Me gusta ir a las tascas pues ahí puedo comer sin mala conciencia. Las hay en todo el mundo, también en las comunidades pobres, en las cuales trabajé durante años. Debido a mi «gitanismo intelectual», hablando siempre en muchos sitios y ambientes sobre infinidad de temas que van desde la espiritualidad a la responsabilidad socioambiental […]
Me gusta ir a las tascas pues ahí puedo comer sin mala conciencia. Las hay en todo el mundo, también en las comunidades pobres, en las cuales trabajé durante años.
Debido a mi «gitanismo intelectual», hablando siempre en muchos sitios y ambientes sobre infinidad de temas que van desde la espiritualidad a la responsabilidad socioambiental y hasta sobre la posibilidad del fin de nuestra especie, los organizadores, por deferencia, suelen invitarme a un buen restaurante de la ciudad. Lógicamente, guardo la buena tradición franciscana y celebro los platos con comentarios elogiosos. Pero me queda siempre un mal sabor de boca, que impide que el comer sea una celebración. Me acuerdo de que la mayoría de las personas amigas no pueden disfrutar de estas comidas, y especialmente los millones y millones de hambrientos del mundo. Me parece que les estoy quitando la comida de la boca. ¿Cómo celebrar la generosidad de los amigos y de la Madre Tierra, si, en palabras de Gandhi, «el hambre es un insulto y la forma de violencia más asesina que existe»?
En este contexto me viene a la mente el consuelo de las tascas, o tabernas. Me gusta ir a las tascas pues ahí puedo comer sin mala conciencia. Las hay en todo el mundo, también en las comunidades pobres, en las cuales trabajé durante años. Ahí se vive una real democracia: la tasca (donde van las personas con menor poder adquisitivo) acoge a todo el mundo. Puede estar allí tomando su caña un profesor universitario al lado de un peón de la construcción, un actor de teatro en la misma mesa que un pillo, y hasta un borracho tomando su traguito. Es sólo llegar, ir sentándose y gritar: «póngame una cañita bien fría».
La tasca desempeña una función ciudadana: da a quienes la frecuentan, especialmente a los más asiduos, el sentimiento de pertenencia a la ciudad o al barrio.
La tasca brasileña es más que su visual, con azulejos de colores fuertes, el santo protector en la pared, generalmente un san Antonio con el Niño Jesús en brazos, el símbolo del equipo de futbol aficionado, y los anuncios de colores de las bebidas. La tasca es un estado de espíritu, el lugar de encuentro con los amigos y vecinos, de la conversación hasta las tantas, de la discusión sobre el último partido de futbol, los comentarios sobre la novela preferida, la crítica a los políticos y las palabrotas bien merecidas contra los corruptos. Pronto todo el mundo se hace amigo, dentro de un incipiente espíritu comunitario. Aquí nadie es rico o pobre. Es, simplemente, gente que se expresa como gente, usando el lenguaje del pueblo. Hay mucho humor, chistes y bravatas. A veces, como en el Estado de Minas, se improvisan unos cantares que alguien acompaña con la guitarra.
A nadie le importa la condición general de la barra o de las mesas. Lo importante es que el vaso esté bien limpio y sin grasa; si no, estropea la espuma cremosa de la caña que debe tener unos tres dedos. Nadie se molesta por cómo está el suelo o por el estado del baño.
Los nombres son de lo más variado, dependiendo de la región del país. Puede ser La bodega de la vieja, El bar de Sacha, La tasca de don Gomes, el Bar del Giba, La tasca del Joia, El pavo azul, La cofradía del chivo perfumado, La casa llena, o muchos otros. Belo Horizonte es la ciudad de Brasil que tiene más tascas, y celebra todos los años el concurso de la mejor comida de tasca. Los platos también son variados, elaborados generalmente a base de recetas caseras y regionales: la carne secada al sol del Nordeste, la carne de cerdo y el tutú (pasta de frijoles con harina de mandioca y bananas fritas) de Minas. Los nombres son ingeniosos: mexidoido chapado (mixto de carnes a la plancha), porconóbis de sabugosa (debe su nombre al cerdo y a las hojas de una planta llamada ora pro nobis), costilla de Adán (costillita de cerdo con mandioca), torrezno de barriga. Hay un plato que aprecio sobremanera que ofrecen en el Mercado Central de Belo Horizonte y fue premiado en uno de los concursos: bife de hígado encebollado con jiló (frutillo amargo muy popular). Si de mí dependiera, este plato debería figurar en el menú del banquete del Reino de los cielos que el Padre celestial va a ofrecer a los bienaventurados.
Bien mirado, la tasca desempeña una función ciudadana: da a quienes la frecuentan, especialmente a los más asiduos, el sentimiento de pertenencia a la ciudad o al barrio. No habiendo otros lugares de entretenimiento y de ocio, permite que las personas se encuentren, olviden su estatus social y vivan una igualdad generalmente negada en el día a día.
Para mí la tasca es una metáfora de la comensalidad soñada por Jesús, lugar donde todos pueden sentarse a la mesa, celebrar la convivencia fraterna y hacer del comer una comunión. Y en mi caso, es el lugar donde puedo comer sin mala conciencia.
Dedico este texto a mi amigo Jaguar, dibujante de comics, que aprecia las tascas.
* El autor es Teólogo de la Liberación. www.leonardoboff.com
Fuente: