Entre las cosas llamativas del TLC está que hay dos artículos, el 17.2 y el 18.2, que son iguales, pues la diferencia de sus textos se reduce a que el uno habla del trabajo y el otro del medio ambiente. Y ambos tienen el mismo propósito: transmitir la engañosa idea de que a los redactores […]
Entre las cosas llamativas del TLC está que hay dos artículos, el 17.2 y el 18.2, que son iguales, pues la diferencia de sus textos se reduce a que el uno habla del trabajo y el otro del medio ambiente. Y ambos tienen el mismo propósito: transmitir la engañosa idea de que a los redactores del Tratado sí les duelen esos temas y que su daño no se utilizará para disminuir los costos, con el propósito de exportar más y atraer inversionistas. Es obvio, además, que dichos artículos, aunque se refieren de manera indistinta a los compromisos de Estados Unidos y de Colombia, en los hechos, tienen como objetivo las necesidades del segundo país, que es el que necesita reducir los precios de la mano de obra y de los cuidados ambientales para poder venderles a los estadounidenses y captar sus inversiones.
Los artículos dicen que «las partes reconocen como inapropiado promover el comercio o la inversión mediante el debilitamiento o reducción» de las legislaciones laborales y ambientales, pero se sabe que la palabra «inapropiado» es de esas que se usan para tramar incautos, pues ella, en realidad, no obliga a nada. En la misma lógica de confundir, el texto reitera que ninguno «procurará asegurar que no dejará de aplicar» o derogará normas sobre el trabajo y el medio ambiente «como una forma de incentivar el comercio con la otra parte» o «como un incentivo» para atraer inversiones, cuando también salta a la vista que la frase «procurará asegurar» tampoco compromete a nada.
Y para que no quedara la menor duda de que el TLC sí autoriza lesionar los ingresos de los trabajadores y el medio ambiente para conseguir negocios, el texto agrega que Estados Unidos -y teóricamente Colombia en la jurisdicción del Imperio- no podrá exigir que se cumplan las leyes vigentes en nuestro país en estos asuntos. La frase es la siguiente: «Ninguna disposición en este capítulo se interpretará en el sentido de facultar a las autoridades de una Parte para realizar actividades orientadas a hacer cumplir la legislación (laboral o ambiental) en el territorio de la otra Parte». Mientras el resto del Tratado le otorga poder abusivo en extremo a la Casa Blanca para obligar a Colombia a cumplir el acuerdo en cualquier sentido, aquí sí aparece la absoluta laxitud.
Esto es así porque, hipocresías aparte, el «libre comercio» consiste en unir los capitales de las trasnacionales con los menores costos de producción de los países que giran en las órbitas imperiales, de manera que esas empresas realicen negocios de importación y exportación de todo tipo de géneros entre ellas mismas, cosa que, aunque se conozca menos, también lesiona a los trabajadores de las potencias. ¿Y cómo logran los países atrasados reducir sus costos para hacerse atractivos y resultar «favorecidos» por los magnates foráneos? En la plutocracia que está montando en Colombia el gobierno de Alvaro Uribe Vélez se sienta cátedra al respecto: venta a menosprecio de empresas, propiedades y recursos naturales de la Nación, impuestos bajos o inexistentes a los monopolistas y reducción de los costos laborales y ambientales, es decir, toda una serie de disposiciones retardatarias que el TLC ratifica como claves e irreversibles en la competencia internacional del neoliberalismo. ¿O no son los salarios de hambre y la destrucción ambiental la explicación principal del éxito de los países que llaman «milagros» exportadores a los que tiene que vencer Colombia si quiere vender en Estados Unidos?
Y en la lógica del «libre comercio» este problema no tiene arreglo. Porque una de dos: o lo acordado hasta ahora se transforma de manera astuta para que nada cambie y engañar a algunos en Estados Unidos y en Colombia o se modifica de verdad a favor del trabajo y el ambiente de los colombianos y, entonces, Colombia pierde competitividad y termina vencida por los países que pueden actuar sin cortapisas en estos aspectos.
Coletilla: para agregarle otra indignidad más al trámite del TLC, lo que se firmó el 22 de noviembre pasado obliga a Colombia pero no a Estados Unidos, ya que los estadounidenses dejaron claro que su Congreso no aprobará, sin cambios o agregados, ese texto. ¿Qué norma autoriza a lo funcionarios colombianos a suscribir un contrato que compromete al país -porque el TLC es un contrato-, que la otra parte advirtió que no cumplirá? ¿No es el colmo que se le imponga al Congreso colombiano tramitar un acuerdo que, además de daños al país, constituye una burla a la dignidad nacional?