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El socialismo requiere la solidaridad, y ésta no se construye apelando al egoísmo

Fuentes: Temas

Publicado en la revista Temas #52 (octubre-diciembre 2007)

En la cooperación planificada con otros, el obrero se despoja
de sus trabas individuales y desarrolla las capacidades de su especie.
Karl Marx. El Capital. Pimer Libro. Capítulo IX- Cooperación.

Creo que antes de discutir distintas maneras de reorganizar nuestra economía tenemos que estar bien claros cuál es el objetivo que perseguimos. Para poder valorar qué camino es más acertado, tenemos que saber a dónde queremos llegar. Se dice que el objetivo es salvar o profundizar «nuestro socialismo,» pero hay distintas interpretaciones de lo que éste significa sobre todo porque nuestras consideraciones han sido sobre forma y hemos olvidado el contenido. ¿Lo que nos preocupa es solo aumentar la productividad y la eficiencia, o que cada cubano tenga una vida plena en todos los sentidos?

Pienso que tenemos que retomar la esencia humanista del proyecto socialista. [1] Desde esa visión, no se trata sólo de satisfacer las necesidades materiales de nuestra población porque como seres humanos tenemos también la necesidad de sentirnos plenamente realizados, libres de poder desarrollarnos como individuos y miembros de una sociedad. Puesto que el desarrollo pleno de una persona (también conocido como «desarrollo humano integral») lógicamente incluye la satisfacción de sus necesidades materiales-no sólo de subsistencia sino todas aquellas que esa persona requiera-hacer lo primero el objetivo principal de la sociedad que queremos construir no significa sacrificar lo último. Pero como el desarrollo pleno de una persona no se limita a tener satisfechas sus necesidades materiales, si hacemos lo último nuestro objetivo sacrificamos lo primero en alguna medida.

Estudiosos de la democracia participativa han demostrado que sólo mediante las experiencias prácticas genuinamente democráticas podemos desarrollar nuestras capacidades intelectuales, morales, y humanas de todo tipo. La participación en la toma de decisiones en un ambiente de igualdad es un proceso educativo, moralizante e integrador que permite que nos sintamos seguros de nosotros mismos y que podamos romper con las barreras psicológicas que nos impiden desarrollarnos individual y colectivamente. [2]

Por tanto, si partimos de que el objetivo que perseguimos es que cada cubano se sienta verdaderamente libre-y aprenda a diferenciar ésta de la libertad que pregona el capitalismo: la «libertad» de consumir sin importar sus consecuencias para otros ni para la naturaleza-no queda dudas que la participación de los trabajadores en la administración o «autogestión» de las empresas, así como de las instituciones de gobierno y de cualquier otra esfera importante de la vida, debe ser un elemento constitutivo de la sociedad que queremos construir. [3] Es evidente que una empresa donde los trabajadores no puedan participar en la toma de decisiones, sea de propiedad legal privada, estatal o hasta de los mismos trabajadores, es una que no nos lleva donde queremos.

Además, si reconocemos que no es posible agregar mecánicamente los intereses individuales (es decir, las necesidades de desarrollo pleno) de todos en una suma que represente los intereses de todos porque siempre habrá intereses contrapuestos, nos damos cuenta que es necesario coordinarlos de forma democrática para así poder definir intereses sociales que se correspondan con los intereses de todos o la mayoría. Por tanto, tal coordinación o «planificación democrática» debe ser también un elemento constitutivo de la sociedad que construyamos. Una sociedad donde la distribución de recursos siga las leyes del mercado (aún bajo las condiciones irrealizables de competencia e información perfecta) es una donde las oportunidades de desarrollo de unos van a inevitablemente ser el resultado de limitaciones en el desarrollo de otros. Y lo mismo ocurre en una sociedad donde la distribución de recursos sea decidida de forma no democrática por una agencia de planificación central (aún si los planificadores y los administradores de las empresas tuvieran las mejores intenciones al decidir e implementar el plan), pues para que el plan represente los intereses de todos, tiene que ser democráticamente decidido.

Pero, ¿es posible coordinar los intereses de todos democráticamente? En otras palabras, ¿hay una alternativa al mercado y la planificación no democrática o «centralizada»? Pat Devine y Robin Hahnel (junto con Michael Albert) [4] han demostrado que mediante mecanismos de toma de decisiones genuinamente democráticos bien diferentes se podría lograr que las personas adapten sus intereses individuales de manera que se logre un acuerdo que represente los intereses de todos, y refleje el criterio de eficiencia social (que además de usar los recursos racionalmente, como plantea el concepto de eficiencia tradicional, tiene en cuenta valores sociales como la equidad) predominante en la sociedad. Hahnel formula un procedimiento que él llama «planificación participativa» en el que los productores y consumidores, organizados en consejos y federaciones, proponen y revisan sus propias metas de producción y cuotas de consumo en un proceso iterativo facilitado por una agencia que calcula los precios indicativos hasta llegar a un plan donde los compromisos de producción de las empresas cubran todas las necesidades de consumo. Con el nombre de «coordinación negociada,» Devine propone que las prioridades generales sociales y cambios estratégicos sean decididos a través de un proceso político democrático donde asambleas representativas a todos los niveles escojan entre opciones de planes alternativos (que indican la asignación de recursos productivos y la distribución de poder de consumo más generales, así como la distribución sectorial y regional de las inversiones) preparadas por una comisión de planificación nacional, y que el proceso de planificación continúe después hacia abajo a través de las comisiones de planificación elegidas democráticamente en cada región y sector económico. Para apreciar las ventajas de la planificación democrática, analicemos primero los sistemas de planificación centralizada y de mercado.

La distribución de recursos mediante una planificación centralizada crea muchas ineficiencias (desde el punto de vista la racionalidad en el uso de los recursos) precisamente por su carácter autoritario, no democrático. El plan es impuesto sobre los administradores de las empresas, y por tanto, no es compartido por ellos necesariamente. En cualquier caso, los administradores están motivados a indicarle a los planificadores que las capacidades de producción de sus empresas son menores de lo que son realmente, porque no quieren incumplir con el plan ya que esto resulta en sanciones como la separación del cargo o reprimendas morales y/o porque sobrecumplir el plan puede resultar en bonificaciones o aprecios. Es decir, los administradores de las empresas no están motivados a aumentar la producción, y menos su calidad y eficiencia, todo lo que sería realmente posible. Como solo los administradores-y más aún los trabajadores-saben realmente las potencialidades de la empresa, no hay nada que los planificadores puedan hacer para obtener esa información. Es posible establecer un sistema de control que sancione a las empresas que reportan por debajo de sus capacidades. Pero esto, además de que sería muy costoso y podría también afectar injustamente a los trabajadores, no es realmente efectivo porque no resuelve el problema de la falta de motivación de los administradores.

Evidentemente, las relaciones mercantiles estimulan a las empresas a maximizar sus ganancias; o más bien obligan, porque de ello depende su éxito o supervivencia. Pero esto no necesariamente significa que las empresas estén motivadas a aumentar la producción o mejorar su calidad. En lugar de aumentar sus niveles de producción, les podría ser más provechoso disminuir o mantenerlos para así equilibrar la oferta y la demanda de manera que el precio de sus productos aumente. Las empresas se van a preocupar de la calidad solo en la medida que los precios de sus productos no estén muy por encima de los de sus competidores.

Y la eficiencia del mercado como instrumento de distribución de recursos no es más que un mito. Supuestamente, los mercados distribuyen los recursos eficientemente porque son capaces de establecer los precios que mejor representan la disposición de recursos (concretada en la «oferta») y la capacidad de consumo de una sociedad (conocida como «demanda»). Ciertamente, como las decisiones en un mercado están descentralizadas (son tomadas por las empresas y los consumidores, en lugar de por una agencia de planificación central), la información que se tiene en cuenta para distribuir los recursos es mucho más confiable que en un sistema excesivamente centralizado.

Pero, aunque los teóricos nos dicen que la demanda y la oferta se adaptan la una a la otra mutuamente para determinar los precios, en realidad lo más común es que los consumidores se adapten tanto a lo que produzcan las empresas como a los precios que ellas impongan. Los precios en realidad no son fijados espontáneamente por el equilibrio entre la oferta y la demanda, si no de forma antidemocrática por las propias empresas de acuerdo al control que tengan del mercado mediante monopolios, carteles o poder político, o garantías de alta demanda. Además, la oferta incluye productos que no deberían producirse desde consideraciones éticas, de salud o medioambientales; a la misma vez que ignora productos «públicos» (que no pueden ser consumidos de forma individual) y todos aquellos que, aunque necesarios, su producción no sea rentable por algún motivo. De hecho, la demanda solo representa las «necesidades» de consumo en la medida que nuestros ingresos o endeudamiento nos hagan «capaces» de consumir. Es decir, los recursos no son utilizados eficientemente porque la oferta no está guiada por necesidades de consumo reales sino por el empeño de las empresas de maximizar sus ganancias; y no es posible crear condiciones que garanticen que estos dos objetivos coincidan al menos en la mayoría de los casos.

La competencia del mercado obliga a las empresas a concentrarse en la acumulación de ganancias para poder sobrevivir. Y la manera más fácil de hacerlo es reduciendo o externalizando sus costos. Los primeros afectados son los salarios y condiciones de trabajo de los trabajadores y nuestro medioambiente, pero también los consumidores al disminuir la calidad y cantidades de productos necesarios o sufrir aumentos de precios. Es posible intentar resolver estos fallos del mercado estableciendo regulaciones como estándares de calidad y cuidado al medioambiente, cuotas de producción y control de precios, o más sutiles mediante políticas financieras, impuestos o subsidios. Pero estas medidas, así como en el caso de la planificación centralizada, además de que son muy costosas de implementar-sobre todo cuando no hay una cultura de acatamiento a las reglas-no son efectivas porque no cambian la motivación de los administradores de las empresas.

Cuando las empresas operan bajo relaciones mercantiles, por su propia definición (relaciones bilaterales entre los que ofertan y los que demandan donde cada parte busca maximizar su beneficio propio), lo que motiva a los administradores es aumentar al máximo sus ganancias. No importa quienes sean los administradores (capitalistas, representantes del estado o incluso los trabajadores en el caso de empresas autogestionadas), la lógica de su motivación les lleva a tratar de evadir cualquier regulación o compromiso social que disminuya sus ganancias. Aún si los administradores fuesen altruistas e intentaran acatar las regulaciones, lo más probable es que el mercado no les premie sino que les castigue con una reducción de sus ventas.

Por tanto, el rechazo al mercado como un instrumento tanto de motivación como de distribución de recursos no es ni dogmático ni simplista, sino una posición que refleja un entendimiento objetivo de su funcionamiento. Lo dogmático y simplista, en mi opinión, es no reconocer que tanto el mercado como la planificación no democrática tienen aspectos negativos y positivos. Del mercado, podemos tomar su descentralización u horizontalidad que permite que los agentes económicos estén mejor informados y tengan mayor autonomía; pero neguemos su carácter bilateral y su lógica egoísta que lo hacen ineficiente socialmente y no democrático al excluir de las decisiones a aquellos afectados que deberían poder defender sus intereses (por ejemplo, comunidades donde se ubican las empresas o de donde provienen sus insumos, otros consumidores y productores, y los propios trabajadores en empresas no democráticas). De la planificación no democrática, tomemos la coordinación que la hace más eficiente socialmente al evitar y disminuir desigualdades; pero neguemos su carácter centralizado y verticalista que la hace ineficiente al impedir que los agentes económicos estén mejor informados y tengan la autonomía necesaria para tomar las decisiones que les concierna.

Un sistema de planificación democrática no solo puede combinar los aspectos positivos del mercado y la planificación, sino que también ofrece una manera más efectiva de asegurar que las empresas cumplan con su responsabilidad social tanto de producir para satisfacer necesidades reales sin externalizar costos como de contribuir parte de sus ganancias para combatir desigualdades y para proveer servicios públicos universales. Como vimos, los intentos de regular las empresas bajo el mercado y la planificación no democrática son eventualmente inefectivos porque no se altera la motivación de los administradores de manera que sus intereses correspondan con los de la sociedad. Una planificación democrática crea las condiciones para que los administradores asimilen el interés social y para garantizar que se les premie por ello en lugar de castigarles como hace el mercado.

¿Sacrifica la planificación democrática la autonomía que supuestamente tienen las empresas y los consumidores en un sistema de mercado? Si entendemos «autonomía» como independencia para tomar decisiones-y no el derecho de ignorar los derechos de los demás-la planificación democrática aumenta la autonomía de muchos actores que son ignorados por ser «externos» a las transacciones mercantiles. En un sistema de planificación democrática ni las empresas ni los consumidores tienen planificadores imponiéndoles cuotas de producción o consumo, sino que las decisiones son tomadas independientemente por ellos a la luz de los intereses sociales. Además, mientras que en el mercado esa soberanía es substantivamente afectada por la mayor inseguridad de los actores, en una planificación democrática las empresas y consumidores tienen mayor seguridad y por tanto pueden considerar opciones que serían impensables si tuvieran que preocuparse por mantener o alcanzar una cierta posición de control en el mercado.

¿Es posible usar el mercado para distribuir algunos productos cuyas cantidades no es necesario planificar mientras se crean las condiciones para pasar a la planificación democrática? Un sistema de planificación democrática no tiene por qué planificar las cantidades que deben ser producidas de todos los productos sino solo de aquellos que se consideren importantes. (Tampoco implica que todas las empresas tengan que ser de trabajo asociado sino que también puede haber empresas de propiedad privada simple, es decir, autoempleo o empleo familiar.) Por otro lado, en la medida que sea necesario regular la producción de algunos de esos productos para asegurar parámetros de calidad y cuidado del medio ambiente, la planificación democrática, como hemos visto, podría ser más efectiva que el mercado.

El problema fundamental de recurrir al mercado es que al usar mecanismos de motivación basados en el egoísmo se hace más difícil que después podamos pasar a unos basados en la solidaridad. Las relaciones de intercambio mercantiles les enseñan a los consumidores y administradores de empresas a pensar sólo en sus intereses individuales-y colectivos, en el caso de las empresas autogestionadas-estrechos. Con el paso del tiempo se afianza el egoísmo y, como consecuencia, en lugar de establecer regulaciones para disminuir las desigualdades y otros males sociales se termina haciendo mayores concesiones al interés individual para no desincentivar la producción. Las experiencias en China, Vietnam y Yugoslavia-que además evidencia que las empresas autogestionadas tampoco pueden evadir los efectos del mercado-han demostrado los grandes riesgos que tiene la introducción de las relaciones mercantiles. [5] Si lo que queremos es construir una sociedad verdaderamente socialista, donde lo que motive a las personas a producir sea su realización personal desde una perspectiva solidaria, no podemos utilizar al egoísmo como palanca. Si la práctica diaria de las personas promueve sus egoísmos, nunca vamos a lograr que sean solidarias.

Más peligroso aún, el mercado fortalece el poder económico de los administradores (capitalistas o estatales) que les permite eventualmente hacerse del poder político y guiar la sociedad hacia la satisfacción de sus intereses. La privatización de empresas estatales y la aceptación de capitalistas privados en el Partido Comunista Chino es clara evidencia de ello. [6]

Por otro lado, y volviendo al nivel micro, la manera más efectiva de asegurar que los trabajadores de una empresa estén motivados a cumplir el plan (o compromiso de producción) de su empresa es que sean ellos mismos quienes lo hayan decidido y que todos sufran las consecuencias de cumplirlo o no. La planificación democrática asegura que los administradores de una empresa estén motivados para cumplir el plan, pero solo si la administración es compartida entre todos los trabajadores logramos que ellos compartan esa motivación.

Cuando los trabajadores operan bajo relaciones de trabajo asalariado (característica del capitalismo y «socialismo de estado»), es decir, donde los propietarios legales de la empresa (sean capitalistas privados o instituciones estatales) dan el control de la administración a otros que no son los trabajadores, los intereses de los trabajadores no coinciden con los de los administradores. Éstos últimos tienen que buscar mecanismos para motivar la productividad de los trabajadores como el miedo al despido o los estímulos materiales, pero en algunas situaciones el uso del despido es inaceptable para la sociedad y es imposible o muy costoso implementar un sistema de estímulos materiales.

Cuando los trabajadores operan bajo relaciones de trabajo asociado, es decir, donde los propietarios legales de la empresa permiten que los trabajadores administren colectivamente la empresa, es evidente que los intereses de los trabajadores coinciden con los de los administradores pues son ellos mismos directa o indirectamente mediante representantes elegidos democráticamente. El reto aquí es definir un interés colectivo que sea compartido por todos, y asegurar que todos cumplan con él. Lo primero puede lograrse si es decidido democráticamente, y sobre todo si el número de trabajadores no es muy grande y los trabajadores tienen intereses semejantes o fácilmente reconciliables. Para impedir que algunos trabajen por debajo de sus capacidades, las empresas democráticas pueden establecer mecanismos de supervisión colectiva mediante el cuál los propios trabajadores puedan evaluar de cerca el desempeño de cada uno e imponer sanciones en casos que se considere necesario. Esto es posible hacerlo efectivamente sólo porque cada trabajador entiende que si otro trabaja menos esto afecta tanto el interés colectivo como el suyo propio. Además de motivar la productividad, la relación de trabajo asociado es una fuente importante de eficiencia porque los trabajadores están motivados a brindar información necesaria para organizar más eficientemente la producción que sólo se puede obtener cuando ellos son los propios administradores pues sólo ellos la conocen como resultado de su experiencia práctica.

En mi opinión, la causa esencial de que nuestros trabajadores no estén motivados para producir con eficiencia y calidad no es solo que tengan insatisfechas sus necesidades materiales, sino también la manera que está organizada nuestra economía tanto a nivel micro como macro. Por supuesto que es más difícil sacrificarnos por otros cuando nuestras necesidades básicas no están satisfechas. Pero la idea no es pedirles y menos imponerles a las personas que se sacrifiquen por otras pues esto, aunque no imposible, no es sostenible ni justo para los que se sacrifican más que otros. El reto fundamental de la construcción socialista es organizar la sociedad de manera que los intereses individuales de las personas-y los colectivos de las empresas autogestionadas-pasen de tener un carácter egoísta (cuando solo se preocupan por ellos mismos) a un carácter solidario (cuando tienen en cuenta los intereses de otros en la sociedad). Y la experiencia ya ha confirmado que las personas no desarrollan su solidaridad sólo como resultado de una educación que enfatice esos valores. La educación es importante, pero es fundamentalmente mediante la práctica genuinamente democrática que las personas pasan a ver los intereses de esos otros como propios, es decir, a adaptar sus intereses individuales a intereses más generales. [7]

La participación de los trabajadores en la administración de las empresas no solo contribuiría a su desarrollo pleno, sino que también sería una fuente de motivación bien importante. De hecho, reconociendo que para asegurar la calidad de todo servicio o producto que tenga cierto grado de complejidad es importante que los trabajadores estén genuinamente motivados, muchas empresas capitalistas se han reorganizado de manera que los trabajadores tengan más participación en la toma de decisiones y se sientan más dueños y por tanto más responsables de su trabajo. Varios estudios empíricos [8] han demostrado que mientras mayor sea el alcance y contenido de la participación (no sólo sobre la distribución de los ingresos de la empresa sino también sobre cómo organizar la producción, etc.), más motivados están los trabajadores. La motivación es aún mayor cuando la participación se combina con la vinculación del ingreso de los trabajadores al desempeño de la empresa; el cual sería evaluado de manera más justa mediante una planificación democrática que considere los beneficios y costos sociales que serían ignorados por el mercado.

Con esta reflexión no le estoy restando urgencia ni importancia a la necesidad de erradicar las graves deficiencias tanto cuantitativas como cualitativas de productos y de servicios que sufrimos los cubanos. Solo he tratado de demostrar que no es necesario recurrir a mecanismos de motivación basados en el egoísmo como el mercado para lograrlo. E intento alertar que si recurrimos al mercado ni vamos a lograr satisfacer las necesidades materiales reales de todos, ni después vamos a poder apelar a la solidaridad necesaria para satisfacer las necesidades de desarrollo pleno de todos; algo que debería ser parte de todo proyecto socialista que valore su contenido humanista. Más aún, corremos el riesgo de encontrarnos en una situación política donde la opción más «racional» (desde la lógica de los administradores) sea abandonar el proyecto socialista.

Tampoco estoy negando que es necesario hacer cambios profundos en la organización de nuestra sociedad para que logremos satisfacer las necesidades de desarrollo pleno de todos los cubanos. Todo lo contrario. Solo estoy diciendo que ni el mercado ni un renovado sistema de planificación centralizada nos va a permitir lograrlo. Hay mucho todavía que analizar sobre la puesta en práctica de un sistema de planificación democrática, pero creo que es nuestra mejor apuesta para avanzar hacia un socialismo que cumpla con sus promesas de desarrollo humano pleno. Una cosa es el pragmatismo de evitar cometer errores y otra cosa es el derrotismo o miedo al fracaso que nos impide intentar algo que no ha sido implementado a gran escala y por largo tiempo. ¡No tengamos miedo a las capacidades de administración y de ser solidarios que tenemos los cubanos!

[1] Marx, Karl. [1858] «Grundrisse,» Notebook VII Marxists Internet Archive http://www.marxists.org/archive/marx/works/1857/grundrisse/ch14.htm

[2] Pateman, Carole. (1970) Participation and Democratic Theory. Cambridge [England]: University Press. Michael Lebowitz ha desarrollado un análisis marxista de la relación entre lo que el llama «desarrollo humano» y la «práctica transformadora» en varios libros y artículos tales como A reinventar el socialismo (2006) y ¿Qué es el socialismo? (2006) .

[3] Pedro Campos Santos ha explicado en varios artículos y el libro La Autogestión empresarial y social: camino al socialismo del Siglo XXI (pendiente de publicación) el significado de pasar de la relación asalariada a la relación de trabajador asociado que debe caracterizar al socialismo.

[4] Hahnel, Robin (2005) Economic Justice and Democracy: From Competition to Cooperation. New York: Routledge; Devine, Pat (1988) Democracy and economic planning. Cambridge: Polity Press. Ambos modelos de planificación democrática son analizados en un artículo a ser publicado en el próximo número.

[5] Sobre la experiencia China ver Hart-Landsberg y Burkett (2006) China y el socialismo. Reformas de mercado y lucha de clases. Barcelona: Hacer; y sobre la yugoslava, ver Michael Lebowitz (2005) Siete preguntas difíciles: Problemas de la autogestión yugoslava y 2004. Lecciones de la autogestión yugoslava ; así como los yugoslavos Branko Horvat (1982) The Political Economy of Socialism: A Marxist Theory. Armonk, N.Y.: M.E. Sharpe; Jaroslav Vanek (1970) The General Theory of Labor-managed Market Economies. Ithaca: Cornell University Press.

[6] Clifford Coonan «Communists find a place at the table for China’s new entrepreneurs» The Irish Times, October 22, 2007.

[7] Camila Piñeiro (2007) «Democracia laboral y conciencia colectiva en Venezuela. Un estudio de cooperativas» Temas #50-51.

[8] Levine, David I. and Laura D’Andrea Tyson (1990) «Participation, Productivity, and the Firm’s Environment.» Paying for Productivity: A Look at the Evidence. Washington, D.C.: The Brookings Institution, 1990. pp. 183-244.

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