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A 43 años del Golpe de Estado

En Brasil, es difícil investigar a los gobiernos militares

Fuentes: APM

Una comisión creada por Lula Da Silva fracasó en su intento de ubicar los restos mortales de militantes desaparecidos. A nivel general, aunque el Estado se hizo responsable de los daños de la represión, no hay culpables ni responsables. A 43 años del Golpe de Estado en Brasil, aún resulta casi imposible investigar y avanzar […]

Una comisión creada por Lula Da Silva fracasó en su intento de ubicar los restos mortales de militantes desaparecidos. A nivel general, aunque el Estado se hizo responsable de los daños de la represión, no hay culpables ni responsables.

A 43 años del Golpe de Estado en Brasil, aún resulta casi imposible investigar y avanzar judicialmente sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos por las Fuerzas Armadas (FFAA) durante los sucesivos gobiernos militares que ostentaron el poder desde 1964 a 1985. Esta situación se actualizó la semana pasada cuando una comisión especial interministerial concluyó cuatro años de trabajo sin poder cumplir con el objetivo que inspiró su creación: identificar la localización de los miembros de una guerrilla, compuesta por campesinos y apoyada por el Partido Comunista, dados por desaparecidos durante la represión.

La comisión había sido creada por un decreto del presidente Luiz Inácio Lula da Silva en 2003, con recursos de cinco carteras del gabinete nacional, incluyendo Defensa, para encontrar los restos mortales de casi setenta integrantes de la Guerrilla de Araguaia (Estado de Pará), que actuó en zonas selváticas del norte del país y fue aniquilada por la Dictadura. El mandatario actuó a instancias de la jueza federal Solange Salgado, quien por ese entonces determinó que el Gobierno tomase las medidas necesarias resolver el caso. El hecho resulta emblemático del terrorismo de Estado por la violencia utilizada y por el pacto de silencio que lo cubre en estos días.

Igualmente, el órgano elaboró un abultado informe donde recomienda al Gobierno establecer un plazo de 180 días para que los altos mandos militares «presenten las informaciones que dispongan sobre las guerrillas que actuaron en el país en los 70, o para que prueben que tales datos fueron destruidos». Tales recomendaciones ya cuentan el aval de Lula, según informó un funcionario de la Secretaría Especial de Derechos Humanos.

La comisión también expresó que si a los documentos que tiene en su poder se pudieran sumar algunos que estén «en manos de particulares o militares, será posible consolidar datos que permitan, sino encontrar los cuerpos, convertir en oficial el reconocimiento del Estado brasileño de lo que ocurrió en el período de actuación de Araguaia».

En contrapartida, como ya resulta una constante, las FFAA adujeron que «toda la documentación oficial sobre la Guerrilla de Araguaia fue destruida en diferentes momentos históricos». Supuestamente, un decreto del propio gobierno castrense ordenó destruir toda la evidencia referida a esos hechos.

No obstante, la comisión encomendó al ministro de Defensa mantener una «instancia administrativa permanentemente abierta» para «escuchar a militares activos o retirados que puedan brindar información sobre el paradero de desaparecidos». Es que habría muchos cuadros marciales que estarían dispuestos a mostrar dónde están los cuerpos, pero sólo bajo garantía de anonimato y de no sufrir ningún tipo de proceso.

Según Cecilia Coimbra, del Grupo Tortura Nunca Más, una de las evidencias de que todavía existen archivos militares sobre la Guerrilla de Araguaia es que varios periódicos han publicado información inédita sobre el tema. «Estamos luchando para que esto no sea sólo una cuestión de reparación familiar, sino que le permita saber a la sociedad cuándo, dónde y por qué sucedieron estos hechos y para que los archivos de los diversos órganos que lideraron la represión, como el Ejército, la Marina, y la Aeronáutica, entre otros, sean traídos a luz del presente».

En tanto, hay firmes indicios de que las investigaciones han sido obstaculizadas por un sector del poder político que tuvo participación directa, tanto intelectual como material, en muchos de los crímenes cometidos contra los grupos insurgentes. Por ejemplo, uno de los señalados es Sebastián Curió, actual intendente de Curionópolis (Estado de Pará) por el Partido del Frente Liberal (PFL), quien está acusado de matar a los dos líderes de la Guerrilla de Araguaia, cuando ostentaba el cargo de mayor del Ejército. Curió es denunciado de manera permanente por actuar de manera autoritaria con los empleados del municipio.

El caso del PFL refleja una de las principales barreras que frenan en la república federativa cualquier iniciativa popular de reconstruir el pasado inmediato. Como en ningún otro país del Mercado Común del Sur (Mercosur) varios represores, ya en tiempo de democracia, pudieron reinsertarse en la vida política del país para luego ocupar cargos legislativos y ejecutivos, y desde allí asegurarse que la impunidad continúe.

Los militantes por los Derechos Humanos brasileños tienen que librar además una batalla simbólica: es generalizado el pensamiento de que el país mejoró económicamente gracias a las FFAA. Así, nadie advierte que bajo la máscara de un nacionalismo desarrollista, los uniformados usaron el terrorismo de Estado para instalar un modelo industrial basado en la concentración de la riqueza y en la precarización laborar.

El 16 de diciembre, cuando se recordó en la ciudad de San Pablo el trigésimo aniversario de masacre perpetuada contra un grupo de líderes del PC -los cuales fueron emboscados después de una reunión- algunas voces representativas dieron cuenta de la deuda del Estado brasileño con la memoria colectiva. El PC fue uno de los partidos más perseguidos, sufrió la proscripción y sus referentes, el exilio.

«Brasil cambió poco en los último 30 años en lo que concierne al poder institucional de los militares. Las Fuerzas Armadas, y el Ejército en especial, continúan comportándose como cuando ejercían el poder, colocándose por encima de ley y considerándose creadoras y tutoras de la sociedad brasileña», expresó en ese momento el periodista Esteban da Rocha Pomar, nieto de uno de los dirigentes muertos y autor de un libro sobre ese hecho de sangre.

«En el contexto de aberturas de archivos militares, ya muchas decisiones judiciales favorecieron a las familias de los muertos y desaparecidos, y también a ciudadanos torturados. Pero ahora se espera del Gobierno Brasileño una actitud firme y digna para abrir un camino no apenas en el derecho individual de justicia, que es una garantía constitucional, más también en el derecho de la sociedad brasileña de escribir la historia de los años de plomo», amplió por entonces Rocha Pomar.

El reportero también se había quejado de que sus compatriotas son obligados a oír, cada 31 de marzo, perturbadores elogios al golpe militar proferidos por los jefes del Ejército sin que una sanción caiga sobre ellos, «aunque sea por parte de los gobernantes, a quienes deberían prestar obediencia».

El 31 de marzo de 1964, cuando la izquierda se fortalecía cada vez y el movimiento sindical comenzaba a transitar su propio camino, dejando atrás el paternalismo ideado por Getúlio Vargas, el presidente João Goulart fue derrocado. El nuevo gobierno no dudó en utilizar los métodos más brutales para terminar con todas las demandas obreras y políticas.

Para el diputado estadual Renato Simões, del PT, también presente en aquel acto, «la búsqueda de justicia debe ser una iniciativa gubernamental, pero junto a la sociedad civil, a las entidades de Derechos Humanos y a las comisiones de familiares de los muertos y desaparecidos, porque fue eso los que permitió avances importantes en Argentina y en Chile».

El legislador aprovechó para plantear la necesidad de discutir la legitimidad actual y los límites institucionales de la Ley de Amnistía con respecto a los crímenes contra la humanidad. Dicha normativa fue sancionada en 1979 como punto de partida, impuesto por la Dictadura, de una transición gradual hacia la democracia. El texto, que proclamaba la amnistía para «todos los delitos de carácter político o cometidos por razones políticas», indultó de sus delitos a todos los miembros de las fuerzas de seguridad y propició la liberación de todos los militantes políticos detenidos.

Aunque pareciera estar signada por la equivalencia, la Ley resolvió a favor del régimen el problema en que se había convertido la presión de los opositores para el esclarecimiento de los casos de tortura y otras violaciones a los derechos fundamentales.

El 7 de agosto de 1995, el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional de Brasil (CEJIL/Brasil), Human Rights Watch/América (HRWA), el Grupo Tortura Nunca Más y la Comisión de Familiares de Muertos y Desaparecidos Políticos de San Pablo (CFMDP/SP), demandaron al Estado brasileño ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la falta de investigación oficial en el caso Guerrilla de Araguaia.

La respuesta -durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso- fue contundente: «En lo que respecta a la alegación de los peticionarios de que la reparación integral de la violación exige la investigación y la sanción penal de los responsables, se alega que tal sanción e investigación están imposibilitadas por la existencia de una Ley de Amnistía aprobada en 1979 y aún vigente. Se subraya que dicha ley fue de gran importancia para el proceso de sustitución del régimen militar y la democratización del país, y fue lograda tras un gran consenso político nacional. El Estado que suscribe agrega que dicha Ley de Amnistía benefició a ambos lados en el conflicto del Araguaia».

Hasta el momento la administración Lula no mostró voluntad explícita para discutir la vigencia de la letra constitucional que estaría frenando una retrospección crítica.

Por otro lado Simões amplió: «Es fundamental que la gente desmitifique el legado de la Dictadura. La muerte de Pinochet reafirmó una separación entre los aspectos positivos de la economía y negativos en la política, como si las dictaduras sanguinarias en América Latina pudiesen haber tenido un aspecto positivo. Por ejemplo, hace poco, hubo un homenaje en una Escuela de Cadetes al General Médici, justamente, evocando el papel democrático que cumplió en Brasil y el gran desenvolvimiento económico que se dio bajo su régimen (1969-1974)».

Desde 1968 a 1974, la tasa de crecimiento del PIB brasileño fue superior al 10 por ciento anual y en todo el mundo se empezó a hablar de un «milagro brasileño», que hacía crecer vertiginosamente la economía, completaba la industrialización y mantenía un clima de paz social. Pero los opinadores externos no observaban que el Estado estaba cada vez más unido a los agentes privados, lo que terminó borrando los límites entre ambas esferas y se produjo un sistema donde las elites se enriquecían excesivamente mientras se instalaba una progresivamente una matriz de redistribución desigual del ingreso.