Una despedida razonada para Marcelo Cohen
Marcelo Cohen (1951-2022) tradujo desde un uso de la lengua fronterizo y fluctuante, alejado del centro hegemónico y de sus principales instituciones académicas, en un idioma contaminado, impuro, mestizo. En una zona de la lengua que asume su contacto con otras lenguas y sus particularidades regionales como un valor, en un idioma que es disidente de su matriz, escurridizo, anacrónico (en algunos aspectos anclado en el pasado y en otros lanzado hacia el futuro). El castellano, en las traducciones de Cohen, está tintado por el lunfardo, el cocoliche y el ídish de la comunidad judía del barrio de Once en Buenos Aires. Un castellano rioplatense y peninsular, criollo y acrisolado, esponjoso. En él resuena la música del inglés isabelino y del slang, el francés lúdico literario y el portugués del cancionero brasilero. Y es al mismo tiempo (aquí reside el virtuosismo filológico de Cohen) un castellano perfectamente homologable para el centro de la industria editorial española, habiendo publicado sus traducciones en la práctica totalidad de sus sellos más importantes. En su exilio español, que va de 1975 hasta su regreso a la Argentina en 1996, Cohen fue “un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”, y supo convertir esa extrañeza en una impronta personal que con el tiempo se haría un hueco en las bibliotecas con mejor criterio a uno y otro lado del Atlántico. Una traducción de Marcelo Cohen pasó a ser un certificado de calidad para cualquier libro.
Un castellano revitalizado para la traducción, resintonizado; sí, pero consciente de sus arraigos y de sus limitaciones: “El traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso tocándola de memoria; pero mejor, porque en vez de desplegar la maestría dominante del ejecutante se deja poseer, no exactamente por el original, sino por el lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música. Claro que si bien nada le quita lo bailado, todos los días descubre la falacia”. Pocos traductores contemporáneos han reflexionado tan intensamente sobre la labor de la traducción, no en términos técnicos, sobre lo cual abunda la bibliografía disponible, sino en torno a lo que podríamos llamar “epistemología de la traducción”: el quehacer cultural, ético y político implicado en su práctica. El grueso de sus reflexiones más enjundiosas está recogido en Música prosaica (Entropía, Montacerdos y Universidad Veracruzana) libro que reúne cuatro ensayos esenciales en el pensamiento coheniano de la traducción y entre los que está el imprescindible “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” (Vasos comunicantes, 2007). Allí se abordan las preocupaciones y los desafíos de una labor realizada con dedicación y rigor (¡y con verdadero talento!) durante casi medio siglo para una comunidad de lectores culturalmente compleja y heterogénea.
Su uso del castellano no es una síntesis indiscriminada a partir de una promiscuidad lingüística acrítica, ni mucho menos uno de esos pastiches balsámicos que Cohen denunciaba como “despótica prosa mundial del Estado”, sino más bien una ponderada apertura hacia las confluencias que enriquecen la lengua y multiplican sus resonancias, que amplifican y profundizan en el conocimiento del mundo. Es un movimiento contraintuitivo frente a las fantasías del español “neutro” o “internacional”. Frente al uso del castellano normativo que pule sus aristas hasta convertirlo en una papilla de fácil digestión pero insípido, desligándose a su vez de localismos que funcionan bien en Barcelona o Madrid pero que se convierten casi en ilegibles o disruptivos para millones de hispanohablantes fuera de la Península, la propuesta de Cohen es una meditada alquimia que tiene a la musicalidad potencial de la lengua y a la flexibilidad léxica como sus mayores herramientas. Estas derivas o desviaciones están conducidas por una instancia sonora y emocional (una historia personal de las emociones lingüísticas) que se materializa en el vocabulario y en la cadencia de la prosa. Él dirá: “La traducción es un intercambio de dones, si se quiere un trueque. Se efectúa por medio de ritmos, de la atención a la textura de las oraciones, y del descubrimiento inacabable de las formas en que las lenguas constituyen el mundo; en cierto modo, se hace por medio de alientos”.
Cohen pasó a ser un certificado de calidad para cualquier libro
La lengua castellana, en las traducciones de Marcelo Cohen, establecía un correlato con su propia obra de ficción (y viceversa), donde tenía su laboratorio de experimentación, especialmente en esa geografía imaginaria que fue cuajando y creciendo desde Los Acuáticos (2001), aunque ya estaba prefigurada en sus obras tempranas, y que llamó Delta Panorámico: un entramado de islas en las que late y por las que circula una “neolengua” que expresa sus particularidades en el uso específico y diferenciado de la lengua franca. A ese Delta fueron sumándose Donde yo no estaba (2006), Casa de Ottro (2009) y muchos más, hasta el último, Llanto verde (2022). Su obra narrativa fue definida en más de una ocasión como “ficción especulativa” (¿pero acaso no es toda ficción, de alguna manera, especulativa?); él prefería definirla como “realismo fantástico”.
Todas estas circunstancias constituyen en sí mismas un factor de riqueza en su labor de traducción: la cifra de una originalidad y la solvencia de una práctica. Pero Marcelo Cohen sumaba a esa tradición vernácula que ya estaba en el oficio de traductor de los escritores argentinos (Borges, Walsh, Wilcock, con ecos de W. H. Hudson y Gombrowicz), la selección de obras periféricas con respecto al núcleo duro del canon. A partir de cierto punto en su relación con la industria editorial, según su propio relato, fue capaz de trabajar sobre obras que él mismo proponía; de esa manera fue componiendo un universo literario poblado por heterodoxos, raros, difíciles y marginales, en el que respira parte de la literatura más arriesgada e interesante del siglo XX: James Purdy, Clarice Lispector, Raymond Roussel, Al Alvarez, Philip Larkin, Mark Strand, John Ashbery, William Burroughs, Budd Schulberg, Chris Kraus, Gene Wolf, China Mieville, Teju Cole…
Su uso del castellano fue una ponderada apertura hacia las confluencias que enriquecen la lengua y multiplican sus resonancias
Su libro El fin de lo mismo (1992) y su traducción del Locus Solus de Roussel serían suficientes para situar a Marcelo Cohen entre los escritores más importantes en la historia reciente de la lengua. Fogwill, cuya inteligencia era un radar casi infalible, lo vio claro y lo vio al instante; pero Marcelo Cohen, como recuerdan sus más cercanos colegas, era poco dado al elogio hiperbólico. Fue escritor (novelista, cuentista y ensayista), traductor (de narrativa y de poesía), crítico (literario y musical, destacadamente), editor (de revistas culturales de referencia) y mentor de varias generaciones de jóvenes escritores y críticos argentinos, tarea esta última a la que se entregó con el más sincero interés y la mayor generosidad desde Otra Parte, la revista que fundó junto a Graciela Speranza. Las crónicas de su entierro en el Cementerio Británico de Buenos Aires, hace ahora tres meses, dan cuenta de una admiración y un cariño profundos y transversales.