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Una jornada muy particular en la National Gallery de Londres

En busca de Antonello

Fuentes: Le Monde Dipolomatique (edición británica)

Me hallaba en Londres el Viernes Santo de 2008, y decidí, temprano en la mañana, ir a la National Gallery a contemplar la Crucifixión de Antonello da Messina. Es, que yo conozca, el pintor más solitario de la escena. El menos alegórico. En la obra de Antonello -y son cuando menos 40 las pinturas que […]

Me hallaba en Londres el Viernes Santo de 2008, y decidí, temprano en la mañana, ir a la National Gallery a contemplar la Crucifixión de Antonello da Messina. Es, que yo conozca, el pintor más solitario de la escena. El menos alegórico.

En la obra de Antonello -y son cuando menos 40 las pinturas que le son atribuibles sin disputa- hay un especial sentido siciliano de la existencia real de las cosas, de desmedida cismundanidad que rechaza la moderación o la autoprotección. Se puede oír la misma cosa en las palabras pronunciadas por un pescador de la costa palermitana, registradas hace algunas décadas por Danilo Dolci:

«Hay momentos en que veo las estrellas, sobre todo cuando salimos por anguilas, y a mi cerebro le da por pensar. ‘¿Es realmente real el mundo?’ No puedo creer lo que me pasa. Si me calmo, puedo creer en Jesús. Métete con Jesús, y te mato. Pero hay momentos en que no creo, ni siquiera en Dios. ‘Si Dios existe realmente, ¿por qué no me da tregua y un puesto de trabajo?’.»

En una Pietà pintada por Antonello -ahora está en El Prado- el Cristo muerto es sostenido por un ángel desvalido, cabeza con cabeza con Cristo. El ángel más piadoso que se habrá pintado nunca.

Sicilia, isla que admite pasiones y rechaza ilusiones.

*     *     *

Tomé el autobús hasta la Plaza de Trafalgar. No sé los cientos de veces que he subido por los peldaños que llevan de la Plaza a la Galería y a una vista, antes de entrar, de las fuentes que se ven desde arriba. La Plaza, a diferencia de otros muchos puntos de reunión urbanos -como la Bastilla en París- es, a despecho de su nombre, extrañamente indiferente a la historia. Ni memorias ni esperanzas han dejado rastro en ella.

En 1942 subía los peldaños para ir a conciertos de piano que daba en la Galería Myra Hess. El grueso de las pinturas había sido evacuado a causa de las incursiones aéreas. Tocaba a Bach. Los conciertos eran al mediodía. Los escuchábamos tan en silencio como las pocas pinturas que colgaban de las paredes. Las notas y los acordes de piano nos resultaban como un ramillete de flores prendido por un alambre de muerte. Tomábamos el vívido ramillete e ignorábamos el alambre.

Fue en el mismo año de 1942 cuando los londinenses oímos por vez primera en la radio -en verano, creo- la 7ª Sinfonía de Shostakóvich, dedicada al Leningrado asediado. Empezó a componerla en la propia ciudad durante el sitio de 1941. Para algunos de nosotros, la Sinfonía era una profecía. Al oírla, nos decíamos a nosotros mismos que la resistencia de Leningrado, que ya estaba entonces seguida de la de Stalingrado, llevaría finalmente a la derrota de la Wehrmacht por el Ejército Rojo. Y eso es lo que ocurrió.

Es extraño cómo en tiempos de guerra la música es una de las pocas cosas que parecen indestructibles.

*     *     *

Encontré fácilmente la Crucifixión de Antonello, colgada a la altura de los ojos, a la izquierda de la entrada en la sala. Lo que resulta tan asombroso de las cabezas y los cuerpos que pintaba no es simplemente su solidez, sino la manera en que el espacio pintado circundante ejerce presión sobre ellos y el modo en que resisten esa presión. Es esa resistencia lo que los hace tan innegable y físicamente presentes.

Tras mirar un buen rato, decidí tratar de dibujar sólo la figura de Cristo.

Un poco a la derecha de la pintura, cerca de la entrada, hay una silla. Todas las salas de exhibición tienen una, y son para los vigilantes oficiales de la Galería, que controlan con la mirada a los visitantes, les advierten para que no se acerquen demasiado a la pintura y responden a sus preguntas.

Como estudiante sin peculio que era, me preguntaba cómo se reclutaría a los vigilantes. ¿Podría yo aspirar a una plaza? No. Eran viejos. Algunas mujeres, pero más hombres. ¿Era un trabajo ofrecido a algunos empleados urbanos antes de pasar a la jubilación? ¿Eran voluntarios? Fuera ello como fuere, lo cierto es que llegaban a conocer algunas pinturas como quien conoce el patio trasero de su casa. Sorprendía conversaciones como ésta:

¿Podría por favor decirnos dónde están las obras de Velázquez?

Sí, sí. Escuela española. Sala XXXII: siga derecho, al final, a mano derecha, y luego tome la segunda a su izquierda.

Estamos buscando su retrato de un venado.

¿Un venado? ¿Es decir, un ciervo macho?

Sí, sólo su cabeza.

Tenemos dos retratos de Felipe IV, y en uno de ellos, su imponente mostacho con dos roscas hacia arriba, como astas. Pero un venado, lo siento, pero no.

¡Qué contrariedad!

Tal vez su venado esté en Madrid. Lo que no debería usted perderse aquí es el Cristo en la casa de Marta. Marta preparando una salsa para pescado, majando ajo en un mortero.

Estuvimos en El Prado, pero allí no hay ningún ciervo. ¡Qué lástima!

Y no se pierda nuestra Venus de Rokeby. El dorso de su rodilla izquierda vale la pena.

Los vigilantes siempre tienen dos o tres salas para vigilar, y van de una para otra. La silla al lado de la Crucifixión está por ahora libre. Saco mi cuaderno de dibujo, lápiz y pañuelo, y coloco con cuidado mi mochilita en la silla.

Empiezo a dibujar. Corrijo error tras error. Algunos, triviales. Otros, no. La cuestión crucial es la escala de la cruz en la página. Si no es la adecuada, el espacio circundante no ejercerá presión, y no habrá resistencia. Dibujo con tinta y humedezco mi dedo índice con saliva. Mal comienzo. Paso página y vuelvo a empezar.

No quiero repetir el error. Cometeré otros, ni que decir tiene. Dibujo, corrijo, dibujo.

Antonello pintó, en total, cuatro Crucifixiones. Pero la escena sobre la que más volvió fue la del Ecce Homo, en la que Cristo, liberado por Poncio Pilatos, es objeto de ludibrio y burla, y escucha a los sumos sacerdotes judíos exigir su crucifixión.

Pintó seis versiones. Todas ellas retratos de cerca de la cabeza de Cristo, sólida en el sufrimiento. Tanto la cara como la pintura de la cara sin desalteración. La misma lúcida tradición siciliana de tomar la medida de las cosas: sin sentimentalismo ni adulación.

¿Es suya esta mochila que está en la silla?

Miro de reojo. Un guardia de seguridad está refunfuñando, señalando la silla.

Sí, es mía.

¡No es su silla!

Ya lo sé. Puse mi bolsa aquí porque nadie estaba sentado. Ahora mismo la saco.

Levanté la mochilita, di un paso a la izquierda hacia la pintura, acomodé en el suelo la bolsa entre mis pies, y volví a mirar mi dibujo.

Su bolsa no puede estar en el suelo.

Puede registrarla: no hay sino mi billetera y útiles de dibujo, nada más.

Abrí la mochilita. Él me dio la espalda.

Puse la bolsa en el suelo y comencé a dibujar otra vez. El cuerpo en la cruz, con toda su solidez, es tan escuálido. Antes de dibujarlo, no podría imaginárselo tan escuálido.

Le aviso. Esa bolsa no puede estar en el suelo.

He venido a dibujar esta pintura porque hoy es Viernes Santo.

Está prohibido.

Sigo dibujando.

Si se empeña, dice el guardia de seguridad, llamaré al Jefe.

Alzo el dibujo, de modo que pueda verlo.

Está en los cuarentas. Robusto. Ojos pequeños. O los hace pequeños esa cabeza que bascula hacia adelante.

Diez minutos, digo, y habré terminado.

Voy a llamar al Jefe, dice.

Oiga, respondo, si tiene que llamar a alguien, llame a alguien del personal de la Galería, que con un poco de suerte le dirán que no pasa nada.

El personal de la Galería no tiene que ver con esto, masculla; nosotros somos independientes y nuestro trabajo es la seguridad.

¡Seguridad de los cojones! Pero no lo digo.

Comienza a moverse lentamente, ida y vuelta, como un centinela. Yo dibujo. Ahora dibujo los pies.

Cuento hasta seis, dice; luego llamo al Jefe.

Se acerca el teléfono móvil a la boca.

¡Uno!

Me lamo el dedo para obtener un gris.

¡Dos!

Difumino la tinta en el papel con el dedo para marcar el hueco obscuro de una mano.

¡Tres!

La otra mano.

¡Cuatro! Avanza hacia mí.

¡Cinco! ¡Póngase la bolsa a la espalda!

Le explico que, dadas las dimensiones del cuaderno de dibujo, si lo hago, no podré dibujar.

¡La bolsa a la espalda!

La levanta y me la sostiene ante mis narices.

Guardo el lápiz, cojo la bolsa y grito ¡hay que joderse!

¡¿Hay que joderse?!

Sus ojos abiertos, menea la cabeza, sonriendo.

Lenguaje obsceno en un espacio público. Anuncia, nada más. El Jefe está al llegar.

Relajado, da la vuelta a la sala, lentamente.

Pongo la bolsa en el suelo, saco mi lápiz del estuche y doy otro vistazo al dibujo. El suelo tiene que estar, para limitar el cielo. Con unos cuantos trazos, indico la tierra.

En una Anunciación pintada por Antonello, la Virgen estaba parada ante un estante en el que había una Biblia abierta. No hay ángel alguno. Un retrato de cabeza y hombros de María. Los dedos de sus dos manos, apoyados en su cabeza, están abiertos y extendidos como las páginas de un libro profético. La profecía pasa entre sus dedos.

Cuando llega el Jefe, se coloca, brazos en jarra, más o menos detrás de mí, para anunciar: Usted abandonará escoltado la Galería. Usted ha insultado a uno de mis hombres, que estaba haciendo su trabajo, y ha pronunciado usted palabras obscenas en una institución pública. Ahora mismo se pondrá usted en marcha, por delante de nosotros, hacia la salida principal.

Me escoltan hasta el último peldaño de las escaleras que llevan a la Plaza. Me dejan, y vuelven a subir enérgicamente las escaleras. Misión cumplida.

He aquí el dibujo:

John Berger es escritor británico, novelista y crítico de arte. Entre sus muchos libros: Selected Essays of John Berger and About Looking.

Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón.