Si se hubiera tratado de un país «normal», 11 puntos de ventaja en un balotaje (55,42 contra 44,1 por ciento, más de 1,6 millones de votos de diferencia) hubieran llevado a cualquier medio de prensa de cualquier país a hablar de victoria por paliza del primero sobre el segundo. Pero al tratarse de la «especial» […]
Si se hubiera tratado de un país «normal», 11 puntos de ventaja en un balotaje (55,42 contra 44,1 por ciento, más de 1,6 millones de votos de diferencia) hubieran llevado a cualquier medio de prensa de cualquier país a hablar de victoria por paliza del primero sobre el segundo. Pero al tratarse de la «especial» Venezuela, se habló más «en el mundo» del espectacular ascenso de la oposición que del cuarto triunfo al hilo en una presidencial de Hugo Chávez. Dicho pues: el domingo Chávez ganó por paliza, en 22 de los 24 estados del país, y quedaron en la nada catastrofismos del más diverso pelaje sobre eventuales fraudes electorales o violentismos varios.
Cierto también: el ascenso de la oposición conducida por Henrique Capriles fue notable. Chávez deberá ahora enfrentar tal vez los mayores desafíos que se le han presentado en sus 14 años de mandato, tanto en el plano político y económico como en el personal. De esos temas, de la «incomprensión» que rodea al «comandante» y su modelo, y de sus desafíos (y fortalezas, contradicciones y debilidades), se ocupan las dos notas que siguen.
Finalmente los venezolanos votaron -de manera masiva- y eligieron a Hugo Chávez por más de un millón de votos de diferencia sobre su contrincante, Henrique Capriles, un joven gobernador que logró unificar a la oposición y -acorde a los tiempos- diluir su imagen derechista y mostrar un rostro «de centroizquierda» menos asociado al golpismo de antaño que deparó desastrosos resultados para la oposición. Su reconocimiento de la derrota con un discurso moderado es un paso significativo con respecto a las elecciones anteriores. Por su parte, Chávez habló de una «victoria perfecta» y al referirse al tránsito hacia el socialismo bolivariano le agregó el término democrático («socialismo democrático bolivariano», dijo) y llamó a Capriles para saludarlo. Ese escenario dio por tierra con las versiones que anticipaban un escenario de convulsión poselectoral, en unos comicios que movilizaron a todos los grandes medios internacionales, la mayoría en contra del presidente bolivariano. El futuro político depende ahora de la salud del presidente que ya lleva 14 años en el poder y puede llegar a las dos décadas en el Palacio de Miraflores. También habrá que ver qué pasa en las próximas elecciones para gobernadores y parlamentarias (separadas de las presidenciales). La consigna -después de que se declaró la enfermedad de Chávez- ya no es «patria o muerte» sino «viviremos y venceremos».
Sin duda, los análisis de muchos medios que hablaban de empate técnico tuvieron más que ver con sus propios deseos (wishful thinking) que con lo que surgía de la realidad. Varias evidencias hacían pensar que el mandatario venezolano se mantendría en el poder. Más allá del desgaste del modelo bolivariano, hay una identidad popular asociada al chavismo -y procesos de inclusión social y simbólica- que hoy le permiten a Chávez mantener su capacidad de ganarle a cualquier rival. Incluso a Capriles, que logró darle bastante mística a la unidad opositora. Pero estas razones populares siguen siendo despreciadas por columnistas opositores como Fernando Rodríguez, para quien -apelando a una frase que podría haber sido pronunciada en el siglo xix- los resultados demuestran simplemente «que la pasividad patológica de los pueblos ante el despotismo puede ser muy grande» (Tal Cual, 10-X-12). Entre los periodistas que parecieron creer su propio cuento se destacó por lejos el argentino Jorge Lanata, que fue a Caracas a cubrir la derrota de Chávez y logró, notablemente, quedar a la derecha de la cobertura de la cnn, por momentos bastante equilibrada pese a las simpatías obvias por el candidato opositor.
Ahora el gobierno enfrentará una nueva etapa. El propio presidente reconoció en la campaña las dificultades de gestión estatal. No es la primera vez. Ya en 2007 habló de las 3 R: revisión, rectificación y reimpulso. A menudo la distancia entre el voluntarismo presidencial y las capacidades institucionales para hacer los cambios es gigantesca (demasiado gigantesca). Sin duda, el «socialismo petrolero tan diferente al imaginado por Marx» -como Chávez definió a su modelo en 2007- presenta muchos problemas, entre los más acuciantes está la enorme dependencia de las importaciones, que beneficia a una burguesía importadora parasitaria y pone en cuestión la solidez de la gestión bolivariana. Los llamados a radicalizar la revolución a menudo carecen de referencias precisas a los sujetos sociales que la impulsarían y presuponen un consenso socialista poco evidente a la luz de los patrones (o imaginarios) de consumo de los propios sectores populares venezolanos.
De hecho, la fórmula del socialismo del siglo xxi se fue diluyendo en los últimos años como proyecto posneoliberal a escala latinoamericana. Venezuela sigue siendo un petro-Estado, las políticas redistributivas dependen de los altos precios del crudo y los viejos objetivos de «sembrar petróleo» siguen pendientes. En ese sentido, el ciclo actual tiene más semejanzas que las admitidas con el gobierno socialdemócrata de Carlos Andrés Pérez en los setenta. Y toda la política social -generalmente estructurada en instituciones ad hoc del Estado- depende de PDVSA.
En Venezuela se han ensayado varios mecanismos -en la primera etapa, «operativos cívico-militares»- para llevar adelante «procesos de inclusión masivos y acelerados» a través de «una distribución más justa de la renta petrolera». Los críticos del rentismo hablan de la «cultura de campamento» en la que predominan los operativos extraordinarios sin continuidad en el tiempo. En este sentido, el proyecto más ambicioso son las misiones, que impactan positivamente en amplias capas de la población, desde la educación a la atención sanitaria, pasando por los mercales, donde se pueden comprar alimentos a precios más bajos, lo que resulta de especial importancia en un país con alta inflación. Pero esta institucionalidad paralela es inestable en el tiempo y depende de crecientes inyecciones de petrodólares (como reconoció el propio Chávez, las misiones surgieron después de conocer encuestas que lo daban como perdedor en el plebiscito revocatorio de 2004 y en medio de una conversación con Fidel Castro). Sin duda es mejor que esos dólares vayan al pueblo y no a la oligarquía, pero de ahí a imaginar algo como el socialismo del siglo xxi hay un enorme trecho, y esta perspectiva anticapitalista no ha logrado pasar de algunas formulaciones más bien retóricas.
A los problemas mencionados se suman los enormes niveles de inseguridad ciudadana, la emergencia de una «boliburguesía» ostentosa y demasiada impunidad respecto a la corrupción. Es claro que el chavismo no es ni de cerca una dictadura, que la histeria conservadora no tiene asidero y que sería extraño un dictador que ganó más de una decena de elecciones limpias (Eduardo Galeano), pero eso no implica que los métodos de construcción del psuv no sean a menudo demasiado jerárquico-militaristas. Esto último suele ser pasado por alto por fuerzas de izquierda defensoras de la autonomía popular -como el Frente Popular Darío Santillán en Argentina- que son entusiastas chavistas y antikirchneristas, lo que probablemente se relacione con cuestiones de distancia y de la particular mística política creada alrededor de Chávez. El correlato internacional de estas derivas es la solidaridad con regímenes que sí son dictaduras -dizque antimperialistas- como Gadafi en Libia, Al Asad en Siria o Lukashenko en Bielorrusia. También es cierto que la mayoría de los medios privados son opositores pero las largas horas de cadenas nacionales -inéditas en la región a esa escala- introducen algunos matices a los análisis demasiado binarios.
Todo ello invita a la reflexión -especialmente ahora que los resultados dieron una victoria inapelable a Hugo Chávez-. Para los sectores de izquierda que apuestan a que el nacionalismo decante en socialismo, habría que recordar que históricamente la astucia de la «razón populista» se impuso sobre los proyectos de izquierda. Y en la cúpula chavista hay personajes como Diosdado Cabello (la llamada derecha endógena) que no carecen precisamente de astucia en un escenario en que se disputa un posible espacio poschavista. Sin embargo, muchos analistas de izquierda siguen hablando demasiado de los años noventa, cuando los «nuevos» gobiernos progresistas y nacionalistas llevan entre seis y 14 años en el poder. En el debate aún abierto en la izquierda sobre las vías hacia la emancipación, este triunfo democrático no debería opacar ciertos signos de agotamiento del socialismo bolivariano en términos transformadores. Un balance que debería ser extensivo a todas las experiencias nacional-populares en la región.
Montevideo, 12/10/2012
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