismo, el panorama desolador que ofrecía el solar de Pasteur 633, donde antaño estuviera la sede de la AMIA (el atentado había sido cometido dos años antes de que consiguiera mi primer empleo). Fue en aquellos tiempos de trajín en el Once -ese microcosmos tan particular que evocó Daniel Burman en su película El abrazo partido– cuando conocí a Efraín, un judío septuagenario nacido en la Rusia soviética que trabajaba como empleado en una papelera de la calle Lavalle. Era simpático y bonachón, a diferencia del dueño del negocio, su sobrino. Efraín había sido suboficial del Ejército Rojo y luchado contra los nazis durante la Segunda guerra mundial. Sus relatos familiares e históricos me cautivaban (yo acababa de iniciar la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA). Pero las purgas estalinistas «antisemitas» de posguerra lo obligaron a exiliarse. Inmigró a la Argentina con su familia. Efraín abandonó su tierra natal, pero nunca sus convicciones socialistas. Era un judío secularizado, y un acérrimo defensor del ídish. Y otra cosa más: un ferviente opositor al sionismo.
Pocos años después, gracias a las clases magistrales de José Emilio Burucúa (h.) en Filosofía y Letras, conocí a mi teórico anarquista predilecto: Gustav Landauer. Sus ensayos La Revolución (1907) e Incitación al socialismo (1911) dejaron una huella imborrable en mi subjetividad. Landauer era judío, pero tampoco era sionista. Volveremos a hablar de él al final de nuestra travesía.
Con esta digresión introductoria no busco importunar a nadie con anécdotas personales, sino despejar cualquier duda o recelo sobre la motivación que me lleva a escribir este artículo. Mis críticas al sionismo de derecha están libres de todo prejuicio o animadversión hacia el pueblo judío, cuya historia y cultura siempre me han interesado.
Silvia Sassola, una histórica periodista de la provincia de Mendoza, la conductora de varios programas de Radio Universidad que han dejado una huella en la audiencia (La Posta, La Hidra de Mil Cabezas, Voces de Babel, etc.), ha sido acusada de «antisemitismo» por el Centro Simon Wiesenthal (CSW), una de las instituciones más influyentes del lobby sionista de derecha a nivel mundial. La noticia fue propalada por la propia institución denunciante, en un comunicado que emitió el jueves 9 de mayo. Allí se afirma que la comunicadora «ejerce un antisemitismo militante […] disfrazado de antisionismo». El estupor y la indignación no podrían ser mayores: durante casi tres décadas, Silvia ha sido, desde el micrófono de la FM de la UNCuyo, una portavoz infatigable de las luchas sociales y los derechos humanos. ¿Cómo podría ella haber incurrido en algo tan aberrante como el odio racial o religioso al pueblo judío, ese odio que llevó al nazismo a perpetrar la Shoá, una de las peores tragedias homicidas de la historia?
Soy amigo de Silvia desde hace muchos años. Conozco bien sus ideas, sus convicciones, sus valores y opiniones. Muy lejos está de ser «antisemita». Numerosas personas que la valoran como profesional y como ser humano -oyentes, colegas, integrantes de la comunidad universitaria, etc.- le han hecho llegar mensajes de apoyo y aliento tan pronto como se enteraron de la intempestiva acusación del CSW. Varias de esas personas, cabe destacar, son judías. De hecho, el Centro Cultural Israelita de Mendoza también se solidarizó. Esta institución, en virtud de su Sala Ana Frank, su Kinder Club y otros espacios, es reconocida localmente por su labor cultural y social, y por su compromiso con los derechos humanos. Fundada a mediados del siglo XX por inmigrantes israelitas y descendientes, integra a nivel nacional la Federación de Entidades Culturales Judías, el Idisher Cultur Farband (ICUF). Es una pena que el CSW, sin sede en la región argentina de Cuyo, no haya consultado al Centro Cultural Israelita antes de lanzar su caza de brujas…
La denuncia ruin encontró eco en un puñado de medios de prensa: el diario mendocino El Sol, el portal nacional de noticias Perfil y algunos sitios informativos de la colectividad judía argentina como AJN, Iton Gadol, Vis a Vis y Comunidades Plus. Ninguno se contactó con la acusada para ofrecerle aquello que la ética periodística preceptúa en estos casos: la posibilidad de defenderse o de dar su propia versión. Silvia debió hacer esto por su cuenta. El sábado 11 de mayo, a las 20:47, posteó en su muro de Facebook una carta abierta a las autoridades del CSW, cuya lectura recomiendo. Sus argumentos son inapelables.
Daniel Pizzi, el rector de la UNCuyo, anunció a través de un comunicado -difundido por Unidiversidad el viernes 10- que se reunirá «en los próximos días» con una representante del CSW, y que ha ordenado «una investigación sumaria en torno a las personas que hayan podido tener una conducta que se asocie con la denuncia realizada por esa comunidad». ¿Por qué Pizzi habla de «personas»? Porque el CSW hizo otras dos acusaciones más de «antisemitismo»: contra el Lic. Julio Neme Dorah, titular de la cátedra Estudios Árabes Contemporáneos en la Facultad de Ciencias Políticas, y contra un grupo de estudiantes del DAD (el colegio secundario dependiente de la UNCuyo) involucrados en una situación de hostigamiento ocurrida hace tiempo.
Son tres situaciones totalmente diferentes, que no se deben confundir. En el caso de Silvia, solo se trata de una falsa acusación, una calumnia pergeñada como represalia. En el caso del DAD, hubo, sí, en efecto, un problema de bullying discriminatorio. Subrayemos que este triste incidente no sucedió ahora, sino el año pasado, y que la institución tomó cartas en el asunto. Es, por lo tanto, un despropósito que el CSW haya procedido como procedió: con una denuncia tremendista al rector de la universidad que fue intencionalmente publicitada en todo el mundo, a sabiendas del morbo y el sensacionalismo imperantes en la prensa. La problemática escolar del bulliyng entre adolescentes no se soluciona con punitivismo y alarmismo, sino con más y mejor educación, con información y reflexión, visibilizando, sensibilizando, concientizando, dialogando con lxs pibes y sus familias… El CSW irrumpió en el asunto con absoluta desmesura, como si se hubiese hallado en el DAD un genocida nazi prófugo de la justicia. Una manada de elefantes en pánico dentro de un bazar hubiese tenido más cuidado.
Pero, por otro lado, está el caso de Neme Dorah, que sí es grave, que sí se encuadra en la judeofobia militante. Las recurrentes y virulentas declaraciones antijudías de este docente -formuladas en clases, redes sociales, columnas de opinión y otras intervenciones públicas- son alarmantes. No menos alarmante es que la UNCuyo no haya hecho nada al respecto en todo este tiempo, cuando existe una ley antidiscriminación con tipificaciones muy claras: la ley nacional 23592. Como defensor de la causa palestina, me produce desazón que la crítica y la oposición a los crímenes y atropellos del gobierno israelí se vean ensombrecidas por la judeofobia. No dudo del compromiso solidario de Neme Dorah con Palestina, que es intenso y que encuentro sincero. Pero me resulta imposible compartir las premisas ideológicas visceralmente antijudías de su militancia, dignas de Los protocolos de los sabios de Sión: odio étnico-religioso (estigmatización de la comunidad judía como «pueblo deicida» conforme al mito neotestamentario), prejuicios y estereotipos de toda laya (avaricia, usura, desapego y deslealtad con el país natal, fariseísmo, impiedad, proceder intrigante, maldad diabólica), teorías conspiranoides («sinarquía judeomasónica», «satanismo», etc.), cita de fuentes antijudías (como algunos pasajes de los Evangelios y las diatribas de Lutero en Sobre los judíos y sus mentiras)… También simplificaciones tendenciosas, como la ecuación judaísmo = talmudismo (hay corrientes del judaísmo que no son talmúdicas: el caraísmo, el samaritanismo, las colectividades falashas o Beta Israel). Sirva a título ilustrativo este comentario de Neme Dorah, publicado en Facebook hace un año: «Vamos a las frases del maestro Jesús: Ustedes no son hijos de mi padre sino del demonio. O cuando les dijo: Raza de Víboras! Ah perdón, cierto que Jesús era adorador de Hitler». Sin palabras…
La judeofobia de Neme Dorah se entronca, por lo demás, en la tradición autoritaria y esencialista del nacionalismo argentino de derecha: MODIN, Seineldín, AUN y un largo etcétera. Es imposible acordar, desde la izquierda internacionalista y laica, con esos sectores tan reaccionarios, aun cuando se coincida puntualmente en la crítica al imperialismo yanqui y al Estado de Israel. ¿Hay que militar la causa palestina? Sí, hay que hacerlo. Pero sin militar jamás el «antisemitismo», el antijudaísmo. La selectividad crítica es un pilar fundamental del pensamiento de izquierda y la praxis revolucionaria.
Quiero enfatizar algo muy importante: nada de lo dicho aquí, nada, es pretexto para cerrar la cátedra de Estudios Árabes Contemporáneos -cuya existencia apoyo y celebro-, ni para censurar en ella el análisis crítico de las políticas belicistas y segregacionistas de Israel contra el pueblo palestino. Lo peor que podría hacer la UNCuyo es ceder a las presiones del lobby sionista de derecha. Sería un retroceso educativo y ético lamentable, injustificable, bochornoso. La UNCuyo debe garantizar, contra viento y marea, la continuidad de la cátedra de Estudios Árabes Contemporáneos; y debe garantizar también una perspectiva crítica frente al conflicto israelí-palestino, aun cuando esa continuidad y esta perspectiva no sean del agrado de algunos sectores de la comunidad judía. Lo mismo diría sobre la Cátedra Libre de Cultura Judía, si algún día la permanencia o autonomía de este valioso espacio estuvieran en riesgo.
Retomemos el hilo de la exposición. ¿Por qué el CSW lanzó una calumnia tan terrible contra la conductora de Radio Universidad? Porque el 30 de abril, Silvia mantuvo una discusión vía Twitter con Waldo Wolff, el diputado nacional del PRO por la provincia de Buenos Aires, a propósito de la situación en Venezuela, luego de que este calificara como «usurpación» la continuidad de Maduro como presidente de la República Bolivariana. Wolff es un conspicuo dirigente del sionismo argentino más conservador, más recalcitrante; y tiene, además, antecedentes en esto de difamar a opositores victimizándose con falsas acusaciones de «antisemitismo». En el intercambio de tuits, Silvia le hizo una observación respecto su postura anti-palestina; concretamente, le dijo que era «sionista». En ningún momento la periodista aludió a la fe o etnicidad judías de su interlocutor. Solo le reprochó su posicionamiento reaccionario respecto a dos temas internacionales candentes (la crisis venezolana y el conflicto israelí-palestino) que son de índole netamente política. El congresista del PRO apoya a la oposición golpista de Venezuela y al gobierno sionista de derecha encabezado por Netanyahu. Sassola, por el contrario, defiende la legitimidad constitucional del gobierno de Maduro y la autodeterminación nacional de Palestina. ¿Qué tiene que ver todo esto con las creencias judías personales y con el antijudaísmo a lo Torquemada, Hitler y Amin al-Husayni? Nada. Pero al sionismo de derecha no le importa, nunca le ha importado (el fin justifica los medios).
Si he calificado de ruin el proceder del CSW no es solo por la imputación fabulada de «antisemitismo» contra Sassola, propagada urbi et orbi en desquite por la polémica con Wolff. Hay otros aditamentos a tener en cuenta, que refuerzan y confirman la mala fe de la entidad denunciante. Uno de ellos es el uso del adjetivo «militante» para caracterizar la postura crítica de Sassola en relación al gobierno israelí. El concepto de militancia denota o connota una acción política planificada, sistemática, recurrente, sostenida en el tiempo. Cabe entonces hacerse esta pregunta: publicar un tuit aislado de menos de 20 caracteres, en el que se cuestiona a alguien por apoyar las políticas de Netanyahu, sin hacer ninguna referencia a la fe o etnicidad judías, ¿ya configura un caso de «antisemitismo militante»? Segundo aditamento: el CSW falta a la verdad cuando señala que este supuesto «activismo» habría sido realizado desde el portal digital de la UNCuyo (www.unidiversidad.com.ar). La discusión entre Sassola y Wolff se dio en Twitter, como ya se indicó. Tercer aditamento: el 10 de mayo, el CSW Latinoamérica anunció en su cuenta de Facebook que ya había «sumarios en la Universidad», y esto es falso. La asesoría letrada de la UNCuyo apenas ha comenzado la etapa de instrucción de la investigación. Nadie ha sido sumariado, sumariada, al menos por ahora. Si ya hubiere sumarios, habrían sido violadas las garantías del debido proceso. En su afán propagandístico-difamatorio, el CSW parece haberse olvidado del principio jurídico de presunción de inocencia, ese que reza: nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Olvidos de esta índole son no menos preocupantes que la persistencia del antijudaísmo y otras formas de discriminación o intolerancia, como el macartismo y la islamofobia.
El CSW, igual que toda el ala derecha del sionismo, interpreta cualquier cuestionamiento a las políticas del gobierno israelí (expansionismo, belicismo, despojo de tierras, «limpieza étnica», deportaciones en masa, terrorismo de Estado, ataques aéreos y terrestres contra poblaciones civiles, segregacionismo, alianza con Estados Unidos y la OTAN, maridaje con los sectores más fundamentalistas del judaísmo, etc.) como antisemitismo. Es una estrategia retórica con altas dosis de maquiavelismo. Una táctica inescrupulosa que busca demonizar la solidaridad internacional -política y humanitaria- con el pueblo palestino agitando el fantasma pavoroso del Holocausto. ¿Para qué demonizar? Para deslegitimar, amedrentar, silenciar, desalentar… Y el modo más eficaz de hacer eso es victimizándose, máxime si las presuntas amenazas (las personas y organizaciones de todo el orbe que defienden la autodeterminación nacional y los derechos humanos del pueblo palestino) son identificadas con «monstruos antisemitas» ideológicamente afines al nazismo, un régimen totalitario que masacró 6 millones de israelitas durante la Segunda guerra mundial.
Sabido es que, a la hora de defender sus políticas respecto a Palestina y Medio Oriente, el Estado de Israel recurre a un procedimiento turbio: equiparar el antisionismo con el «antisemitismo». Toda persona u organización que denuncie o cuestione al gobierno israelí, al régimen ultranacionalista del Likud, queda catalogada sin más como «enemiga del judaísmo», o incluso, en algunos casos, lisa y llanamente como «nazi». Esta estratagema discursiva esconde al menos seis falacias convergentes. Ellas son:
1) La falacia de espantapájaros, que consiste en tergiversar las ideas del contrincante para así poder descalificarlas y «rebatirlas» con mayor facilidad. En lugar de representarse al antisionismo como tal, como lo que realmente es, se lo representa distorsionadamente como «antisemitismo», o hablando con más precisión semántica, como antijudaísmo o judeofobia (el pueblo árabe también es semita, igual que el etíope y algunas etnias minoritarias de Medio Oriente como la mandea y la asiria, pues todos estos grupos hablan lenguas semíticas).
Las críticas al gobierno conservador y chovinista de Netanyahu son resignificadas sin sutilezas hermenéuticas como «ataques a la religión judía», en aras de invocar el traumático -y por eso mismo útil, políticamente redituable- recuerdo de la Shoá. Manipulación del horror de los guetos y los campos de concentración y exterminio, instrumentalización del dolor causado por la barbarie genocida del Tercer Reich, adulteración y explotación del zikaron (memoria) del pueblo judío. Todo ello para llevar agua al molino del régimen likudnik, que necesita legitimarse ante la opinión pública nacional e internacional debido a sus sistemáticas violaciones de los derechos humanos.
2) La fallacia consequentis o afirmación del consecuente. Si p implica q, y q es verdadera, no necesariamente p también lo es. Si todo antijudaísmo conlleva antisionismo, y determinada persona u organización es antisionista, no puede inferirse que esta sea indefectiblemente antijudía. Puede que sí, puede que no. Se trata de una mera contingencia, no de una necesidad lógica. Sin dudas, el antisionismo neonazi de Bandera Nacional -el partido de Biondini- es judeofóbico, igual que lo es el antisionismo islamista-radical de Hamás o Yihad Islámica Palestina. Pero hay un amplio abanico de sectores antisionistas de izquierda o progresistas, laicos y confesionales, goyim (no judíos) y yehudim (judíos) que, dentro y fuera de Israel, reivindican la ética de los derechos humanos; y que, por ende, nada tienen que ver con el terrorismo yihadista: desde agrupaciones marxistas y anarquistas de variadas tendencias, hasta organizaciones de derechos humanos como la Asociación de Solidaridad con Palestina de Suecia y la ACRI (una ONG judía israelí), pasando por el movimiento cristiano ecuménico y el islam liberal.
3) La falacia de blanco y negro, donde la gama de alternativas se reduce apriorísticamente a dos: a) apoyar la política sionista de derecha y respetar la fe judía, o bien, b) reprobar la política sionista de derecha y atacar la fe judía. La tercera opción -reprobar la política sionista de derecha y respetar la fe judía- queda arbitrariamente excluida. Sin embargo, la realidad actual e histórica abunda en ejemplos no solo de antisionistas que respetan el judaísmo, sino también de antisionistas -o no sionistas- que profesan el judaísmo, como las comunidades jaredíes de Neturei Karta y las comunidades jasídicas de Satmar. ¡Hasta hubo -y hay- rabinos antisionistas o no sionistas! Salomón Alfandari, Moshe Ber Beck, Zelig Reuven Bengis, Amram Blau, Aryeh Freund, Chaim Ozer Grodzinski, Israel Meir Kegan, Dovid Feldman y muchos más.
El antisionismo judío -que no excluye variantes conservadoras u ortodoxas- es tan viejo como el sionismo, aunque el gobierno israelí y las derechas sionistas de la Diáspora se empeñen en negarlo u olvidarlo. Traigo un ejemplo a colación que me resulta fascinante: el llamado bundismo. El Bund emergió en el imperio zarista de los Romanov a fines del siglo XIX, en el seno de las diásporas askenazíes de los países bálticos, Polonia, Rusia, Ucrania y Bielorrusia hablantes de ídish. Era una federación socialista, laica e internacionalista, con hondas raíces en la Ilustración judía (Haskalá), que se oponía firmemente al sionismo, al predominio de los rabinos y su ortodoxia, y al proyecto de «restaurar» el hebreo como lengua materna. En Argentina y Mendoza, el bundismo fundó el ICUF y el Centro Cultural Israelita, a los que ya nos referimos al comienzo. Hay alteridades judías, judeidades no sionistas, que vale la pena conocer, aunque el CSW opte por ningunearlas.
4) La falacia genética, consistente en juzgar algo en función de su origen más o menos remoto, sin considerar los numerosos cambios que se han producido y acumulado con el transcurso del tiempo. Las poblaciones palestinas e israelíes de hoy son asimiladas anacrónicamente a los conquistadores árabes del siglo VII y al judaísmo anterior al exilio (o incluso a los pueblos cananeo y hebreo del relato bíblico), haciendo caso omiso de un largo devenir histórico, ignorando completamente el influjo transformador de los siglos transcurridos. De esta forma, el principio ético-jurídico según el cual la responsabilidad penal no es «heredable» queda hecho añicos: las poblaciones árabes actuales de Cisjordania y Gaza serían «culpables» de los crímenes perpetrados hace casi 1.400 años por el califa Úmar ibn al-Jattab, el suegro de Mahoma que invadió la Palestina bizantina y sometió a sus moradores de fe judía y cristiana. Y como serían «culpables», merecen ser objeto punitivo de despojo, segregación, deportación e incluso exterminio. La Nakba, el éxodo palestino, una de las peores tragedias del siglo XX (proceso que tan bien ha documentado y analizado el historiador judeo-israelí Ilan Pappé en La limpieza étnica de Palestina y otras obras), sería una suerte de «reparación histórica»… Se calcula que en un siglo viven aproximadamente tres o cuatro generaciones humanas. Eso significa que, durante catorce centurias, se habrían sucedido en Palestina unas 42/56 generaciones… ¿Es lógico, es sensato, es justo, culpar al pueblo palestino de hoy por una conquista perpetrada en los albores del Medioevo, allá por los años 635-638, en tiempos del califato Rashidun? ¿Podemos seguir considerando usurpadores a quienes nacieron en la tierra que habitan, igual que lo hicieron sus ascendientes durante siglos y siglos?
Permítaseme la digresión de hacer una reductio ad absurdum, una reducción al absurdo: imaginemos por un instante qué sería del mundo si cada país implementara políticas de reingeniería social a gran escala tendientes a retrotraer la composición étnica de su territorio «a foja cero». Habría que exterminar o deportar a centenares de millones de personas… Sería un despropósito, amén de una catástrofe humanitaria sin precedentes. Los movimientos de población -pacíficos o violentos, exiguos o masivos, graduales o súbitos, terrestres o marítimos, voluntarios o forzados, por motivos económicos o de otro tipo- han sido una constante a lo largo de la historia, desde el Paleolítico hasta el presente, desde los contingentes de cazadores-relectores que llegaron a América por el estrecho de Bering hace muchos miles de años, hasta todas aquellas personas refugiadas de Siria o emigradas de África que buscan hoy en Europa un trabajo y una vida más digna. ¿Acaso el pueblo inglés no desciende de tribus anglas y sajonas de Germania que cruzaron el Mar del Norte en los siglos V y VI? ¿Estados Unidos no se jacta de sus orígenes puritanos asociados al Mayflower, al éxodo puritano transoceánico del siglo XVII? ¿La república africana de Liberia no se enorgullece de haber sido fundada, promediando el siglo XIX, por familias negras norteamericanas emancipadas de la esclavitud que quisieron retornar al continente de sus ancestros? Podríamos citar infinidad de ejemplos más… No es posible, pues, hacer tabla rasa de la historia, e Israel debiera comprenderlo y aceptarlo. No es posible, al menos, sin violaciones masivas de los derechos humanos.
5) La generalización precipitada, donde se infiere una conclusión universal a partir de algunos casos particulares favorables, y a contramano de muchos otros que no lo son. Dado que tal o cual manifestación de antisionismo es judeofóbica (como en el caso de la ultraderecha neofascista o del islamismo radical), toda manifestación de antisionismo sería judeofóbica. Esto es burdamente falso: existe un gran número de personas y organizaciones progresistas, muy críticas con el sionismo, que no son «antisemitas», y que rechazan el terrorismo yihadista, por ej., el músico inglés Roger Waters y Amnistía Internacional. Hay, incluso, muchas personas y organizaciones judías que defienden la causa palestina, dentro y fuera de Israel, como el rabino norteamericano Brant Rosen y la Red Internacional Judía Antisionista (IJAN, por sus siglas en inglés).
6) La falacia no true Scotsman o «ningún verdadero escocés». Antony Flew llamó de esta forma jocosa al sofisma consistente en descalificar una excepción válida en nombre de un difuso y falso esencialismo. Este es el ejemplo que da Flew, y que explica el curioso nombre de la falacia: fulano afirma que ningún escocés le pone azúcar a la avena; mengano le advierte que su tío, siendo escocés, acostumbra hacerlo. Entonces fulano le replica que ningún verdadero escocés lo haría. Cuando a una persona sionista de derecha se le señala que el antisionismo no es homologable al «antisemitismo» porque -entre otras razones- existe mucha gente judía que no es sionista, dicha persona pone en tela de juicio que esa gente sea judía de verdad, como si el sionismo tuviera el monopolio de la judeidad, de la identidad judía; como si Netanyahu y los sectores israelitas que lo apoyan fuesen dueños de algo así como un «judeómetro», un aparato capaz de aislar y medir la pureza del «ser nacional judío». Los esencialismos identitarios le han hecho mucho daño a la humanidad, mucho. El pueblo judío ha sido víctima de él en una magnitud acaso nunca igualada: el Edicto de Granada, la persecución inquisitorial contra las familias marranas, los pogromos de la Rusia zarista, el caso Dreyfus, las leyes de Núremberg, la Noche de los Cristales Rotos, la «Solución final», los guetos de Varsovia y Cracovia, Auschwitz y Treblinka… Consterna mucho comprobar, entonces, cómo un sector no menor del judaísmo se ha vuelto victimario respecto a aquello mismo de lo que, antaño, fueron víctimas sus ancestros: la discriminación, la intolerancia, la violencia. En suma, la cultura del odio. Una cultura del odio que hace recordar, también, al supremacismo blanco del Sur de los Estados Unidos y la Sudáfrica del Apartheid.
Vuelvo ahora a la primera de las seis falacias: la falacia de espantapájaros. En su mail de respuesta a la carta abierta de Sassola, fechado el 17 de mayo, el CSW invoca la definición práctica de «antisemitismo» formulada por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA, por sus siglas en inglés). Dice así: «El antisemitismo es una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto». No soy un jurista versado en derechos humanos, ni tampoco un experto en estudios judaicos, pero, a los efectos de evitar más digresiones y de no pasar por puntilloso, la doy por aceptada en esta ocasión, a pesar de las numerosas y atinadas críticas que le han hecho especialistas de prestigio como Brian Klug, David Feldman, Conor Gearty, Dorothy Griffiths, Moshé Machover, Laleh Khalili, Aneez Esmail, Clément Mouhot y Stephen Sedley. Mas no es ese el quid de la cuestión, sino este: decirle «sionista» a una persona judía por apoyar al gobierno likudnik, ¿resulta antisemita conforme a la definición de la IHRA? No parece… El CSW ha hecho una interpretación antojadiza, abusiva, de dicha definición, con una ligereza que asusta. Es sintomático que la preceptiva invocada, no obstante su minuciosidad, su detallismo, no contenga ninguna mención al sustantivo «sionismo» ni al adjetivo «sionista».
De hecho, la propia IHRA se encargó de despejar cualquier duda al respecto en su documento: «las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país, no pueden considerarse antisemitismo». Y este ha sido precisamente el caso del tuit de Sassola, puesto que el epíteto «sionista» no alude a la religiosidad o etnicidad judías, sino a una ideología política con la cual solo comulga una parte del pueblo judío. Esa parte, por lo demás, es aún más pequeña de lo que denota la palabra «sionismo» stricto sensu o técnicamente, ya que, en el lenguaje corriente de la gente progresista y de izquierda, significa algo mucho más específico: «contrario a la autodeterminación palestina». Algo similar sucede, por ej., con la palabra «facho»: no obstante su origen italiano, remite a cualquier opción política de derecha, sea o no fascista propiamente hablando (se le dice «facho» tanto a un Biondini como a un Macri). No se puede reducir la semántica de una lengua viva como el castellano a la etimología y la lexicografía oficial de la RAE, ni a la terminología técnica de las ciencias sociales. El sentido vulgar que hoy tiene la palabra «sionista» ya no es el que tuvo en el siglo XIX, ni el que tuvo durante la primera mitad del XX, ni el que tuvo luego de que se creara el Estado de Israel o que estallara la guerra de los Seis Días, ni tampoco el que tuvo a partir de la hegemonía likudnik.
Retornemos a la importante aclaración de la IHRA que cité al comienzo del párrafo anterior: «las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país, no pueden considerarse antisemitismo». ¿Hay similitud entre -por un lado- los cuestionamientos a Israel por su «sionismo», y -por otro lado- los cuestionamientos a otros estados? La respuesta es sí, sin titubeos. La crítica antisionista a Israel engloba varios aspectos: expansionismo territorial, militarización de las fronteras, belicismo, segregacionismo étnico-religioso contra la población palestina, violaciones a derechos humanos, subordinación al imperialismo estadounidense-otánico y cercenamiento de la laicidad. Pues bien: todos estos cuestionamientos, todos, han sido hechos también a muchos otros países. Durante la guerra fría, por ej., tanto los Estados Unidos como la URSS fueron duramente criticados por sus políticas hegemonistas y belicistas (crisis de Corea, guerras de Vietnam y Afganistán, etc.), y también por sus bolsones interiores de segregación racial o étnica: las leyes de Jim Crow contra las minorías afrodescendientes del Sur norteamericano, las políticas punitivas estalinistas de rusificación contra las nacionalidades bálticas, alemana del Volga, calmuca, chechena y otras (deportaciones en masa, imposición del idioma ruso y el alfabeto cirílico, conculcación de la libertad religiosa, etc.). También la Sudáfrica dominada por la élite bóer fue objeto de denuncias similares: Apartheid, agresiones militares contra países vecinos, ocupación de Namibia… Otro tanto los jemeres rojos con su genocidio camboyano, y la Serbia de Milošević con su «limpieza étnica». La España de Franco y el Portugal de Salazar, por su parte, fueron muy reprobados por su clericalismo o confesionalismo, y los dictadores latinoamericanos patrocinados o tolerados por el Pentágono (Batista, Trujillo, Somoza, Pinochet, Videla, Stroessner, etc.) fueron muy cuestionados por su terrorismo de Estado. Si a nivel internacional se han aceptado todas estas críticas o denuncias políticas, sin demonizarlas como incitaciones al odio, ¿por qué con Israel no? La memoria de la Shoá -fundamental, imprescindible- no es un cheque en blanco, un salvoconducto al reino del «vale todo».
Los sectores sionistas más conservadores de la comunidad judía debieran aprender a ser más tolerantes con el disenso, y eso significa, entre otras cosas, no estar lanzando todo el tiempo anatemas infundadas de «antisemitismo». Amedrentar y desacreditar las voces críticas repartiendo sambenitos o estigmas infamantes a mansalva no es, ciertamente, el camino que señala el modus vivendi democrático. Cuando un lobby internacional tan poderoso despliega este tipo de prácticas, está incurriendo en un claro abuso de poder, dado que las víctimas del agravio -Sassola en este caso- no disponen de recursos o influencias suficientes para lograr un efectivo desagravio.
Es preciso, también, que algunos sectores del progresismo y la izquierda (campo político-intelectual al que pertenezco) realicen una autocrítica en relación al conflicto israelí-palestino. Hacer la vista gorda, por razones táctico-estratégicas, ante el flagelo del radicalismo islámico y el terror yihadista, o peor aún, autoengañarse sobre su auténtica naturaleza política, representa un grave error. Debe haber un rechazo categórico a esas expresiones autoritarias y fanáticas, que tanto daño le hacen a la causa palestina, y que aceptan el status quo capitalista. Expresiones que son, además -no lo olvidemos-, la consecuencia reactiva inevitable a las brutales políticas implementadas por Israel con aval del Tío Sam y la OTAN. El sueño de una nueva Intifada, de una nueva rebelión del pueblo palestino sin injerencias de los grupos fundamentalistas y terroristas, debiera guiar nuestros pasos.
Es necesario, asimismo, que los sectores progresistas y de izquierda comprendan que no todo sionismo es de derecha y anti-palestino, y que, por consiguiente, hay que tener mayor cautela o precisión en el uso del epíteto «sionista». El sionismo nació en la Europa central y oriental a fines del siglo XIX, como un movimiento político que propiciaba la Aliyá, el retorno del pueblo judío a Palestina, a lo que alguna vez fuera Eretz Israel, la Tierra de Israel. Más allá de este proyecto migratorio de «repatriación», poco y nada había en común entre los múltiples sectores que lo militaban. Había sionistas conservadores y liberales, socialistas y anarquistas, religiosos y laicos, nacionalistas e internacionalistas, defensores del ídish y propiciadores del hebreo. Si bien a largo plazo el ala derecha acabó imponiéndose, no hay que perder de vista que había un ala izquierda, y que esta fue muy importante: Moisés Hess, Bernard Lazare, Dov Ber Borojov… Los kibbutzim, de hecho, son bastante anteriores a la creación del Estado de Israel (1948). El primero de ellos, el de Degania, fue fundado en 1909, cuatro décadas antes. Hubo un sionismo libertario que no tenía ningún interés en implantar un Estado-nación judío, ni en arrebatarle al pueblo palestino sus tierras manu militari, ni en establecer un régimen segregacionista contra la comunidad árabe, ni en invadir las comarcas vecinas, ni en promover el capitalismo y la alianza non sancta con las potencias imperialistas occidentales, ni en fomentar el chovinismo y el reemplazo del ídish por el hebreo, ni tampoco en aceptar la tutela e injerencia del rabinato y los sectores religiosos ortodoxos sobre la vida pública. Por un cúmulo de circunstancias históricas que aquí no es posible relatar por razones de espacio, la derecha sionista confesional acabó imponiéndose totalmente a la izquierda sionista laica. La utopía de una confraternidad judeo-árabe, como la soñara el filósofo Martin Buber, no floreció. Sobrevino el invierno. Ese invierno se ha prolongado hasta nuestros días, donde el ultranacionalista y neoconservador Likud gobierna con puño de hierro a Israel. Es esta larga deriva histórica lo que explica por qué el rótulo de «sionista» a secas, no obstante la compleja génesis ideológica del sionismo, hoy funciona ya como una sinécdoque de «sionista de derecha». Sigue siendo una injusticia semántica, es cierto, y hay que hacerla notar. Pero el margen de esa injusticia semántica cada día se contrae más y más.
La solución al conflicto israelí-palestino no pasa por los llamamientos retóricos a la paz en abstracto. Pasa por la aceptación de la autodeterminación nacional de Palestina, por la restitución de los territorios ocupados por Israel en la guerra de los Seis Días, por el afianzamiento de la democracia laica en ambos bandos y por la plena integración de las minorías (islámicas, judías y otras) en los dos países vecinos a través de un esquema plurinacional celosamente respetuoso de los derechos humanos. Todo eso en un marco amistoso de cooperación bilateral y multilateral, sin intromisiones neocoloniales de las grandes potencias.
Existe también, junto a esta two-state solution (solución de los dos estados), la one-state solution (solución de un solo estado). La one-state solution consiste en crear un estado binacional o plurinacional, tal como han propuesto, entre otros, el activista palestino Mustafá Barguti y el periodista israelí Gideon Levy, además del teórico marxista británico Perry Anderson, sin olvidarnos de aquel gran pionero que fue el intelectual árabe-estadounidense Edward Said. Importantes razones de viabilidad económica (escasez de tierras fértiles, acceso al mar, ventajas de la integración económica, beneficios de la producción a escala) parecen apuntar a que dicha solución sería la ideal. Sin embargo, considero que el nivel de enemistad y violencia alcanzado es tan grande, tan virulento, que sería poco viable políticamente, al menos a corto y mediano plazo. No obstante, hay que conceder que la profundización de la política israelí de evacuaciones forzosas va achicando cada vez más el margen de factibilidad de la two-state solution.
De cualquier modo, hay algo que está claro: sea cual fuere la solución que se adopte (one-state solution o two-state solution), deberá aplicarse un modelo binacional o plurinacional. O sea que la disyuntiva pasa por crear un solo estado plurinacional (Israel-Palestina/Palestina-Israel), o bien, dos estados plurinacionales (Israel y Palestina).
Ni la guerra, ni la deportación, podrán resolver las cosas, independientemente de quién ocupe el rol de víctima y el rol de victimario. Actualmente, asciende a casi 5 millones la población árabe de Palestina, a casi 2 millones la minoría musulmana de Israel y a casi 7 millones la población judía en ambos países, sin contar las minorías cristianas… Una vez más lo digo: no se puede volver a foja cero en la historia, sea cual fuere la foja cero que se postule: la Palestina anterior a la Aliyá y a la creación del Estado de Israel, o la Palestina anterior a la invasión árabe del siglo VII. La construcción de la paz debe hacerse a partir de lo que realmente existe, sin esencialismos étnico-religiosos, sin exclusivismos ni supremacismos, aceptando la complejidad y diversidad del contexto sociocultural que ha tocado en suerte.
Lo que, con toda seguridad, nada aporta al proceso de paz en Medio Oriente es que el CSW acuse falsamente de «antisemitismo» a quienes -como Silvia Sassola- critican al gobierno israelí por sus políticas belicistas y segregacionistas conta el pueblo palestino. Vuelvo a hacer una reducción al absurdo: si decirle «sionista» a una persona judía que apoya al régimen likudnik es antijudaísmo, entonces decirle «estalinista» a una persona marxista-leninista que apoya al gobierno norcoreano sería macartismo; y decirle «islamista radical» a una persona musulmana que apoya al gobierno iraní, sería islamofobia; y decirle «confesionalista» a una persona cristiana que se opone a la separación Iglesia-Estado, sería cristianofobia; etc., etc. Pues, así como no todas las personas judías son sionistas, no todas las personas marxistas-leninistas son estalinistas, ni todas las personas musulmanas son islamistas radicales, ni todas las personas cristianas son confesionalistas. El sionismo no es una cualidad intrínseca al judaísmo, del mismo modo que el estalinismo, el islamismo radical y el confesionalismo tampoco lo son al marxismo-leninismo, al islam y al cristianismo (respectivamente). Se puede discutir al infinito si los rótulos «estalinista», «islamista radical» y «confesionalista» son bien o mal empleados en cada situación concreta. Esto es parte del debate político en una sociedad democrática y pluralista. Pero existe, no obstante, cierto consenso en cuanto a que, aun en aquellos casos donde se tratase de reduccionismos injustos, no por ello dichos rótulos deberían ser censurados y denunciados como «incitaciones al odio». No toda chicana política es delito de discriminación.
Seguramente que, en ciertos casos, correr por izquierda a alguien diciéndole «sionista» represente una chicana, una falta al fair play, ya que no siempre el sionismo es de derecha (hoy mayormente sí, debido a la crisis y el retroceso profundos de la izquierda sionista). Ahora bien: harina de otro costal es si tal actitud constituye un acto de judeofobia merecedor de una condena judicial o social. Mi opinión es que no. Como persona atea que soy, no me agrada que me tilden de «nihilista» o «relativista». Me molestan esta clase de simplificaciones injustas. Pero no por eso voy a efectuar una denuncia formal de ateofobia. Por desgracia, el CSW no tiene clara esta distinción. Optó por el victimismo y la demonización, es decir, por la exageración ventajista. La exageración ventajista de quien no tolera que se critique a Netanyahu, como si Netanyahu fuese más sabio e infalible que el legendario rey Salomón…
El uso infundado y recurrente del epíteto «antisemita» que hacen el CSW y otros sectores del sionismo de derecha es muy pernicioso, muy contraproducente. Pero lo es no solo porque ensucia la reputación de personas de bien que no se merecen semejante ignominia, ni porque coadyuva a exacerbar la polarización en torno al conflicto israelí-palestino, tan funesto en sus consecuencias políticas y humanitarias; sino también porque tiende a banalizar la judeofobia, y por ende, la memoria de la Shoá. Tiende a banalizarlas, además, en un contexto internacional muy problemático, ominoso, donde el odio étnico-religioso al pueblo judío está recrudeciendo debido al ascenso de las derechas nacionalistas cristianas en Occidente y al crecimiento del radicalismo islámico dentro y fuera del mundo árabe. No es, pues, un buen momento para jugar a El pastor mentiroso, la célebre fábula atribuida a Esopo. Las falsas alarmas, la rutinización irresponsable del ¡que viene el lobo!, comprometen la credibilidad y eficacia de las alarmas auténticas, tan necesarias en estos tiempos de rebrote del antijudaísmo.
Acaban de cumplirse 100 años de la muerte del filósofo alemán Gustav Landauer, uno de los intelectuales más brillantes que ha prodigado el anarquismo. Falleció en Múnich, el 2 de mayo de 1919, en medio de la sangrienta represión contra la República Bávara de los Soviets, comuna revolucionaria que lo había designado comisionado de Cultura e Instrucción Pública. Una soldadesca de Freikorps -aquella milicia ultraderechista que sería germen del nazismo- lo golpeó salvajemente, hasta arrebatarle la vida. Además de socialista, Landauer era judío, y se había opuesto a la Primera guerra mundial por considerarla una conflagración imperialista. Esta triple condición de socialista, judío y pacifista explica la ferocidad de la violencia que se descargó contra su cuerpo. Los asesinos eran veteranos de guerra que, a su regreso del frente, habían bebido en abundancia el veneno de la Dolchstoßlegende, la «leyenda de la puñalada por la espalda». Según este mito difamatorio, Alemania había perdido la guerra por culpa de la conspiración interna -y por eso artera- de socialistas e israelitas.
Landauer era judío, sí. Y se enorgullecía de serlo. La suya era, desde luego, una judeidad ilustrada, herética, totalmente secularizada. Pero judeidad al fin de cuentas. Sin embargo, Landauer no era sionista. Sus esperanzas de redención no estaban puestas en la emigración a Palestina, sino en la Revolución Rusa, que acababa de comenzar. En una carta su amigo judío Martin Buber -anarquista como él, pero sionista- fechada el 5 de febrero de 1918, le comentó: «Mi corazón jamás se vio seducido por ese país [Palestina], y no creo que constituya necesariamente la condición geográfica de una Gemeinschaft judía. El verdadero acontecimiento, que para nosotros es importante y acaso decisivo, es la liberación de Rusia […] En este momento me parece preferible -a pesar de todo- que Bronstein no sea profesor en la Universidad de Jaffa [Palestina] sino, sobre todo, Trotsky en Rusia».
Landauer, un pensador romántico de enjundia, revolucionó completamente la noción judía de ‘am hanivhar, de «pueblo elegido». Lo que para él hacía tan especial, singular, al pueblo judío no era la mítica alianza de Moisés con Dios, sino la Galuth, la experiencia histórica concreta del Exilio. Dado que el Estado-nación era una pesada cadena, el carácter profundamente desestatizado de la comunidad judía no era una carencia a remediar, sino una ventaja a capitalizar en la lucha revolucionaria por el socialismo. Se comprende mejor ahora por qué un judío con estas ideas no tenía ningún entusiasmo en la Aliyá, y mucho menos en la implantación de un Estado de Israel.
¿Qué pensaría Landauer del sionismo actual, no el de su amigo Buber, sino el sionismo de derecha del Likud? Lo peor, sin duda. Su concepción de la judeidad estaba en las antípodas del nacionalismo, del belicismo, del segregacionismo. Jamás avalaría la violencia, el despojo, la discriminación contra el pueblo árabe. En su ensayo antisionista Sind das Ketzergedanken? («¿Serán estos pensamientos heréticos?»), Landauer escribió: «la nación judía lleva a sus vecinos en su propio pecho». Es una idea bella, que podría iluminar el proceso de paz en Medio Oriente. Acaso las utopías de un librepensador antisionista de izquierda no sean una panacea, pero al menos no hacen tanto daño como las calumnias del lobby sionista de derecha.
Fuente: La Quinta Pata (Mendoza, Argentina)