En tiempos donde hay entretelones y aperturas casi minúsculas para abordar el reto de los programas de investigación-acción sobre los «procesos de transición al socialismo democrático» (lo de democrático es sustantivo; es decir, democracia radical, participativa, deliberativa y protagónica) habrá que insistir en que el socialismo burocrático-estatista no va pa´l baile. La «caricatura mediocre» o […]
En tiempos donde hay entretelones y aperturas casi minúsculas para abordar el reto de los programas de investigación-acción sobre los «procesos de transición al socialismo democrático» (lo de democrático es sustantivo; es decir, democracia radical, participativa, deliberativa y protagónica) habrá que insistir en que el socialismo burocrático-estatista no va pa´l baile.
La «caricatura mediocre» o el «calco y copia» del «socialismo realmente inexistente» del siglo XX, no tiene anclaje alguno en las demandas y aspiraciones de «democracia social y participativa» que se activaron en el país con el proceso constituyente de 1999.
Cierta claridad acerca de que cosa significa hoy «democracia socialista» y «socialismo democrático», implica una precisa demarcación política, intelectual y ético-cultural frente a todas las formas de regresión autoritaria y despótica de los socialismos reales del siglo XX.
El código socio-semiótico del estalinismo deriva del imaginario jacobino-blanquista (las revoluciones de minorias donde el legado leninista es parte de esta narrativa de sumisión), pretendiendo sustituir desde la «Verdad» y la «Virtud» de los «revolucionarios profesionales», la experiencia, autoorganización y aprendizaje de las multitudes, movimientos sociales y clases subalternas, como actores protagónicos de las nuevas figuras de ciudadanía social y pluricultural.
Una cosa es el liderazgo revolucionario, otra el vanguardismo esteril. Una dirección o centro político de conducción revolucionaria en tiempos post-estalinistas, es justamente la viva expresión y prefiguración de la radicalización democrática que se pretende construir. Si la forma-partido prefigura a la forma-Estado de transición, entonces los procesos de construcción socialistas deben prevenir que sus aparatos políticos encarnen las figuras del despotismo burocrático y el espíritu de vigilante que la propia Rosa Luxemburgo denunció tempránamente en su crítica al bolchevismo (1904).
Una relación profundamente democrática entre partidos y movimientos sociales, implica repensar muchas de las certezas revolucionarias del siglo XX y toda la recepción acritica de un marxismo troquelado por el estalinismo. No se trata de una postura antipolítica, pero si de una clara legitimación de la critica a los paradigmas dominantes de los partidos políticos fundados sobre la inercia y sedimentación histórica del «leninismo organizativo», que justificó el paso regresivo desde el centralismo socialdemócrata inicial al ultracentralismo; es decir, al centralismo burocrático.
Como ha planteado actualmente Jacques Ranciere, una cosa es la política emancipatoria, otra la policia, con su regla de obediencia ciega y disciplinada sumisión. Una cosa es la viva activación del movimiento de movimientos, otra su entrampamiento en maniobras cupulares de maquinarias políticas que aún no aprenden la lección del siglo XX: nadie quiere ya embarcarse en la nave del Socialismo Burocrático.
La emancipación entendida como la ampliación y profundización de espacios de libertad y liberación social, con base a una transformación sustantiva de las condiciones materiales y espirituales del capitalismo hegemónico (Socialismo democrático/Democracia socialista del siglo XXI), no supone sacrificar la potencia constituyente de la radicalización democrática en el altar del «Socialismo de Estado», tampoco en la realpolitik de una socialdemocratización reformista. He allí algunos obstáculos de los procesos de transición al Socialismo Participativo y Democrático.
Un «Socialismo de Estado», en el cual las decisiones se ultra-centralizan, sofoca la creatividad popular, el tejido social resulta permeado por una estrecha red de control político que mina la confianza y las solidaridades, que criminaliza la crítica y hace desaparecer las propuestas no alineadas, incluso antes de que puedan aflorar. Este Socialismo de Estado, como la historia del siglo XX lo ha mostrado, termina en una rigidez política triste, sin capacidad de innovación y sin utopías movilizadoras.
Ninguna táctica de movilización (con agenciamientos paranoico-agresivos) puede legitimar cerrar filas hacia un pensamiento único de izquierda y querer controlar desde arriba el proceso de transición. Reducir la política del multiverso socialista a la lógica de lo blanco y negro estalinista, del amigo-enemigo y de una polarización minoritaria que no permite mediaciones ni aprendizajes en el propio campo revolucionario, es justamente sustituir la política de masas por la policia interna. Esta vía puede servir para estabilizar temporalmente a un «gobierno progresista», pero no puede llevarnos a la emancipación, que es la base del cambio revolucionario.
En la historia de las transiciones socialistas se ha utilizado con demasiada frecuencia el expediente real de la amenaza imperialista, para justificar el sacrificio de espacios democráticos, de debate y crítica, para minar así los procesos de cambio revolucionarios. De este modo la lucha anti-imperialista sirve de coartada para aquellos que impulsan el sectarismo, el burocratismo y un oportunismo de fraseologia ultraizquierdista.
No hay que vivir la dolorosa vivencia de la contradicción entre un discurso oficial «progresista» y una práctica despótica para reconocer que el socialismo real del siglo XX ha quedado enterrado en el pasado. El chance del Gran Polo Patriótico como pluralidad de movimientos en un Gran Movimiento Nacional-Popular de izquierdas, puede ser la bisagra para avivar la llama de las emancipaciones por-venir.
Si el socialismo no es la mayor conjunción entre justicia social, igualdad sustantiva, inclusiòn, emancipación política y emancipación social, entonces, no va pa´l baile. Usted decide.
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