Tomado del libro en gestación «Cuentos que no nos contaron», a medias entre Koldo Campos Sagaseta e Irene Campos Fernández)
A un modesto juzgado de un pequeño pueblo llegó un día un anciano. Vestía una deshilachada guerrera que alguna vez fue roja y un descolorido pantalón azul al que no le cabían más remiendos. La falta de una pierna la compensaba con dos viejas muletas de madera en las que se apoyaba.
Al verle entrar, el funcionario que atendía el mostrador apartó los ojos del periódico y sonrió.
-¡Vaya por Dios! ¡Si ha vuelto el soldadito de plomo! ¿Y qué te trae ahora por aquí? ¿No me digas que otra demanda?
-Así es -contestó el anciano- Quiero poner una querella contra Hans Christian Andersen.
-¡Ya…! -siguió sonriendo el funcionario- Otra querella más. Mira soldadito, en los últimos veinte años has demandado al empresario que te fabricó sin pierna; al comerciante que te vendió cojo; al Estado por inhibirse ante la solicitud que hicieras de una prótesis; al ejército por no pagarte la pensión de invalidez y los salarios atrasados; al ayuntamiento de la ciudad por no tapar los desagües públicos; al duende que te puso en la ventana; a la ráfaga de viento que te lanzó a la calle; al niño que te arrojó a la chimenea; a la rata que te exigió el pasaporte, al pez que te tragó… y ahora también quieres demandar al autor del cuento. ¡Vamos soldadito… no me hagas perder el tiempo! ¿Tú sabes la cantidad de crucigramas que tengo por resolver?
-Siento molestarlo pero, quizás, cuando ya no le quede trabajo pendiente, pueda encontrar tiempo para ocuparse de mi querella… -contestó el anciano- …así se distrae un rato de sus ocupaciones.
-¡Ya…! Muy amable por tu parte. El problema es que no has ganado ninguno de tus pleitos. ¿Puede saberse por qué ahora demandas al autor del cuento?
-Porque Andersen es el responsable de todas las calamidades que he pasado. Y que conste que se las disculpo. Le perdono que me concibiera con una sola pierna y que el negro duende que vivía en la caja de rapé me hiciera la vida imposible hasta el punto de provocar mi caída a la calle. Tampoco le tengo en cuenta que, además del golpe, ni el niño ni la sirvienta me encontraran cuando acudieron en mi auxilio, como le paso por alto el aguacero que desató a continuación. Le dispenso que no se le ocurriera mejor entretenimiento para los dos niños que me hallaron, que montarme en un barco de papel y ponerme a navegar por el canal de la calle hasta perderme por un desagüe abierto. Le perdono que una maldita rata me acosara en procura de un pasaporte y que, a punto de ahogarme, me tragara un pez. Le disculpo, incluso, su pirómano intento de acabar con mi vida en la chimenea.
– Muy generoso por tu parte exonerarlo de todos los cargos -lo interrumpió sorprendido el funcionario.
-Hasta le perdono -continuó el anciano su inventario de disculpas- que no me dejara expresar mis emociones en atención a que yo «vestía uniforme militar» por lo que no pude gritar pidiendo auxilio cuando caí a la calle, porque hasta en esas circunstancias debía «mantenerme firme y sin mover un músculo, mirando hacia delante, siempre con el fusil al hombro». Tenía prohibido llorar, así fuesen «lágrimas de plomo, que no habría estado bien que un soldado llorase». Ni siquiera me permitió el autor del cuento un simple y común pestañeo. Hasta dos veces me los negó. Sólo debía mantenerme firme y recordar aquella vieja canción: «¡Adelante guerrero valiente! ¡Adelante te aguarda la muerte!» que tanto detestaba, porque es verdad que era un soldado pero no es cierto que quisiera morir.
– ¿Y entonces… de qué acusas a Andersen?
Lo único que no le perdono es que no me permitiera haber amado a aquella damisela parada a las puertas del castillo de papel, que vestía «un traje de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara». Tenía los dos brazos en alto, pues era bailarina y había alzado tanto una de sus piernas que hasta pensé que sólo tenía una». La amé desde que la vi. Si al menos Andersen hubiera previsto, como compensación a todas las desgracias que urdió para mi vida, el feliz encuentro con mi amada bailarina al final de su cuento, hoy no estaría aquí, en este juzgado, pero no fue así. Eso es lo que no le perdono y por ello mi querella.
-¡Ya…! -bostezó el funcionario- Por cierto… ¿y tu fusil?
-El fusil lo perdí en la chimenea, cuando rodé sobre las brasas para escapar del fuego y esconderme a salvo de Andersen. Al día siguiente, la sirvienta de la casa lo encontró calcinado y pensó que era mi corazón aquel pedazo de plomo derretido. Naturalmente, yo no quise desmentir el equívoco y una noche más tarde abandoné la casa.
-¡Ya…! Mira, pasa a esa sala de espera que ahora estoy tramitando otra demanda, precisamente, contra Andersen, y aguarda a que te llame para hacer el papeleo.
El anciano, tras dar las gracias, pasó a la sala que le indicara el funcionario y, abatido, tomó asiento junto a una mujer, también curtida en años y desgracias, a juzgar por su atuendo: un raído y viejo traje que amarraba a la cintura con una desteñida cinta que pudo ser azul.
-Así que tú eres el soldadito de plomo… -sonrió la mujer mientras observaba con atención al anciano- No he podido evitar oír tu conversación con el funcionario. Yo también estoy aquí para demandar a Andersen.
Cuando el anciano levantó su mirada del suelo y se encontró de frente con los ojos de la mujer, un destelló de luz iluminó su rostro y su memoria y, balbuceando, como si las palabras, de improviso, huyeran de su boca, finalmente, se atrevió a preguntar.
-¿Nos conocemos? Tu voz… no sé… me resulta familiar.
La mujer, con los ojos aguados por la emoción, tomó entre las suyas una mano del anciano y le contestó.
-No soldadito de plomo, mi voz no puede resultarte familiar porque en todo el cuento no pronuncié una sola palabra. Ni siquiera un respingo aceptó Andersen poner en mi boca. Cuando tú llegaste a aquella casa dentro de una cajita repleta de soldaditos de plomo, yo ya estaba en el cuento, suspendida sobre una sola pierna, en clásica pose de danza, pero sin bailar, a las puertas de un castillo de papel. Y en esa posición y silencio, siempre inmóvil, llegué a la última página para que ni siquiera fuera yo, sino el viento, quien me acabara empujando a la chimenea.
-¿Entonces… -la interrumpió turbado el anciano- …eres tú…?
-Sí, mi soldadito, soy yo, la que no tuvo nombre, la que no tuvo palabra, la que no tuvo movimiento… Si acaso, aquella brillante lentejuela a la que el fuego dejó «negra como el carbón», único vestigio que Andersen permitió de mi existencia.
-¿Y cómo escapaste del fuego?
-La misma ráfaga de viento que me llevó a las brasas me salvó de ellas. Con el golpe perdí la lentejuela en la chimenea y yo acabé tirada entre los troncos que la sirvienta almacenaba a un lado. Nadie notó mi ausencia al otro día porque el único al que en verdad le importaba había corrido la misma suerte que yo, al menos, eso fue lo que creí hasta hace un rato, cuando te oí hablar con el funcionario y supe que tú también te habías librado de la hoguera y de Andersen.
Un entrañable y largo abrazo que no era de plomo, tampoco de papel, selló el feliz encuentro de los dos ancianos. Cuando se separaron, todavía sentados, ella preguntó.
-¿Y qué hacemos ahora?
-¿Seguimos adelante con nuestras demandas? -quiso saber el soldadito.
– Creo que tengo una mejor idea. ¿Por qué no nos vamos por ahí y aprovechamos este feliz reencuentro para escribir un cuento nuevo, el que pudo ser entonces y para el que aún estamos a tiempo?
– ¡Sí…! -respondió conmovido el soldadito- Un cuento que tenga en nuestras manos a sus únicos intérpretes.
-Sin nadie que marque nuestros pasos -confirmó la bailarina.
-¿Y a qué estamos esperando? -se preguntaron los dos al mismo tiempo antes de romper a reír y, abrazados, levantarse y salir de la sala.
-¿Y qué pasa ahora? -se lamentó el funcionario mientras desatendía sus labores- ¿Es que no me van a dejar terminar el crucigrama?
-¿Qué es lo que te falta? -preguntó la bailarina- ¿Podemos ayudar?
Tal vez porque ya el funcionario se había dado por vencido aceptó compartir con los dos ancianos el último enigma por resolver.
-Cuatro horizontal…Que odia o siente rechazo hacia las mujeres…Tiene ocho letras.
-Misógino -respondió de inmediato el soldadito.
-Andersen -aportó la bailarina.
Y sin esperar la respuesta del funcionario, entretenido en confirmar las posibilidades de dos respuestas que venían a ser la misma, el soldadito y la bailarina, de la mano y entre risas, se dirigieron hacia la puerta del juzgado.
-Desde que lleguemos a casa voy a quitarme esta vieja casaca militar de encima -confesó el anciano.
-Y al mismo basurero que vaya tu casaca va a ir a parar este absurdo traje que lejos de ayudarme a volar me sirvió de mortaja.
-¡Eh…! -alcanzó a gritar el funcionario cuando ya los dos ancianos estaban a punto de salir- ¿Y las demandas? ¿Qué hago con ellas?
-Archívalas… respondió el soldadito volviéndose desde la puerta- …donde mejor te quepan.
-¿Qué las archive…dónde?
La bailarina también quiso contribuir al crucigrama y, antes de desaparecer detrás del soldadito, giró sobre sus pasos.
-Tiene cuatro letras y sirve para sentarse… y para archivar querellas.