La industria textil traza un perfecto relato de la globalización; el valor a lo largo de las cadenas de producción se aumenta a base de ignorar impactos ambientales y sufrimiento humano
Descontaminación de algodón en una hilandería de India. CSIRO
El comercio mundial ha sufrido una amplia expansión a lo largo de las décadas pasadas, alimentado por una rueda imparable de producción y consumo. Según el Panel Internacional de los Recursos, un organismo dependiente del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, entre 1980 y 2010 el volumen comercial se duplicó, y su valor económico se multiplicó por seis. Si en lugar de fijarnos en los intercambios directos de bienes de consumo, nos fijamos en los requerimientos de materias primas, es decir, en la cara física del comercio contabilizado en toneladas, vemos que este moviliza una cantidad de materiales muy superior a lo que los intercambios comerciales directos nos indican. En 2010 para producir 10.000 millones de toneladas de productos comerciados fue necesario extraer 30.000 millones de materias primas.
Un vistazo a la balanza física del comercio, nos muestra un absoluto desequilibrio en el uso de recursos: existen grandes regiones exportadoras de materias primas y grandes regiones importadoras. Así, solo hay dos grandes regiones importadoras netas de materiales: la Unión Europea y Norteamérica, como podemos apreciar en la figura 1.
Figura 1. Balance físico del comercio, calculado en toneladas (Fuente: Luis González Reyes, traducido de IRP, 2016)
Asia, África y Latinoamérica son exportadoras netas de materias primas. Existen contextos ambientales muy diferentes en las regiones importadoras y exportadoras, condicionados por un reparto geográfico de los distintos procesos en las cadenas de valor. El objetivo de maximizar la creación de valor mientras se minimizan los costes traslada los pasos productivos más intensivos en consumo de materiales y energía -y por tanto los pasos también más contaminantes- a países del Sur, donde se puede encontrar un marco laboral y ambiental de escasa protección. Mientras tanto, los pasos de la cadena que aportan mayor valor añadido (como el diseño), que tienen un bajo impacto ambiental, se llevan a cabo en países ricos, destino de esos productos, que pueden permitirse así mantener una legislación ambiental, social y laboral relativamente alta.
Un mercado textil globalizado
La industria textil no para de crecer. En 2017 aumentó un 1,2% en ventas y un 3,1% en volumen respecto a 2016. El 65% del crecimiento proyectado en el sector textil para los próximos 5 años tendrá lugar en países BRIC -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica-, donde ya hoy se produce el grueso de la ropa que vestimos en los países centrales. La industria textil no es por tanto ninguna excepción a este esquema distributivo en el que el comercio traslada los problemas ambientales asociados a las actividades de producción desde los países centrales importadores a los países periféricos exportadores. Más bien lo representa a la perfección. El sector proyecta un crecimiento global de ventas hasta los dos trillones de dólares en el corto plazo, al tiempo que se ha conseguido que el precio medio por prenda baje aún más en los últimos años. Seguir ampliando esta diferencia solo puede conseguirse exprimiendo a las personas y al medio ambiente en el proceso de producción textil, con resultados auténticamente dramáticos para muchas comunidades de los países del Sur.
Wolfgang Korn, en una pequeña historia de la gran globalización titulada La vuelta al mundo de un forro polar rojo (Siruela, 2016), lo ilustra muy bien. En el relato, orientado al público juvenil, Korn recorre el ciclo de vida de un forro polar de poliéster desde la extracción del petróleo del que está fabricado hasta su destino final en unos grandes almacenes de Alemania. Y en el recorrido de la prenda se traza un perfecto relato de la desigualdad. Se habla de cómo los habitantes de un país como Bangladesh -una de las grandes potencias textiles mundiales-, con reservas de petróleo propias, sufre cortes de luz. De cómo la industria tintorera, en la que los trabajadores tienen que a menudo introducir pies y brazos desnudos en tanques de ácidos venenosos y tintes para evitar atascos de las máquinas, está provocando un desastre de contaminación del agua en un país atravesado de cursos fluviales que vierten en el golfo de Bengala, muchos de los cuales están contaminados.
Existen más de 700 industrias de lavado, teñido y acabado descargando sus aguas a los ríos en la zona de la capital de Bangladesh, Daca. Muchas de estas industrias textiles vierten sus aguas sin tratar. A pesar de su industria textil, el 70% de la población del país aún vive de la agricultura, destacando el cultivo de arroz. Las aguas contaminadas por la industria textil a menudo tiñen los ríos, inundan estos campos y acaban con las poblaciones de peces, dificultando el acceso de la población al agua potable y la alimentación.
Las condiciones laborales de las costureras de Bangladesh encuentran un patrón similar a las de las maquilas en Centroamérica o las de las fábricas textiles chinas; empleo femenino semi-esclavo en muchas ocasiones, jóvenes y niñas con salarios míseros, y con hijos y familiares que dependen en exclusiva de sus ingresos, jornadas laborales interminables, en locales atestados y mal ventilados, recibiendo a menudo tratos denigrantes por parte de sus capataces, en condiciones de inseguridad y de absoluta falta de protección y derechos laborales. En lugares como China, la gran fábrica textil del mundo -y principal proveedor de la industria textil española-, esta situación se ve agravada por la ausencia de transparencia informativa y la ausencia de sindicatos que velen por las trabajadoras, que sí han aparecido y cobrado cierta fuerza en países como Bangladesh después de incidentes trágicos como el del Rana Plaza, del que ahora se ha cumplido el quinto aniversario.
Esta tragedia, en la que el hundimiento de un edificio que albergaba fábricas textiles mató e hirió a más de 3000 personas, pareció que iba a marcar un antes y un después en las condiciones laborales de la industria textil en el Sur global. Sin embargo, al igual que ocurrió con los golpes de pecho de algunos líderes europeos prometiendo refundar el capitalismo tras la crisis financiera de 2008, todas aquellas promesas de la industria textil de establecer mecanismos de control más exigentes, de la puesta en marcha de iniciativas de certificación de buenas prácticas, etc han quedado en buena medida en agua de borrajas. Los salarios apenas se han incrementado y los sindicatos sufren continuos acosos.
Agua contaminada
La industria textil es de las más contaminantes y también de las más consumidoras de agua. El 70% del agua mundial es consumida por la agricultura, en parte para cultivar el algodón, la fibra natural más utilizada a nivel mundial en este sector. Según WWF, fabricar una sola camiseta de algodón requiere el consumo de 2700 litros de agua, que equivale a la cantidad ingerida por una sola persona a lo largo de 900 días. Dentro de la industria textil el cultivo de algodón es el paso que más agua consume en toda la cadena de suministro del sector. Contabilizando también el poliéster y el resto de fibras sintéticas, el algodón es la materia prima usada en el 40% de las prendas fabricadas. El algodón orgánico representa sin embargo un escaso 0,5% de la producción total de algodón.
La industria textil es considerada a menudo una de las más contaminantes del mundo. Globalmente se la considera responsable del 20% de la contaminación del agua. Una cuarta parte de las sustancias químicas producidas en el mundo van a parar a la industria textil. Las críticas a la huella ambiental de los productos que vestimos han hecho proliferar las etiquetas «ecológicas» en la ropa, pero es difícil distinguir en un sector donde la transparencia informativa de los procesos de producción es bastante deficiente. Por ejemplo, huyendo de los tejidos derivados del petróleo como el poliéster, o del algodón y su criticado consumo de agua, muchos productores se han refugiado en la viscosa, un tejido obtenido a partir de fibras vegetales, que requiere sin embargo un tratamiento químico altamente contaminante. A pesar de ser presentada a menudo como una opción ecológica para los consumidores, la creciente demanda de viscosa en el sector de la moda esconde una terrible huella destrucción de la vida en países como China, India e Indonesia, como ha demostrado una reciente investigación plasmada en el informe Moda Sucia de Changing Markets Foundation.
Según el informe, el vertido de las aguas residuales sin tratar está a la orden del día, a menudo en un ambiente de corrupción y con la complicidad de los mandatarios del lugar, conduciendo a la contaminación de las fuentes de agua local, con unas consecuencias terribles para las comunidades de pescadores, agricultores y ganaderos que habitan en la zona, que no solo ven cómo desaparece su medio de sustento, sino que directamente enferman y mueren por beber un agua tóxica. Se sospecha que la fabricación de viscosa es una de las causas del aumento de los niveles de cáncer en algunas de las zonas productoras. Grandes compañías como Zara, H&M, Dockers, Levi´s, o Benetton obtienen viscosa de algunos de los lugares investigados.
Emisiones
La mochila de contaminación asociada a la producción también incluye a las emisiones de gases de efecto invernadero. De acuerdo con la revista Nature la industria textil es ya responsable por sí sola del 5% de emisiones mundiales de CO2.
La gran fábrica del mundo, China, es también el mayor productor global de emisiones en el sector textil. Pero es a su vez el mayor exportador de esas emisiones «incorporadas» a las prendas de ropa y calzado que viajan mayoritariamente a países como Estados Unidos, Japón, la Unión Europea y en menor medida al resto de Asia.
El 72% de las emisiones generadas por la industria textil china se producen para satisfacer prendas para la exportación. Al mismo tiempo, Estados Unidos es el mayor importador de emisiones del mundo considerando todo el sector textil global. La foto de las responsabilidades per cápita reafirma este desequilibrio: un ciudadano chino genera al vestirse 9 veces menos CO2 del que genera un europeo y 12 veces menos del que genera un estadounidense. La diferencia se agranda aún muchísimo más si miramos a África o a India. En el caso de nuestro país, si a las emisiones producidas por la industria textil española le añadiéramos las emisiones realmente producidas (en otros países) para satisfacer nuestra demanda de ropa, las emisiones correspondientes a este sector en España serían un 80% mayores.
Podemos decir, por tanto, que el hecho de que la producción y el consumo de ropa se concentren en diferentes países provoca «flujos virtuales» de emisiones en el sector textil, esto es, emisiones que viajan «incorporadas» en la ropa. Los diez mayores flujos de estas emisiones a nivel mundial se reflejan con flechas en la figura 2. Como se puede observar, todos excepto uno (el que va desde Europa a Norteamérica) se originan en países del Sur.
Figura 2. Principales flujos globales de las emisiones asociadas a la ropa (Fuente: Carbon Trust, 2011)
El consumidor final
La espiral de crecimiento del mundo de la moda es de todo punto insostenible. El crecimiento en los beneficios de las grandes marcas requiere que hoy compremos un 60% más de ropa de lo que se compraba en el año 2000. Casi el 60% de toda la ropa acaba incinerada o en un vertedero (apenas un 1% se recicla) antes de transcurrido un año desde su producción. Sin ir más lejos, los españoles nos desprendamos de 160 toneladas de ropa usada cada año.
La obsolescencia programada también se ha instalado en la industria textil y hoy día las prendas no son de buena calidad, tienen malos acabados, aguantan poco los lavados y se estropean o rompen mucho antes. La rueda gira sin parar: las prendas no duran a veces ni semanas en las perchas de las tiendas de moda. En el sector de la moda el grado de obsolescencia percibida es también altísimo; lo cool cambia a una velocidad de vértigo.
Por eso es importante visibilizar que el producir ropa en unas condiciones ambientales y sociales pésimas en terceros países es precisamente lo que posibilita que muchos (no todos) puedan renovar el armario por pocos euros. Al comprar una prenda de ropa, no se ve la cantidad de energía, agua, tierra y materiales, que han sido necesarios para producirla. Tampoco se ve la mochila de explotación y sufrimiento humano que lleva asociada. Las auténticas fashion victims son esas costureras de Bangladesh, de China o de Centroamérica. Hay pocas alternativas. Y aunque existen algunas iniciativas que promueven la moda sostenible, la slow fashion, o la compra de segunda mano, como en todo, en lo que atañe a la ropa, comprar mejor es comprar menos.
Samuel Martín-Sosa Rodríguez es Responsable de Internacional de Ecologistas en Acción.