En toda Europa occidental (como en otros lugares del Norte global) los puestos de trabajo en la agricultura van siendo ocupados más y más por personas migrantes. Aunque las condiciones concretas varían en cada país, existen problemas compartidos, como el pago de salarios aún más bajos que los prometidos o la infravivienda y el hacinamiento en espacios insalubres o sin servicios básicos. La tendencia general es que los migrantes conformen la fuerza de trabajo empleada en el campo para las tareas que rechaza llevar a cabo la población local: las más duras, peligrosas o peor pagadas.
¿Cómo se explica que acepten esos trabajos y esa situación de subalternidad? La investigación social sobre el terreno ha revelado distintas motivaciones por su parte. Por un lado los salarios, pese a ser bajos, son muy considerables en comparación a los de sus lugares de origen. También, en la agricultura abunda la informalidad, sirviendo como sector de entrada para los migrantes sin permiso de trabajo.
Además, ciertas desventajas estructurales les dificultan protestar y exigir mejoras. Para empezar, su aislamiento, o su desconocimiento de la legislación y formas de organización locales. También en muchos casos su deportabilidad o, en general, sus limitados derechos civiles y políticos.
Las empresas del sector aprovechan esas formas de debilidad y de especial necesidad, generando un modelo económico muy lucrativo en connivencia con los Estados europeos que han tolerado esta estructura (cuando no la han fomentado) para aupar el negocio y alcanzar la autosuficiencia alimentaria.
La agricultura constituye un pilar fundamental no solo de cualquier economía, sino de toda sociedad, pues es el sector encargado de alimentar a la población, una función básica para la supervivencia de los seres humanos. Su importancia así trasciende el mero volumen de negocios que produce, de ahí que conforme el sector primario del que parte todo sistema económico.
Disponer de una agricultura productiva no solo es clave para el bienestar social, sino indispensable para garantizar la seguridad alimentaria. Como rezaba un famoso artículo publicado por el diario The Guardian a raíz del Brexit, “si no puedes alimentar a un país, no tienes país”.
Desde sus orígenes, producir en el continente los alimentos que su población consume ha sido una prioridad de la Unión Europea, que puso en marcha para ese fin la Política Agraria Común (PAC) desde 1962. El éxito de esta política se ha visto en numerosas momentos de la historia, incluido el actual, pues, pese la creciente inflación producida por la guerra en Ucrania, la UE afirma ser autosuficiente en términos alimentarios.
¿Qué modelo sostiene este esquema productivo?
Según datos de Eurostat, a pesar de que un 94,8 % de las empresas agrícolas en la Unión es de tenencia familiar, estas solo emplean el 17,6 % del área cultivada, recayendo el 82,4 % restante en manos de empresas que disponen de terrenos superiores a las 20 hectáreas. Para hacernos una idea, solo entre 2005 y 2020 han desaparecido 1,4 millones de haciendas agrícolas familiares.
La tendencia es clara, el grueso de la producción agrícola europea recae en manos de grandes cooperativas y empresas, principalmente instaladas en España e Italia, productoras del 45 % de la fruta y hortalizas frescas de la UE. Esta concentración, reveladora de la existencia de una división del trabajo europea, ha sido posible gracias a la adopción del conocido como “modelo californiano” de agricultura industrial.
La mano de obra
La agricultura industrial se caracteriza por aplicar el fordismo a la producción de alimentos. La mano de obra se descampesiniza (y desfamiliariza) para ser principalmente asalariada. Los tiempos productivos se reducen al máximo y se miden al milímetro, trabajando en cadena, empleando agroquímicos y tecnologías. Toda la producción tiene lugar, además, en un mismo territorio, generando así enclaves donde todo el proceso, desde el plantado hasta la exportación del producto en camiones, queda concentrado en un mismo entorno geográfico.
Un gran ejemplo de agricultura industrial lo constituye el conocido como mar de plástico de Almería, visible incluso desde el espacio.
La puesta en marcha de este tipo de producción, no obstante, ha chocado con la tendencia global a la desruralización poblacional. Pero ¿cómo ha podido generarse un sector dinámico cuando los espacios donde se instala se caracterizan por el envejecimiento y la despoblación?
Vulneraciones de derechos en toda Europa
La solución provino del empleo de mano de obra de origen migrante. De ahí que en la actualidad los trabajadores del campo procedan, primordialmente, de la periferia global: magrebíes, rumanos y subsaharianos en Italia; los mismos grupos y latinoamericanos en España; albaneses y sudasiáticos en Grecia; rumanos y otros europeos del Este en Alemania; ucranianos en Polonia…
En España, el enclave de la provincia de Huelva ha desatado cierto escándalo tras la publicación en la prensa alemana de casos de explotación laboral y sexual a temporeras marroquíes. Desde entonces, ese y otros problemas de la agricultura onubense, como los asentamientos chabolistas, han recibido algo de atención pública.
Aunque esto es positivo, no conviene olvidar que no es un problema exclusivo de esta región: vulneraciones de derechos comparables se documentan en enclaves de toda España como Almería, Murcia, Valencia y Lleida.
Y lo mismo en toda Europa. Desde la explotación de grandes masas de migrantes irregulares en Italia en la que median mafias tales como el caporalato hasta los tailandeses que se endeudan para ir a recoger frutos rojos en Suecia (y no siempre logran cubrir gastos). Situaciones análogas se dan en Grecia, Alemania, Polonia, Países Bajos…
Los países de la UE han erigido sus industrias agroalimentarias apoyándose en la explotación de una mano de obra migrante absolutamente esencial para su dinamismo. Ha llegado el momento de que, como sociedades, nos responsabilicemos de sus condiciones de vida, impidamos los abusos y garanticemos que gocen de los mismos derechos humanos básicos que cualquier otro trabajador.
Juan Castillo Rojas-Marcos. Investigador en Estudios Migratorios y Sociología, Universidad Pontificia Comillas
Yoan Molinero Gerbeau. Investigador en Migraciones Internacionales, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo se ha realizado con la colaboración de Carlos Ruiz Ramírez, project manager de Oxfam Intermón para el proyecto europeo SafeHabitus.