Temía que el V Encuentro Mundial de las Familias que, con los auspicios del Vaticano se celebra en Valencia, no iba a conformarse con su consumación, con la destrucción de parte de los jardines del Turia o los inconvenientes que está creando a la ciudadanía. Temía que no iba a limitarse a malgastar esos 20 […]
Temía que el V Encuentro Mundial de las Familias que, con los auspicios del Vaticano se celebra en Valencia, no iba a conformarse con su consumación, con la destrucción de parte de los jardines del Turia o los inconvenientes que está creando a la ciudadanía. Temía que no iba a limitarse a malgastar esos 20 millones de euros que ha aportado la autonomía más endeudada del Estado español.
Y mis temores se han confirmado porque, a todas las desgracias citadas hay que sumar que, incluso, el Vaticano ha llegado a conclusiones.
Por ejemplo, según reza en el documento «Familia y procreación humana», el Vaticano, al tiempo de calificar de «insólitas» las parejas de homosexuales, denuncia que la legalización de los matrimonios insólitos, «desestabiliza el matrimonio y la familia».
No dice que podría desestabilizar, o poner en peligro, o amenazar familia y matrimonio. Tampoco habla de un futuro próximo, de una desestabilización a corto o largo plazo. El verbo se usa en presente de indicativo: «desestabiliza», tiempo que señala una acción inmediata, que se ejecuta al mismo tiempo en que se formula.
O lo que es lo mismo, que al momento de yo escribir esta crónica, decenas de miles de matrimonios han salido camino del primer juzgado que aparezca para proceder a su divorcio, y que para cuando usted la lea, ya otros centenares de miles de parejas estarán solicitando a Roma la nulidad de su sacramento.
Y mi consternación es absoluta porque, sinceramente, no pensaba que la crisis del matrimonio y la familia tuviera semejantes dimensiones.
Sabía que había crisis por las patriarcales esencias del formato vaticano familiar, que subordina a la mujer cuando no la ignora. Sabía que había crisis por su autoritarismo, por el injusto orden que promueve, por las carencias morales de esa propuesta, por la falta de diálogo que caracteriza ese modelo familiar, por el ramplón consumismo al que se somete a sus miembros.
Lo que ignoraba era que la culpa la tuvieran los matrimonios homosexuales. Ni siquiera la incontenible y permanente conversión de millones de hombres y mujeres en «insólitos» es para la Iglesia el problema. Lo que desestabiliza es que las parejas de insólitos se casen y conformen una insólita pareja.
Yo no sé que tanto sepa la Iglesia sobre los perversos planes de los insólitos para desestabilizar los matrimonios canónicos participando de ellos, o si tendrá constancia del auge de la homosexualidad en sus seminarios y conventos como para advertir tan desmesurado y pujante aumento de homosexuales y lesbianas pero, en cualquier caso, bien haría el Vaticano en cuidar su lenguaje para que sus temores no lo pongan en evidencia.
Y así, hacer uso, por ejemplo, de un lenguaje más poético y, en consecuencia, divino, que nada hay más divino que la poesía ni más poético que la divinidad. Algo parecido a lo que en el mismo documento se afirma, en otro punto, al respecto de las parejas de homosexuales a las que se llama «eclipses de Dios».
Porque sin entrar a discutir si es posible o no eclipsar a Dios, y menos un homosexual, no me negarán que la metáfora es bellísima y responde al lenguaje que se le supone a los representantes de Dios en la tierra. Un lenguaje cósmico, intimista, poético, que apele al símil, al tropo, que reivindique la figura literaria y huya de frases hechas, de expresiones comunes.
Ese lenguaje sutil y alegórico, esas parábolas que ponían a la feligresía, de sermón a domingo, a especular con la respuesta.
Y sólo por contribuir con una propuesta de lenguaje acorde a lo que sugiero, les propongo, por ejemplo, definir el condón como «agujero negro de la vida» y que la vasectomía pase a ser conocida como «aurora boreal frustrada». El divorcio bien podría ser denominado como «oscura estela fugaz e infortunada» y la reconciliación como «el Big Bang del amor».
Los siete pecados capitales se convertirían en los «siete cometas del milenio» y las virtudes teologales en la «trinitaria constelación de santidad».
Es más, esta breve crónica, como su autor, hasta podrían pasar por «arrebatados meteoritos sin causa, sin perdón y sin destino».