Por supuesto que quisiéramos injustificado nuestro escepticismo al calibrar las variantes de salvación del mundo que ciertos «taumaturgos» suelen espetarnos en el formato de salmodias arrulladoras, inacabables. Si al menos nos sirvieran de somníferos… Escritas las líneas anteriores, confieso mi aprensión ante la posibilidad de un malentendido. A priori juro que no desconfío de las […]
Por supuesto que quisiéramos injustificado nuestro escepticismo al calibrar las variantes de salvación del mundo que ciertos «taumaturgos» suelen espetarnos en el formato de salmodias arrulladoras, inacabables. Si al menos nos sirvieran de somníferos…
Escritas las líneas anteriores, confieso mi aprensión ante la posibilidad de un malentendido. A priori juro que no desconfío de las buenas intenciones de personalidades como el brasileño José Graziano da Silva, nuevo director de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), que ha declarado su empeño en contribuir a la erradicación del hambre y la mejoría de los niveles de nutrición en el planeta, y en propiciar una institución renovada y abierta, capaz de movilizar la cooperación internacional.
Por el contrario, consideramos inapreciables su experiencia como defensor de la colaboración tercermundista y su estela de 25 libros sobre asuntos agrarios y rurales, entre otros temas. Sí, dado su prestigio, podría congregar una significativa cantidad de factores en aras de revertir el reciente crecimiento del total de seres que sufren subnutrición, y quizás hasta avanzar en su manifiesta misión de aglutinar gobiernos, sociedad civil e iniciativa privada para enfrentar las diversas crisis -climática, energética, económica, financiera, ALIMENTARIA- que copan el planeta cual impenitentes jinetes del Apocalipsis.
Y estampamos las mayúsculas por obvia razón. Se trata de sugerir la ciclópea dimensión de tareas tales «la erradicación del hambre, la producción y consumo sostenible de alimentos, un mayor equilibrio en la gestión de los sistemas alimentarios, la conclusión de la reforma de la FAO, y la ampliación de las alianzas y la cooperación Sur-Sur», según el propio Da Silva.
Confiemos en que la institución se avenga también a atenuar el énfasis puesto en una aseveración -un malpensado la supondría parcializada-, porque ¿acaso el hecho de que más de diez millones de personas en el Cuerno de África lleven el estómago in albis se debe exclusivamente a la peor sequía desde hace treinta años? No hay que ser zahorí para coincidir con diversos analistas, entre ellos María José Esteso Poves (Diagonal), en que la venta de suelos a multinacionales constituye uno de los fenómenos más graves que impiden a la población de estos países, pletóricos de recursos naturales, el acceso al yantar consuetudinario, el que conjura el viaje a la nada.
Concordemos asimismo en que a una histórica explotación de hombres y mujeres arrancados de sus predios con destino a plantaciones levantadas en función del mercado capitalista mundial, y del oro, petróleo, coltán, caucho, diamantes, se suma hoy con fuerza impar la del agua, las semillas, las tierras.
Ah, las tierras se arraciman en la lista de lo birlado. Sobre todo desde el 2008, cuando detonó la conocida debacle, extendida a los cuatro puntos cardinales, las transnacionales y las naciones ricas se han lanzado a la búsqueda de campos feraces, con que paliar los efectos de la subida del precio del petróleo, que encareció el de los alimentos. Desafortunadamente, muchos de los gobiernos africanos no comprendieron -o si lo comprendieron se ciscaron en ello- el quid de la fiebre de compra de alrededor de 56 millones de hectáreas a escala global, la mayor parte de las cuales se ubican en el llamado Continente Negro, donde resultan más baratas, y donde la propiedad comunal las torna más vulnerables.
No en balde diversos observadores arremeten contra los «Principios para una Inversión Agrícola Responsable», promovidos por el Banco Mundial junto con la FAO, la Agencia para el Comercio y el Desarrollo de Naciones Unidas (UNCTAD), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA). Conforme a los objetores, esas entidades han legitimado la apropiación por inversores foráneos, mediante programas para la eliminación de barreras administrativas, el cambio de leyes y regímenes fiscales en territorios bendecidos con la fertilidad, el agua, mano de obra como ganga, y donde incluso no faltan las subvenciones… ¡de los Estados perjudicados!
Más que de cuestiones tecnológicas, o de otra índole «apolítica», aquí se trata de un nuevo colonialismo que, lógicamente sustentado por la sacrosanta iniciativa privada, está dirigido en primer término contra la agricultura familiar, garante de la subsistencia del 80 por ciento de los africanos, y genera otros problemas sociales, al desplazar a quienes viven del monocultivo hacia las ciudades-miseria. Detrás quedan las enormes planicies consagradas a los biocombustibles, o a proveer de soberanía alimentaria a los flamantes dueños, que se curan en salud con un brazo militar como el US. Africa Command (AFRICOM). Ahora les resta colocarlo en Libia, con toda comodidad e impunidad. «Suavemente».
¿Ya ve? Por eso uno no puede sacarse de encima complemente el escepticismo frente a salmodias arrulladoras, inacabables, aunque salgan de las más creíbles gargantas. Bueno, mientras la duda sea para bien…
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