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En busca de tiempos perdidos

Fuentes: Rebelión

Como ha subrayado Perry Anderson, en los años de la posguerra algo se rompió en la actitud hacia la historia de los intelectuales occidentales. En efecto, tras la II Guerra Mundial y el establecimiento de la política de bloques que daba origen a la Guerra Fría, toda una serie de pensadores (anteriormente ligados al socialismo, […]

Como ha subrayado Perry Anderson, en los años de la posguerra algo se rompió en la actitud hacia la historia de los intelectuales occidentales. En efecto, tras la II Guerra Mundial y el establecimiento de la política de bloques que daba origen a la Guerra Fría, toda una serie de pensadores (anteriormente ligados al socialismo, al comunismo o al fascismo) se adhirieron a convicciones pesimistas acerca del estancamiento de la historia: Henri de Man, Arnold Gehlen, Carl Schmitt, Alexandre Kojève, Ernst Jünger, Henri Lefevre o incluso Theodor Adorno. [1] Sin embargo, el que supo rizar el rizo fue, como es sabido, Francis Fukuyama: éste fue capaz de otorgar un valor positivo a dicha experiencia, concibiendo el fin de la historia como triunfo de la democracia liberal en todo el planeta (a excepción, tan sólo, de ciertos residuos nacionalistas y fundamentalistas).

La convicción de Fukuyama, que pone en cuestión la novedad de toda la historia futura, es optimista porque supone una transparencia total de este estado post-histórico. El destino de los hombres quedaba grabado a fuego, como una (agradable) ley eterna. Sin embargo, esta transparencia y este optimismo son lo que en la actualidad se pone en cuestión. Por ello nuestro pensamiento histórico dista mucho de ser fukuyamista, al contrario de lo que Žižek afirma. Lo cierto es que la propia imagen del futuro como reino de la democracia liberal está hoy día en entredicho, y nunca el porvenir nos había resultado tan abierto y tan opaco. Cada vez pensamos más el tiempo futuro como posibilidad, e incluso como posibilidad pura. Aun aquellos que se empeñan en sostener una perspectiva progresiva de la historia, como Wallerstein, matizan que el progreso debe ser pensado de este modo, como una mera posibilidad que tal vez se produzca. [2]

Este oscurecimiento de nuestras perspectivas históricas, como experiencia colectiva y masificada, es común en periodos de crisis. En efecto, en circunstancias como la presente, el giro aciago de la fortuna o de los dioses herméticos y caprichosos de la economía no nos deja vislumbrar un final. La recuperación económica nos parece lejana, y el presente se convierte en una supervivencia, a la expectativa de que algo nuevo «suceda». Sin embargo, en anteriores periodos de crisis, los hombres disponían de perspectivas alternativas a partir de las cuales pensar la ausencia de tiempo futuro en un capitalismo que, en apariencia, «se derrumbaba». En EE.UU., nunca el movimiento obrero y el sindicalismo fueron tan fuertes como durante los años de la Gran Depresión. Había perspectivas alternativas, e incluso había lugares, idealizados y desconocidos, donde se suponía que se vivía de otra manera -existía la posibilidad de que ese fuera el futuro tras el derrumbe, y al menos existía la certeza de que esa posibilidad se encontraba materializada en algún país del mundo.

Hoy día, no tenemos la misma perspectiva. Después del primer golpe que supuso la desacreditación y la posterior disolución del bloque soviético, hoy también sabemos que el proyecto socialdemócrata ha fracasado, que los grandes pactos sociales con el mundo del trabajo han sellado simplemente el entreguismo del movimiento obrero organizado, sin las contrapartidas prometidas para el futuro. La socialdemocracia prometió a los trabajadores que, a cambio de sus sacrificios, sus hijos irían a la universidad y conseguirían vivir mejor que ellos. El trágico incumplimiento de las promesas de aquel gran pacto social supone el final del gran sueño obrero bajo el capitalismo.

Pero esta disolución de las nociones proyectivas de la temporalidad histórica podría, tal vez, habernos servido de algo. Cabría esperar que, perdida la esperanza en el progreso automático, los hombres regresarían a hacerse cargo por sí mismos del aquí y el ahora. Sería deseable que, sin la coartada del porvenir, nuestras mentes se volvieran más concretas, más prácticas. Nada más lejos de la realidad, lo cierto es que nuestras sociedades, criticadas habitualmente por su presentismo consumista, son más bien dadas a la diversión y al escapismo, que significan todo lo contrario. No es una novedad de nuestra época: en el siglo XVII, Pascal deploraba la misma actitud en sus contemporáneos. En uno de mis pasajes favoritos en los Pensamientos, escribe:

 

Jamás nos atenemos al tiempo presente. Nos anticipamos al porvenir como algo demasiado lento en llegar, como para acelerar su curso, o recordamos el pasado para detenerlo como demasiado raudo, tan imprudentes que vagamos por tiempos que no son nuestros y sin pensar en el único que nos pertenece, y tan vanos que pensamos en los que nada son y escapamos sin reflexión al único que subsiste. [3]

 

El tiempo de lo presente es posiblidad pura, por eso no podemos atenernos a él: «me asusto y me pasmo de verme aquí y no allá, porque no hay razón alguna para este aquí en vez de allá, para este ahora en vez del entonces». [4] Esta posibilidad pura del presente, frente a la inmensidad del pasado por un lado y del futuro por el otro era, según Pascal, lo que nos haría refugiarnos en la anticipación del porvenir.

Sin embargo, lo peculiar de nuestra época consiste en la carencia de porvenir (al mismo tiempo que en la desaparición de la memoria). Desprovistos de una conciencia del tiempo futuro, e incapaces de recordar el pasado bajo el bombardeo de imágenes que nos asaltan a cada segundo, ninguna conciencia nos queda tampoco de nuestra presencia aquí y ahora, demasiado contingente y absurda.

Una atractiva pose apocalíptica pintaría el cuadro como si una corriente de sujetos narcisistas incapaces de afrontar la realidad, desmembrada en individuos que se refugian en sus goces, en sus distracciones particulares, se precipitara inevitablemente hacia el abismo. En realidad, esta pose apocalíptica es la otra cara de la moneda del simple mandamiento de gozar mientras podamos (para que así la máquina siga su curso). Carece, en fin, de novedad. Pero yo me atrevería a pensar que no es sólo la distracción del presente la que nos captura. Al mismo tiempo que sucumbimos a las distracciones, y que disfrutamos de toda la libertad que nos puede proporcionar la sociedad en la que vivimos (sea la libertad de consumir, o sea la libertad sexual en mayor o menor grado), somos conscientes de que hay algo que no parece estar funcionando en todo esto. Aunque llenemos el tiempo presente (evitándolo), sabemos que no tenemos un futuro y, al mismo tiempo, vivimos en la expectativa angustiante de que algo está por venir, expresión de la incompletud desastrosa del instante actual. Esta expectativa es la huella evanescente de la utopía.

 

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[1] En todo este párrafo, sigo a Perry Anderson, Los fines de la historia, Barcelona: Anagrama, 1996, pp. 7-16.

[2] «Y mi cronosofía se basa en la asunción de la existencia de una flecha en el tiempo, con bifurcaciones en cascada, que hace que sea posible, lo que no significa que sea inevitable, el progreso (que es un concepto moral). Llamo a esto una teoría del progreso posible» (Immanuel Wallerstein, «Los intelectuales en una época de transición», ponencia presentada en el Coloquio Internacional Economía, Modernidad y Ciencias Sociales, organizado por varias Instituciones Académicas de Guatemala y de México, y celebrado en la Ciudad de Guatemala, en Guatemala, los días 27 al 30 de marzo de 2001, en http://www.binghamton.edu/fbc/iwguat-sp.htm.)

[3] Blaise Pascal, Pensamientos, Madrid: Valdemar, 2001, pp. 79-80.

[4] Ibíd., p. 88.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.