El mundo se ha quedado horrorizado ante la respuesta de Estados Unidos al huracán Katrina y sus consecuencias en Nueva Orleans. Cuatro años después de los atentados terroristas de septiembre de 2001, y después de que supuestamente se gastaran miles de millones de dólares en «preparación» para otra emergencia, Estados Unidos ha demostrado al mundo […]
El mundo se ha quedado horrorizado ante la respuesta de Estados Unidos al huracán Katrina y sus consecuencias en Nueva Orleans. Cuatro años después de los atentados terroristas de septiembre de 2001, y después de que supuestamente se gastaran miles de millones de dólares en «preparación» para otra emergencia, Estados Unidos ha demostrado al mundo que no estaba preparado, ni siquiera para un suceso que se produjo con muchas advertencias. La diferencia entre el tsunami acaecido en Asia el pasado diciembre y el que ya se está denominando tsunami negro en Estados Unidos -por toda la devastación que provocó entre los pobres de Luisiana, negros en su mayoría- es asombrosa. El desastre asiático demostró la capacidad de los afectados para superar disensiones, que arrastraban desde hacía mucho tiempo, cuando los rebeldes de Aceh depusieron las armas en causa común con el resto de Indonesia. Por el contrario, el desastre de Nueva Orleans -y de otras partes de la costa del Golfo estadounidense- puso de manifiesto y agravó esas disensiones.
La respuesta dada por el Gobierno de Bush confirmó lo que muchos negros sospechaban: que aunque ellos puedan enviar a sus hijos a luchar en las guerras estadounidenses, no sólo se habían quedado atrás en la prosperidad estadounidense, sino que tampoco interesaba o se sabía qué era lo que más necesitaban. Se ordenó una evacuación, pero no se proporcionaron medios para los pobres. Cuando llegó la ayuda, fue, como señaló un columnista de The New York Times, como en el Titanic: los ricos y los poderosos salieron primero. Estuve en Tailandia inmediatamente después del tsunami, y vi la impresionante respuesta de ese país. Los tailandeses trasladaron en avión a funcionarios consulares y de embajada a las áreas afectadas, conscientes de la sensación de impotencia que sentirían los que se encontraran desamparados lejos de casa. EE UU impidió que los funcionarios extranjeros acudieran a Nueva Orleans para ayudar a sus ciudadanos. Hasta el país más rico del mundo tiene recursos limitados. Si concede recortes fiscales a los ricos, tendrá menos para gastar en la reparación de diques; si despliega la Guardia Nacional para luchar en una guerra sin esperanza en Irak, tendrá menos recursos para enfrentarse a una crisis interna.
Es necesario elegir, y lo que se elija importa. A menudo, los políticos miopes como Bush escatiman en las inversiones a largo plazo en pro de la ventaja a corto plazo. Recientemente, el presidente firmó un generoso proyecto de infraestructuras que incluía, entre otras compensaciones a sus partidarios políticos, un infame puente hacia ninguna parte en Alaska. Dinero que podría haberse usado para salvar miles de vidas se gastó en conseguir votos. Pocas veces se ha visto con tanta claridad eso de que «si escupes al cielo, en la cara te caerá» como en estos últimos años: una guerra mal concebida, organizada en plan barato, no ha llevado la paz a Oriente Próximo. Ahora Estados Unidos ha tenido que pagar las consecuencias por no hacer caso de las advertencias sobre la debilidad de los diques de Nueva Orleans. Está claro que nada podía haber librado por completo a la ciudad del impacto del Katrina, pero seguro que se podría haber aminorado la devastación.
A menudo, los mercados, con todas sus virtudes, no funcionan bien en una crisis. De hecho, con frecuencia el mecanismo del mercado se comporta repugnantemente en las emergencias. El mercado no respondió a la necesidad de evacuación enviando enormes convoyes de autobuses para sacar a la gente; en algunos lugares, respondió triplicando el precio de los hoteles en áreas vecinas, lo cual, si bien refleja el marcado cambio en la oferta y la demanda, se califica de extorsión en los precios. Semejante comportamiento resulta tan odioso porque aporta poco beneficio de reparto y supone un enorme coste distributivo, porque quienes disponen de recursos se aprovechan de quienes carecen de ellos.
Amartya Sen, ganador del premio Nobel de Economía, ha resaltado que la mayoría de las hambrunas no van asociadas a una escasez de alimentos, sino a que quienes los necesitan no pueden acceder a ellos por carecer de poder adquisitivo. EE UU, el país más rico del mundo, disponía claramente de recursos para evacuar Nueva Orleans. Es sólo que Bush hizo caso omiso de los pobres, las decenas, quizá cientos de miles de personas que no tenían los recursos para pagarse su propia evacuación. Cuando uno es pobre, no tiene tarjeta de crédito, y la mayoría de los que se quedaron atrapados estaban especialmente bajos de fondos porque era fin de mes. Pero si hubieran tenido el dinero, no es tan evidente que los mercados hubieran respondido con rapidez para proporcionar la oferta necesaria; en tiempos de crisis, a menudo no lo hacen. Ésa es una de las razones por las que el ejército no usa un sistema de precios para asignar recursos.
El pasado enero, después del tsunami, en respuesta a los llamamientos generalizados para que se estableciera un sistema de alerta precoz, señalé que el mundo había sido advertido de antemano del calentamiento del planeta. El resto de los países han empezado a tomar precauciones, pero Bush, que hizo caso omiso de las advertencias sobre los planes de Al Qaeda antes del 11 de septiembre de 2001, y que no sólo hizo caso omiso sobre los diques de Nueva Orleans sino que de hecho vació los fondos para apuntalarlos, no ha llevado a EE UU a hacer lo mismo.
Los científicos están cada vez más convencidos de que el calentamiento de la Tierra irá acompañado de mayores perturbaciones climáticas. Las pruebas recientes son como mínimo congruentes con dicha hipótesis. Tal vez Bush esperara que las consecuencias del calentamiento del planeta se sintieran mucho después de que él abandonara el poder; y que se notaran mucho más en países tropicales pobres como Bangladesh que en un país rico situado en las zonas templadas. Pero quizá haya un rayo de esperanza en las nubes que cubren Nueva Orleans. Tal vez EE UU, y especialmente su presidente, se convenzan de que deben unirse al resto del mundo en la lucha contra la pobreza y en la protección del medio ambiente. Para enfrentarse a los desastres, sean naturales o provocados por el hombre, y hacer planes para ello, se debe hacer algo más que esperar lo mejor y rezar.
Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía y catedrático de esta asignatura en la Universidad de Columbia. Autor, entre otros libros, de Los felices noventa. Traducción de News Clips. © Project Syndicate, 2005.