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El valor de la subvaluación

Fuentes: Red del Tercer Mundo

El economista turco Dani Rodrik acaba de ganar el codiciado premio Hirschman del Consejo de Investigación en Ciencias Sociales de Estados Unidos y, según los entendidos, es un firme candidato al próximo premio Nobel. Rodrik enseña economía política internacional en la Universidad de Harvard y da conferencias que son aplaudidas tanto en los ambientes más […]

El economista turco Dani Rodrik acaba de ganar el codiciado premio Hirschman del Consejo de Investigación en Ciencias Sociales de Estados Unidos y, según los entendidos, es un firme candidato al próximo premio Nobel.

Rodrik enseña economía política internacional en la Universidad de Harvard y da conferencias que son aplaudidas tanto en los ambientes más ortodoxos como en los círculos contestatarios, no por ecléctico sino, como él mismo reconoce en su blog (http://rodrik.typepad.com), «por incordiar por igual a izquierdas y derechas».

Así, en un artículo reciente sobre dilemas monetarios, se dirige a los gobernadores de los bancos centrales de los países ahora llamados «emergentes» (antes «en desarrollo» y más antes «del Tercer Mundo») y les dice que «sabrán que están teniendo éxito cuando el secretario del Tesoro de Estados Unidos golpee a sus puertas para decirles que son culpables de manipular su moneda».

¿Por qué cree Rodrik que es recomendable manipular la moneda, en vez de dejarla flotar libremente y que sea el mercado el que fije su precio con relación al dólar? La respuesta está en una meticulosa investigación sobre las tasas de cambio y el crecimiento económico que acaba de publicar y en la que analiza la relación entre monedas subvaluadas o sobrevaluadas y crecimiento económico en 187 países entre 1950 y 2004, antes y después de la irrupción de la globalización.

La moneda sobrevaluada -o sea el rezago cambiario, una tasa de cambios que mantiene al dólar barato- «está asociada con escasez de moneda extranjera, corrupción, déficit insostenibles en las cuentas corrientes y crisis de balanzas de pagos, todo lo cual daña al crecimiento económico». La experiencia de Argentina durante la convertibilidad es el ejemplo latinoamericano más notorio y tanto el sentido común como la ortodoxia económica dirán que hay que llevar el dólar a su precio «justo».

Pero Rodrik va más allá. No se trata sólo de que el dólar no sea artificialmente barato, sino que un dólar caro, o sea una moneda subvaluada, es recomendable. Lo que los números analizados dicen sin lugar a dudas es que en países de ingresos bajos y medios – pero no en los países ricos-, «un incremento en la subvaluación impulsa el crecimiento».

Tanto en India como en Tanzania, en China como en Uganda, el crecimiento económico está asociado a la subvaluación de sus monedas. En Corea del Sur y Taiwán, los primeros «tigres» asiáticos, su rápido crecimiento se produjo con monedas bajas y comenzó a enlentecerse cuando éstas se revaluaron.

Toda economía produce bienes llamados «transables», que pueden comerciarse nacional o internacionalmente, como los zapatos, y «no transables», que sólo pueden consumirse en el lugar en que se los produce, como las casas o el agua corriente. No se puede importar agua, aunque sea muy barata en otras partes del mundo, ni exportar casas, aunque haya gran demanda en el país vecino. Una moneda subvaluada hará más caros los zapatos importados y más competitiva la exportación de calzado nacional, pero encarecerá también los insumos importados necesarios para producir los bienes no transables. Lo que se gana por un lado se pierde por otro. De ahí la necesidad de un tipo de cambio «justo» que equilibre a ambos… en los países desarrollados.

¿Por qué, se pregunta Rodrik, ha sido históricamente beneficioso para el crecimiento de los países en desarrollo favorecer a los bienes transables sobre los no transables con monedas subvaluadas?

Hay dos respuestas: fallas institucionales y fallas del mercado. A nivel institucional los países en desarrollo sufren de corrupción, sistemas judiciales imperfectos que hacen que los contratos a menudo sean difíciles de hacer cumplir, reglamentaciones cambiantes e imperfectas y derechos de propiedad poco claros o permanentemente cuestionados. En cuanto a los mercados, éstos sufren por la no disponibilidad de conocimiento y tecnologías, falta de la coordinación necesaria entre las distintas inversiones requeridas para comenzar nuevas industrias y mecanismos financieros inadecuados que dificultan el acceso al crédito para productos valiosos y costos de la mano de obra relativamente más altos para el sector formal que para el informal.

Ambos factores -instituciones y mercados defectuosos- afectan más a los bienes transables que a los no transables, argumenta Rodrik: «Un peluquero necesita poco más que algunas herramientas, una silla y su ingenio para vender sus servicios, mientras que una industria requiere coordinar una multitud de proveedores y clientes, además de apoyo financiero y legal».

Mientras que en los países ricos la calidad de las instituciones es comparativamente mejor y hay mecanismos para lidiar con las imperfecciones del mercado, el subdesarrollo sería en sí mismo un «impuesto» sobre los bienes transables que los desfavorece y la subvaluación de la moneda una manera de compensar estos costos invisibles. Una especie de «Plan B» que corrige los desequilibrios estructurales, promueve al sector manufacturero y la agricultura no tradicional y, por consiguiente, el crecimiento económico, el empleo de mejor calidad y el desarrollo tecnológico.

La mala noticia es que mantener la moneda subvaluada no es fácil. Apenas la economía comienza a crecer, aumentan las exportaciones, sube el empleo y comienzan a llegar las inversiones extranjeras, la abundancia de dólares presiona su precio a la baja. Si se interviene en los mercados cambiarios comprando dólares para mantener su precio alto, como hacen Argentina y China, se acumulan reservas improductivas y se puede disparar la inflación. Si se trazan mentas de inflación muy estrictas y se deja apreciar la moneda, como en Turquía y Sudáfrica, la política económica – siempre según Rodrik- «será odiada por empresarios, sindicatos, los otros ministerios y todo el mundo excepto los banqueros. La primera estrategia es problemática por insostenible a largo plazo, la segunda es indeseable porque compra estabilidad a costa del crecimiento».

Entre ambos extremos, sin embargo, habría mucho espacio de maniobra para aumentar el ahorro doméstico y desestimular las inversiones especulativas o no productivas, según fórmulas que serían únicas para cada país y, en última instancia, dependientes de una conducción política focalizada en los intereses nacionales.

Por supuesto que lo mejor sería reformar las instituciones y los mercados, y gran parte de las políticas de asistencia al desarrollo están dirigidas en este sentido, pero en última instancia esto equivale, como dice Rodrik, a «decirles a los países en desarrollo que para volverse ricos hay que ser ricos».

Lo que se requiere, en cambio, son «gobiernos que no renieguen de sus responsabilidades ni se las pasen graciosamente a agencias externas», como el Fondo Monetario Internacional -para el cual Rodrik trabajó antes de enseñar en Harvard-, y en cambio ejerzan su derecho de decir: «Gracias, pero no gracias. Lo haré a mi manera».