Ediciones sequitur, 2007Formato: 150×210Páginas: 128Encuadernación: rústicaISBN: 978-84-95363-30-5PVP: 12,00 €Traducido por Javier Eraso Ceballos y Antonio AntónDescripción:• Quizás haya llegado el momento de criticar esa actitud que domina nuestro mundo: el liberalismo tolerante y multicultural.• Quizás se deba rechazar la actual despolitización de la economía.• Quizás resulte, hoy en día, necesario suministrar una buena dosis de […]
Ediciones sequitur, 2007
Formato: 150×210
Páginas: 128
Encuadernación: rústica
ISBN: 978-84-95363-30-5
PVP: 12,00 €
Traducido por Javier Eraso Ceballos y Antonio Antón
Descripción:
• Quizás haya llegado el momento de criticar esa actitud que domina nuestro mundo: el liberalismo tolerante y multicultural.
• Quizás se deba rechazar la actual despolitización de la economía.
• Quizás resulte, hoy en día, necesario suministrar una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia.
• Quizás convenga apostar por una renovada politización.
Slavoj Žižek (Ljubljana, 1949)
es director del Centre for Advanced Studies
in the Humanities del Birkbeck College
de la Universidad de Londres.
Nota del director de sequitur: Preguntaba el poeta brasileño Renato Russo: «Quando querem transformar dignidade em doença; quando querem transformar inteligência em traição; quando querem transformar estupidez em recompensa; quando querem transformar esperança em maldição: Você de que lado está?» Saludable y necesario alegato, el de Žižek; aún cuando en nuestro mundo, tristemente, la sensatez deba recurrir a la provocación para hacerse oír.
sequitur [sic: sékwitur]: Tercera persona del presente indicativo del verbo latino sequor: procede, prosigue, resulta, sigue Inferencia que se deduce de las premisas: secuencia conforme, movimiento acorde, dinámica en cauce
Para más información: [email protected] y [email protected]
Capítulo incluido en el libro:
Por una suspensión de izquierdas de la ley
El planteamiento «tolerante» del multiculturalista elude, por tanto, la pregunta decisiva: ¿cómo reinventar el espacio político en las actuales condiciones de globalización? Politizar las distintas luchas particulares dejando intacto el proceso global del Capital, resulta sin duda insuficiente. Esto significa que deberíamos rechazar la oposición que, en el actual marco de la democracia capitalista liberal, se erige como eje principal de la batalla ideológica: la tensión entre la «abierta» y post-ideo-lógica tolerancia universalista liberal y los «nuevos fundamentalismos» particularistas. En clara oposición al Centro liberal, que presume de neutro, post-ideológico y defensor del imperio de la ley, deberíamos retomar esa vieja idea de izquierdas que sostiene la necesidad de suspender el espacio neutral de la ley.Tanto la Izquierda como la Derecha tienen su propia idea de la suspensión de la ley en nombre de algún interés superior o fundamental. La suspensión de derechas, desde los anti-dreyfusards hasta Oliver North, confiesa estar desatendiendo el tenor de la ley pero justifica la violación en nombre de determinados intereses nacionales de orden superior: la presenta como un personal y doloroso sacrificio por el bien de la nación. En cuanto a la suspensión de izquierdas, basta recordar dos películas, Under Fire y The Watch on the Rhine, para ilustrarla. La primera relata el dilema al que se enfrenta un reportero gráfico estadounidense durante la revolución nicaragüense: poco antes de la victoria sandinista, los somocistas matan a un carismático líder sandinista, entonces los sandinistas piden al reportero que truque una foto para hacer creer que el líder asesinado sigue vivo y desmentir así las declaraciones de los somocistas sobre su muerte: esto permitiría acelerar la victoria de la revolución y poner fin al derramamiento de sangre. La ética profesional, claro está, prohíbe rigurosamente semejante manipulación ya que viola el principio de objetividad y convierte al periodista en un instrumento de la lucha política. El reportero, sin embargo, elige la opción de «izquierdas» y truca la foto… En Watch on the Rhine, película inspirada en la obra de teatro de Lillian Hellman, el dilema es más profundo. A finales de los años treinta, una familia de emigrantes políticos alemanes, involucrados en la lucha anti-nazi, encuentra refugio en casa de unos parientes lejanos, una típica familia burguesa estadounidense que lleva una existencia idílica en una pequeña ciudad de provincias. Pronto, los exiliados alemanes deben enfrentarse a una amenaza imprevista en la persona de un conocido de la familia estadounidense, un hombre de derechas que los chantajea y que, por sus contactos con la embajada alemana, hace peligrar la red de resistencia clandestina en Alemania. El padre de la familia exiliada decide asesinarlo, poniendo así a sus parientes estadounidenses ante un complejo dilema moral: ya no se trata de ser vacua y moralizantemente solidarios con unas víctimas del nazismo, ahora deben tomar partido, mancharse las manos encubriendo un asesinato… También en este caso, la familia elige la opción de «izquierdas». Por «izquierda», se entiende esa disponibilidad a suspender la vigencia del abstracto marco moral o, parafraseando a Kierkegaard, a acometer una especie de suspensión política de la ética.
Resulta imposible no ser parcial: esta es la lección que se desprende de estos ejemplos, una lección que la reacción occidental durante la guerra de Bosnia trajo de nuevo a la actualidad. Resulta imposible no ser parcial, porque incluso la neutralidad supone tomar partido (en la guerra de Bosnia, el discurso «equilibrado» sobre el «conflicto tribal» balcánico, avalaba de entrada la posición de Serbia): la liberal equidistancia humanitaria puede fácilmente acabar deslizándose y coincidiendo con su contrario y tolerar, de hecho, la más feroz «limpieza étnica». Dicho en pocas palabras: la persona de izquierdas no sólo viola el principio liberal de la neutralidad imparcial, sino que sostiene que semejante neutralidad no existe, que la imparcialidad del liberal está siempre sesgada de entrada. Para el Centro liberal, ambas suspensiones de la ley, la de derechas como la de izquierdas, son en definitiva una misma cosa: una amenaza totalitaria contra el imperio de la ley. Toda la consistencia de la Izquierda depende de su capacidad de poder demostrar que las lógicas detrás de cada una de las dos suspensiones son distintas. Si la Derecha justifica su suspensión de la ética desde su anti-universalismo, aduciendo que la identidad (religiosa, patriótica) particular está por encima de cualquier norma moral o jurídica universal, la Izquierda legitima su suspensión de la ética, precisamente, aduciendo la verdadera universalidad que aún está por llegar. O, dicho de otro modo, la Izquierda, simultáneamente, acepta el carácter antagónico de la sociedad (no existe la neutralidad, la lucha es constitutiva) y sigue siendo universalista (habla en nombre de la emancipación universal): para la Izquierda, la única manera de ser efectivamente universal es aceptando el carácter radicalmente antagónico (es decir, político) de la vida social, es aceptando la necesidad «de tomar partido».
¿Cómo dar razón de esta paradoja? Sólo se entiende la paradoja si el antagonismo es inherente a la misma universalidad, esto es, si la misma universalidad está escindida entre una «falsa» universalidad concreta, que legitima la división existente del Todo en partes funcionales, y la exigencia imposible/real de una universalidad «abstracta» (la égaliberté de Balibar). El gesto político de izquierdas por antonomasia consiste, por tanto (en contraste con el lema típico de la derecha de «cada cual en su sitio»), en cuestionar el existente orden global concreto en nombre de su síntoma, es decir, de aquella parte que, aún siendo inherente al actual orden universal, no tiene un «lugar propio» dentro del mismo (por ejemplo, los inmigrantes clandestinos o los sin techo). Este identificarse con el síntoma viene a ser el exacto y necesario contrario del habitual proceder crítico-ideológico que reconoce un contenido particular detrás de determinada noción universal abstracta, es decir, que denuncia como falsa determinada universalidad neutra («el ‘hombre’ de los derechos humanos no es sino el varón blanco y propietario…»); el proceder de izquierdas reivindica enfáticamente (y se identifica con) el punto de excepción/exclusión, el «residuo» propio del orden positivo concreto, como el único punto de verdadera universalidad. Resulta sencillo demostrar, por ejemplo, que la división de los habitantes de un país entre ciudadanos «de pleno derecho» y trabajadores inmigrantes con permisos temporales privilegia a los primeros y excluye a los segundos de la esfera pública (al igual que, el hombre y la mujer no son dos especies de un mismo género humano universal, ya que el contenido de ese género implica algún tipo de «represión» de lo femenino). Más productiva, teorética y políticamente (ya que abre el camino a la subversión «progresista» de la hegemonía), resulta la operación contraria de identificar la universalidad con el punto de exclusión -siguiendo el ejemplo, decir: ¡todos somos trabajadores inmigrantes! En la sociedad estructurada jerárquicamente, el alcance de la auténtica universalidad radica en el modo en que sus partes se relacionan con los «de abajo», con los excluidos de, y por todos los demás (en la antigua Yugoslavia, por ejemplo, los albaneses y los musulmanes bosnios, despreciados por todos los demás, representaban la universalidad). La patética declaración de solidaridad, «¡Sarajevo es la capital de Europa!», fue un claro ejemplo de la excepción encarnando la universalidad: la manera en que la Europa ilustrada y liberal se relacionó con Sarajevo, fue la manifestación de la idea que esa Europa tenía de sí misma, de su noción universal.
Estos ejemplos indican que el universalismo de izquierdas no precisa reconstruir contenidos neutros de lo universal (una idea de «humanidad» compartida, etc.), sino que se remite a un universal que llega a serlo (que llega a ser «en sí mismo», en términos hegelianos) sólo en cuanto elemento particular estructuralmente desplazado: un particular «desencajado» que, dentro de un determinado Todo social, es precisamente el elemento al que se le impide actualizar en plenitud esa su identidad que se propone como dimensión universal. El demos griego se postuló como universal no por abarcar a la mayoría de la población, tampoco por estar en la parte baja de la jerarquía social, sino por no tener un sitio adecuado en esa jerarquía, y ser destinatario de determinaciones incompatibles que se anulaban unas a otras o, dicho en términos contemporáneos, por ser un lugar de contradicciones performativas (se les hablaba como iguales -al participar de la comunidad del logos- pero para informarles que estaban excluidos de esa comunidad…). Retomando el clásico ejemplo de Marx: el «proletariado» representa la humanidad entera no por ser la clase más baja y explotada sino porque su misma existencia es una «contradicción viviente»: encarna el desequilibrio fundamental y la incoherencia del Todo social capitalista. Entendemos ahora cómo la dimensión de lo universal se contrapone al globalismo: la dimensión universal «brilla a través» del sintomático y desencajado elemento que pertenece al Todo sin ser propiamente una de su partes. De ahí que la crítica de la eventual función ideológica del concepto de hibridación no debería en ningún caso proponer un retorno a identidades sustanciales: se trata, precisamente, de afirmar lo híbrido como lugar del Universal.
Si la heterosexualidad en cuanto norma representa el Orden Global en función del cual cada sexo tiene su sitio asignado, las reivindicaciones queer no son, simplemente, peticiones de reconocimiento de determinadas prácticas sexuales y estilos de vida en cuanto iguales a otros, sino que representan algo que sacude ese orden global y su lógica de jerarquización y exclusión. Precisamente por su «desajuste» respecto al orden existente, los queers representan la dimensión de lo universal (o, mejor dicho, pueden representarla, toda vez que la politización no pertenece de entrada a la posición social objetiva, sino que supone un acto previo de subjetivación). Judith Butler ha arremetido con fuerza contra la oposición abstracta y políticamente reductora entre lucha económica y lucha «simplemente cultural» de los queers por su reconocimiento. Lejos de ser «simplemente cultural», la forma social de la reproducción sexual está radicada en el centro mismo de las relaciones sociales de producción: la familia nuclear hetero-sexual es un componente clave y una condición esencial de las relaciones capitalistas de propiedad, intercambio, etc. De ahí que el modo en que la práctica política de los queers contesta y socava la normativizada heterosexualidad represente una amenaza potencial al modo de producción capitalista…10 Sin duda, habría que apoyar la acción política queer en la medida en que «metaforice» su lucha hasta llegar -de alcanzar sus objetivos- a minar el potencial mismo del capitalismo. El problema, sin embargo, está en que, con su continuada transformación hacia un régimen «postpolítico» tolerante y multicultural, el sistema capitalista es capaz de neutralizar las reivindicaciones queers, integrarlas como «estilos de vida». ¿No es acaso la historia del capitalismo una larga historia de cómo el contexto ideológico-político dominante fue dando cabida (limando el potencial subversivo) a los movimientos y reivindicaciones que parecían amenazar su misma supervivencia? Durante mucho tiempo, los defensores de la libertad sexual pensaron que la represión sexual monogámica era necesaria para asegurar la pervivencia del capitalismo; ahora sabemos que el capitalismo no sólo tolera sino que incluso promueve y aprovecha las formas «perversas» de sexualidad, por no hablar de su complaciente permisividad con los varios placeres del sexo. ¿Conocerán las reivindicaciones queers ese mismo fin?
Sin duda, hay que reconocer el importante impacto liberador de la politización postmoderna en ámbitos hasta entonces considerados apolíticos (feminismo, gays y lesbianas, ecología, cuestiones étnicas o de minorías autoproclamadas): el que estas cuestiones se perciban ahora como intrínsecamente políticas y hayan dado paso a nuevas formas de subjetivación política ha modificado completamente nuestro contexto político y cultural. No se trata, por tanto, de minusvalorar estos desarrollos para anteponerles alguna nueva versión del esencialismo económico; el problema radica en que la despolitización de la economía favorece a la derecha populista con su ideología de la mayoría moral y constituye el principal impedimento para que se realicen esas reivindicaciones (feministas, ecologistas, etc.) propias de las formas postmodernas de la subjetivación política. En definitiva, se trata de promover «el retorno a la primacía de la economía» pero no en perjuicio de las reivindicaciones planteadas por las formas postmodernas de politización, sino, precisamente, para crear las condiciones que permitan la realización más eficaz de esas reivindicaciones.