Desde hace unos años los emigrantes repatrían grandes cantidades de euros o dólares a las resentidas economías latinoamericanas. Los países más beneficiados, México, Ecuador, Perú o República Domi-nicana, ven crecer su producto interno bruto gracias al trabajo de sus conciudadanos en el exterior. Entidades bancarias y especuladores financieros obtienen, como siempre, pingües beneficios gracias a […]
Desde hace unos años los emigrantes repatrían grandes cantidades de euros o dólares a las resentidas economías latinoamericanas. Los países más beneficiados, México, Ecuador, Perú o República Domi-nicana, ven crecer su producto interno bruto gracias al trabajo de sus conciudadanos en el exterior. Entidades bancarias y especuladores financieros obtienen, como siempre, pingües beneficios gracias a las operaciones y cobros de intereses por las transferencias. Los porcentajes no bajan de 3 por ciento y nadie está exento de pago. Pero esta comisión representa la última etapa de esquilme del trabajador emigrante; el proceso completo supone una realidad donde la sobrexplotación se realiza en el país de adopción y los beneficios se reparten por igual a uno y otro lados del proceso. Todos quieren tajada. Las empresas que viven en torno a los dineros de los emigrantes no son pocas. La parafernalia se moviliza en cuanto huele a ganancia: organizaciones no gubernamentales, empresas de gestión y cobros, transportes internacionales, agencias de inversión. Son cientos los millones en juego. Inclusive una parte de la tasa de ganancia y de los beneficios obtenidos en los países del primer mundo viene de sobrexplotar en condiciones de semiesclavitud la fuerza de trabajo emigrante en Madrid, Roma, París o Londres. Siendo aún sangrante que los pocos euros que reciben a cambio se transformen, en una parte significativa, en remesas para sus países de origen, salvando a sus verdugos neoliberales de la crisis económica.
La sobrexplotación es tan grande que los envíos de los emigrantes no afectan la balanza de pagos ni descapitalizan la economía española. Los nuevos emigrantes son prisioneros de una doble situación: huyen de la miseria y falta de oportunidades de trabajo en su país de origen, pero aceptan en su nuevo destino condiciones de explotación infrahumanas para realizar su sueño de comprarse una casa en Quito o en Lima.
Detengámonos en el colectivo latinoamericano de reciente emigración en España: ecuatorianos, peruanos y dominicanos con estudios primarios, muchas veces sin concluir, que trabajan en la hostelería, servicio doméstico, construcción y agricultura. Su ilusión: ahorrar para comprar un terreno en su país, poner un negocio. Vivir sin pasar apuros, dar educación a sus hijos, prosperar entre los suyos. Y todos saben que estas expectativas conllevan sacrificios, horas de trabajo robadas al sueño y estrecheces compartidas solidariamente en Madrid, Sevilla, Murcia, Alicante o Barcelona. Cualquier lugar es bueno si hay trabajo, luego se verá si las condiciones son las mejores. Todo es comenzar. Asimismo, cuantos más sean quienes compartan un apartamento, mejor para todos. La necesidad de gastar poco se logra compartiendo habitaciones. Una misma cama puede albergar cuatro cuerpos diferentes de cuatro familias distintas en cuatro turnos alternos. Así, con sueldos de miseria, se puede ahorrar, una vez descontadas las deudas del viaje, los gastos de luz, trasporte y agua. Poco queda para comprar ropa o ir al cine. La televisión cubre el tiempo de esparcimiento y los fines de semana. Madrid ha visto resurgir en sus parques la vieja costumbre de las comidas campestres, olvidada desde los 60. Ecuatorianos, dominicanos, colombianos o peruanos se trasladan a ellos con sus familias a pasar el día. Llevan la cocina portátil: ollas, pollos, maíz y cuanto artilugio sea necesario. No faltan las bebidas, la radio, el balón y alguna bandera. No queda sitio libre. Los dueños de bares se quejan porque utilizan sus servicios y no consumen y comienzan las discrepancias. El «prohibido pisar el césped» es testimonial y las zonas verdes son improvisados campos de futbol. El Retiro, La Casa de Campo, el Parque del Oeste se transforman en espacios de convivencia latinoamericana sin olvidar la emigración de los países africanos, asiáticos y de Europa del este que se suman a la fiesta étnica. Son los pocos momentos de esparcimiento que se permiten quienes viven en nichos reducidos y en condiciones de trabajo cuasi servil. Es una evasión momentánea muchas veces teñida de alcohol y violencia que empaña una tarde de diversión que la derecha política y social trata de aprovechar con tópicos frente al emigrante, más tarde transformados en leyes de extranjería. Xenofobia y racismo emergen: la muerte a puñaladas de un joven a manos de un dominicano en un barrio obrero, el asesinato de una mujer a machetazos por su marido ecuatoriano, el robo con violencia de carteristas colombianos. En fin, los emigrantes, sin o con papeles, legales o ilegales son responsables de los males que aquejan a una sociedad que no hace sino defenderse de sus enemigos, mal parafraseando a Popper.
La cotidianidad del emigrante tiene otra vertiente: la gris de los lunes. Su realidad pulula en un inframundo donde la decisión de trabajar en España no se acompaña con el compromiso de permearse con los valores positivos de la sociedad en la cual vive. No se trata de vestir la camisa del Barcelona o del Madrid. Una gran mayoría -indican estudios sociológicos sobre emigrantes latinoamericanos- prefiere vivir en el autismo. No saben quién es el presidente de gobierno ni les interesa. No les interesa su política, su cultura. No visitan museos ni se relacionan con sus gentes. El único contacto con la realidad que los circunscribe es el mundo del trabajo. Una cruel visión donde se ven sobrexplotados y de la cual escapan los fines de semana. Sabiendo que sus posibilidades de trabajo, dado su escaso nivel de formación, les acota sus opciones, se debaten en sectores donde los sueldos son los más bajos y las condiciones laborales pueden suponer un alto riesgo para la salud física. Además, la necesidad de garantizarse un contrato de trabajo abre la puerta para una perversión legal. Al tiempo que se facilitan los papeles legales al emigrante, el empresario maximiza su nivel de ganancia. Amparados por legislaciones donde se puede contratar a tiempo parcial, por obra o en formación, el emigrante queda atrapado en draconianos contratos basuras sin opción a rechazarlos, dado que ello supone entrar en la ilegalidad o en el paro. Es necesario romper este círculo de sobrexplotación y desencuentro, sólo así España crecerá en el multiculturalismo.