La Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo tripartito de Gobiernos, empresarios y trabajadores, ya en el año 1999, por el que entonces era su Director General, el chileno Juan Somavía, enunció el concepto de trabajo decente, que poco a poco se ha ido popularizando e incluyendo en las declaraciones internacionales que tratan de coordinar […]
La Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo tripartito de Gobiernos, empresarios y trabajadores, ya en el año 1999, por el que entonces era su Director General, el chileno Juan Somavía, enunció el concepto de trabajo decente, que poco a poco se ha ido popularizando e incluyendo en las declaraciones internacionales que tratan de coordinar políticas globales.
Es un feliz término que resume la convergencia de cuatro objetivos estratégicos, el cumplimiento de los derechos fundamentales en el trabajo, el empleo, la protección social y el diálogo social.
Pero también ocurre, como con determinados artículos constitucionales, que los gobiernos incluyen en las declaraciones el ‘trabajo decente’ como mero artificio declarativo sin pretender hacer de él una guía de buen gobierno. Se priorizan otras políticas o decisiones al albur de las consecuencias financieras y presupuestarias de una crisis, no provocada por la ciudadanía, y en las que huyen de acometer un reparto equitativo entre ganadores (los bancos privados, los bancos acreedores de deuda) y perdedores, la sociedad en general y, sobretodo los trabajadores.
Se está produciendo a escala mundial y más ferozmente en los países occidentales intensas redistribuciones de renta hacia el sector financiero, aumentos de la desigualdad y deterioro del salario social, los servicios públicos universales de sanidad, educación, dependencia,…
El trabajo decente va unido a la capacidad de prestaciones sociales. Es ese trabajo formal, que genera rentas, el que también facilita -junto con el conjunto de las exacciones impositivas de las otras rentas- la capacidad de prestaciones sociales. De hecho, cinco años después, la propia OIT ha formalizado otro concepto que debe ser conocido y apropiado por la ciudadanía, ‘el piso de protección social’: «debe aceptarse un determinado nivel mínimo indiscutible de protección social como parte de la base socioeconómica de la economía global». En el Informe Bachelet dirigido a las Naciones Unidas, se dice con buen criterio «que las medidas de protección social han amortiguado los efectos de la crisis entre la población vulnerable, han actuado como un estabilizador macroeconómico y estimulado la demanda, y han permitido a las personas superar mejor la pobreza y la exclusión social en los países en desarrollo y en los países desarrollados».
Por lo tanto, si los Gobiernos y las fuerzas políticas pasasen de las declaraciones enunciativas a convertir ambos conceptos, trabajo decente y piso de protección social en el eje de su acción política, otro panorama se nos presentaría en la actualidad.
Este sería el caso de la generación más joven. Las cifras que se manejan en los organismos internacionales sitúan en 75 millones los jóvenes de todo el mundo que se encuentran en estos momentos sin trabajo; otros muchos millones están atrapados en un trabajo informal o precario; y decenas de millones de nuevos solicitantes de empleo no tienen ninguna posibilidad de encontrar trabajo, ni la educación y formación que les permitiría estar preparados para trabajar en el futuro. En nuestro país, el desempleo juvenil supera el 50%. Pero las cifras de fracaso escolar son también significativas. La política presupuestaria, por el contrario, es cicatera e incluso reduce aún más en educación los elementos paliativos de la situación, como los profesores de refuerzo y otras pautas de mejora de la calidad de la enseñanza
Hay pues que cambiar el diseño de unas políticas restrictivas en lo social y forzar una política de implementación de derechos. Frente a la política asimétrica de austeridad y corsés de la Troika (Banco Central Europeol, FMI, Comisión Europea), defensora de acreedores financieros, defendida por el actual Gobierno, es necesaria un mayor grado de racionalidad y romper los prejuicios de la ortodoxia neoliberal que rige en Europa. Así, que los Estados que rescatan a una parte del sector financiero y avalan las deudas de éstos frente a sus acreedores pida préstamos que serán cubiertos por esos mismos acreedores o los bancos rescatados, a un interés usurero, gracias a su vez a que el Banco Central Europeo presta al sector financiero al 1 por ciento, demuestra la aberración del sistema y el trasvase multimillonario de los ahorros de la ciudadanía a los accionistas del sector financiero. O el mantenimiento de paraísos fiscales fuera o dentro de cada país.
La economía y el mercado tienen que estar al servicio de la humanidad. Racionalizar la extracción de recursos naturales no sustituibles, o la producción de alimentos, son elementos que tienen que regir las normas productivas, por encima de la capacidad de rentas de una limitada y limitadísima proporción de personas que en muchas ocasiones manipulan las decisiones productivas y el mercado.
Las jornadas mundiales sobre cualquier tema tienen la virtud de hacernos parar un momento de la vorágine de nuestros problemas cotidianos y urgentes para poder mirar el horizonte. Saber si estamos en la dirección adecuada hacia una mejora colectiva o a un enfrentamiento social darwiniano.
La Jornada sobre el Trabajo Decente del 7 de octubre, el Día contra la Pobreza, el próximo día 17 de este mismo mes son esos hitos en el calendario. Debemos parar un instante, reflexionar sobre el camino que nos están marcando y ver si es el nuestro. Si no lo es, como pensamos muchos, hay que expresarlo, hasta lograr un cambio de orientación para ser dueños de nuestro destino y establecer otros criterios más solidarios de construcción social y ambiental.
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