Los defensores del neoliberalismo aborrecen las empresas públicas. Un importante representante del empresariado español decía recientemente que las mejores empresas públicas son las que no existen. A duras penas aceptan que haya servicios públicos, que haya Estado bienestar y muchos quisieran seguir el ejemplo americano y privatizar la atención sanitaria, algo que en Europa todavía […]
Los defensores del neoliberalismo aborrecen las empresas públicas. Un importante representante del empresariado español decía recientemente que las mejores empresas públicas son las que no existen. A duras penas aceptan que haya servicios públicos, que haya Estado bienestar y muchos quisieran seguir el ejemplo americano y privatizar la atención sanitaria, algo que en Europa todavía resulta inconcebible aunque algunos gobiernos, incluido el valenciano, estén jugando con fórmulas mixtas.
Pero la empresa pública actual tiene poco que ver con la que nació después de la segunda guerra mundial. En Estados Unidos se llamaban «utilities» y fueron creadas para rellenar los graves agujeros del modelo de mercado en regiones subdesarrolladas.
Las primeras «utilities» fueron las eléctricas y su filosofía consistía en prestar un servicio, a un precio primero subvencionado y luego regulado, reinvirtiendo los beneficios en el mantenimiento y la mejora del servicio pero sin que la compañía saliera el mercado de capitales, tuviera accionistas u otras actividades distintas a las suyas propias.
En Europa muchos servicios públicos, agua, electricidad, etc. tenían de antiguo ese carácter e incluso la radio y la televisión nacieron como servicios públicos aunque luego el mercado empezara a recortar ese dominio eminente.
Actualmente, y por influencia del modelo americano, las empresas públicas se están privatizando y el ejemplo principal es la Telefónica que desde que sus acciones, las famosas «Matildes», empezaron a ser objeto de propiedad privada, ha combinado un extraño modelo de monopolio con una creciente actividad mercantil dentro y fuera de España. La Telefónica tiene competidoras pero es la dueña de la red terrestre, de ese cable que llega a nuestros hogares.
La Telefónica, como las empresas eléctricas, las de gas, agua, etc actúan como empresas privadas pero sin el beneficio para el consumidor de una abierta competencia y se deben a unos accionistas cuyo beneficio es el principal objetivo de la empresa. A tal fin invierten su dinero donde creen que les pueda producir más beneficios y las españolas han saltado recientemente las fronteras asentándose en América Latina, en un nuevo episodio de colonialismo cada vez más resentido por los nacionales.
«Desde que está Telefónica, el teléfono es mucho más caro», me decía recientemente un amigo brasileño. Y lo mismo ocurre en Argentina y otros países donde la Telefónica utiliza sus pingües beneficios para crearse mercados ajenos en vez de mantener y mejorar el servicio telefónico español, que está bastante deteriorado.
Pronto les va a ocurrir a las empresas españoles lo que le ocurrió a la francesa que se hizo con el servicio de aguas en Cochabamba, Bolivia , triplicó los precios y solo una revuelta callejera hizo al gobierno anular la concesión.
Este neocolonialismo español, además de conseguir que nos odien, transforma la condición de empresa pública a privada hasta extremos inverosímiles y ni siquiera los períodos de gobierno socialista han puesto coto a tales desmanes.
Las empresas públicas tenían monopolios justamente por su función social y ahora lo utilizan para el beneficio de sus accionistas y ejecutivos, medido además por el estrecho marco de la Bolsa.
No parece que corran buenos vientos para el consumidor ni para el ciudadano y si para ejecutivos y accionistas. Regenerar el auténtico perfil de la empresa pública, recuperar su función de servicio a la ciudadanía forma parte de la inevitable reacción contra el ataque neoliberal a los fundamentos de la convivencia democrática.