Los voceros y representantes de todas las arenas políticas suelen exhibirse preocupados y furiosos ante cada actualización de la exorbitante cifra de hambrientos en el mundo. Parecería ser algo que sensibiliza intensamente a todos por igual. En esto, supuestamente, no habría ideología. Cuando se presentan las usuales imágenes de escuálidos niños africanos no hay discusión […]
Los voceros y representantes de todas las arenas políticas suelen exhibirse preocupados y furiosos ante cada actualización de la exorbitante cifra de hambrientos en el mundo. Parecería ser algo que sensibiliza intensamente a todos por igual. En esto, supuestamente, no habría ideología. Cuando se presentan las usuales imágenes de escuálidos niños africanos no hay discusión que valga porque se reconoce unánimemente al hambre como algo injusto.
El análisis de las causas, como suele suceder en toda problemática social, generalmente se omite o peor aún se esbozan abstracciones que no aportan ni explican nada al respecto. Lo más importante, dicen los afligidos y expertos «analistas», es coordinar esfuerzos en incrementar la donación de alimentos a los países más pobres. Lamentablemente, dichos esfuerzos distan mucho de ser suficientes para paliar una problemática estructural y profunda como es el hambre. Excepto el caso de algunos países como Cabo Verde o Liberia, la ayuda alimentaria representa siempre menos del 10 y hasta del 5% del consumo total de alimentos de cada uno de los países que la reciben.
Los datos de la FAO revelan un hecho lo suficientemente absurdo e injusto como para descartar de plano y decidir cambiar todo el sistema económico y social por el cual distribuimos nuestros recursos: desde hace ya 50 años, mientras la humanidad produce suficiente alimento como para nutrir a todo el planeta, al menos 35.000 personas mueren cada día por deficiencias nutricionales (Organización Mundial de la Salud, Diciembre 2004).
Desde el año 1961 la producción per cápita de alimentos disponibles para el consumo humano(1) puede satisfacer las necesidades de toda la población mundial (2200 calorías por persona por día), pero no lo hace. Sucede que mientras la producción aumenta vertiginosamente también lo hacen la exclusión y la desigualdad. Bourguignon y Morrison (2002) calcularon que la desigualdad mundial medida por el índice GINI se incrementó notablemente en los últimos 200 años, pasando de 0,50 en 1820, 0,61 en 1910, 0,64 en 1950 y 0,657 en 1998. Eso explica el escaso aporte del aumento de la producción per cápita de alimentos a la disminución de las tasas de desnutrición. A este ritmo y en el mejor de los escenarios imaginables, suponiendo que la tasa de crecimiento de la productividad se mantendrá constante y no habrá limitaciones en cuanto al uso de la tierra (lo que implica suponer que durante el siglo XXI tendremos sucesivas revoluciones verdes), sería necesario esperar más de 75 años hasta que la humanidad produzca 3440 calorías por persona por día y así, teóricamente, en el contexto de esa extrema abundancia, el «derrame» por fin llegaría y se podría terminar con el hambre en el mundo.
Mientras tanto, lo que verdaderamente ocurre es que lo que no comen algunos necesariamente debe ser consumido por otros. Para colocar el alimento excedente, el sistema necesita pervertir los hábitos nutricionales y es con ese objetivo que la industria alimenticia gasta alrededor de 40.000 millones de dólares en publicidad cada año. Eso es 500 veces más que la cantidad que todos los Estados juntos gastan en promover programas para convencer a la población de que siga una dieta sana. (2). El resultado es que gran parte del aumento de la producción que se registra desde hace décadas incrementa enormemente los niveles de obesidad y sobrepeso dejando magros resultados en la reducción de la desnutrición.
En la actualidad cerca de 1600 millones de personas tienen sobrepeso y 400 millones son obesas, y el futuro que la Organización Mundial de la Salud proyecta para el año 2015 es todavía más alarmante: 2300 millones de adultos tendrán sobrepeso y 700 millones serán obesos.
Los crecientes problemas de sobrepeso y obesidad que se registran a escala planetaria no son otra cosa que el remedio perfecto que el sistema de mercado aplica a la persistente contradicción entre la sobreproducción y el subconsumo de alimentos. Es algo violentamente injusto, pero maximiza ganancias.
1-Se define como: producción + importaciones netas – pérdidas post cosecha – usos no alimentarios +- variación de existencias.
2- http://www.elpais.com/