Este mes de agosto se cumplen 28 años de la muerte de Elvis Presley. En Graceland, la que fuera mansión del divo, se reunirán cientos de mitómanos, ataviados como él acostumbraba a partir de 1962, reuniéndose en una ceremonia tan patética como algunas escenas de los desfiles de la Semana Santa ibérica. (Por favor, que […]
Este mes de agosto se cumplen 28 años de la muerte de Elvis Presley. En Graceland, la que fuera mansión del divo, se reunirán cientos de mitómanos, ataviados como él acostumbraba a partir de 1962, reuniéndose en una ceremonia tan patética como algunas escenas de los desfiles de la Semana Santa ibérica. (Por favor, que nadie me salga con el tópico referente a que «las costumbres llegan a ser cultura popular»).
Sólo los fanáticos son capaces de tamaño carnaval, en el que los roqueros de verdad, los auténticos seguidores de La Pelvis, no se suelen mezclar con quienes llevan el homenaje a un terreno de circo de Manolita Chén, dicho sea con todo el respeto que me merecía la artista. Bienvenido el homenaje anual, el recuerdo a la figura (discutible, como todas) del fenómeno de Tupelo, pero ¡vade retro¡ integristas de la lentejuela y la quincalla, el oropel y la bisutería, o sea, los carcamales con cara de jugadores de casino de Las Vegas, que no hacen otra cosa que hundir lo poco que de auténtico tuvo el pobre chaval del cuidado tupé, protagonista de una docena de aberrantes películas, de las que se salvan únicamente «Jailhouse Rock» y «King Creole», esta última, la mejor sin duda de ambas, dirigida por el astuto Michael Curtiz.
Elvis desaparecía del mundo de los vivos el 16 de Agosto de 1977 a la edad de 42 años, para ocupar de inmediato una lujosa vivienda en el de los mitos. Desde 1956 en que se convirtió en una de las figuras más carismáticas de la escena musical por culpa del rock and roll, su figura fue elevada a la categoría de personajes de obligado conocimiento en la cultura de los EE.UU., como Marilyn Monroe o James Dean. Sin embargo, Elvis no había inventado nada que no existiera previamente. El rock and roll ya había hecho acto de presencia (hacia 1947) en los clubes y cabarets de los guetos donde se hacinaba la gente de color, pero sus intérpretes no lograban colarse en la poderosa televisión por el mero hecho de ser negros. Y así, genios como Fats Domino, Larry Williams, Chuck Berry o Little Richard tuvieron que soportar que un muchacho blanco, que únicamente gustaba de la música country (el equivalente yanqui a la copla o canción española), fuera considerado el arquetipo de creador del rock and roll, en detrimento no sólo de las auténticas raíces de tal forma de expresión musical, sino de sus más genuinos creadores, incluidos los blancos Jerry Lee Lewis y Eddie Cochran.
El nuevo estilo, popularizado por el disc-jockey Alan Freed en 1956, obedecía a los verbos to rock y to roll, ya previamente utilizados en 1939 por Buddy Jones en la canción Rockin’ Rollin’ Mama, continuando por Arthur Big Boy Crudup con el tema Rock me, Mama en 1944, por Wild Bill Moore con We’re Gonna Rock, We’re Gonna Roll en 1947, y otra serie interminable de canciones e intérpretes que jamás fueron lanzados al estrellato por las emisoras de radio y televisión: todos ellos tenían la piel de color negro, ya sabes, ese que Michael Jackson ya no disfruta porque fue atacado por un vitiligo mental.
Los arteros y manipuladores dueños de las cadenas más importantes de radio y televisión, que además disfrutaban como enanos aplaudiendo las medidas que el senador Mac Carthy había emprendido, contra todo aquel profesional del cine que fuera sospechoso de simpatizar con el comunismo, gozaban igualmente dejando a los negritos fuera de la pequeña pantalla. Preferían que un muchacho blanco usurpara el trono de un reino próximo a convulsionar el mundo de la música ligera.
En el terreno interpretativo, el nacimiento, evolución y ocaso de Presley son idénticos a su trayectoria cinematográfica o a sus maneras y formas en el vestir. A estas alturas parece como si Elvis hubiera sido inventado por la poderosísima RCA Víctor, que supo imponerle un más que descarado aire de joven provocador, con cierto aire chulesco, peinado con ese inconfundible tupé caído sobre la frente, luciendo una sonrisa mitad conmiseración, mitad autosuficiencia, lanzando una mirada soberbia y provocativa, para dos años más tarde sufrir una de las transformaciones más patéticas de la pequeña historia de la música popular.
El aire de gigoló se difuminaba para dar paso a la de un galán hollywoodiense a lo Rock Hudson, permitiendo que los peluqueros y estilistas de la alta sociedad dominaran su rebelde flequillo, aparcando al tiempo el poderío de sus ojos azules y la suavidad de su sonrisa, para finalmente encarnar a uno de los mayores horteras que ha dado la historia del rock, si exceptuamos a Gary Glitter.
La vestimenta que lució a partir de 1960 parecía elegida entre la más esperpéntica que pudiera hallarse en las tiendas de moda. Las lentejuelas, los grandes cuellos, camisas con chorreras, hilos de oro, brocados casi taurinos, sustituían a las botas de punta afilada y los pantalones de severo cuero negro. Su imponente voz, su registro envidiable se venía abajo con versiones de éxitos de siempre (en directo desafinaba más de una vez y reía de buena gana), su rebeldía juvenil se agotó cuando aún no había cumplido veinticinco años, su vida fue secuestrada por gente sin escrúpulos que le lanzaron al abismo de la competencia en sesión continua. Su repertorio, por ende, corría la misma suerte. El rock dormía a pierna suelta en su camerino y sacaba a la pista versiones de temas más que manidos, si exceptuamos dos aciertos indiscutibles: In The Ghetto y Suspicious Mind. La inocencia de Elvis fue traicionada. Otra víctima más de ese salvaje mundo del hit parade, el dinero, la fama y la notoriedad.
Tal vez el hecho de verse desplazado desde un mundo joven, vital y rebelde (Beatles y Rolling Stones dinamitaron el terreno que pisaba), hasta los salones de lujosos restaurantes y hoteles de las Vegas, entre miles de turistas y compatriotas maduros, conformistas y adocenados, le condujera a un pastilleo más que comprensible del que, por suerte y desdicha, salió aquella tarde de agosto de 1977 en que se unió al Olimpo de los Dioses del ritmo. De haber vivido más años, Presley se hubiera convertido en una caricatura de si mismo.
Porque respeto su memoria no he ido jamás a Graceland, ni he pasado por Tupelo (Mississippi), ni he visitado los estudios de la Sun Records. Mi homenaje es poner sus primeras canciones, sus primeros discos, cuando aún estaba lejos de convertirse en un objeto de culto para quienes, precisamente, no suelen comprender qué es el rock and roll.