“Las políticas económicas de Argentina están dando resultados” (FMI, 5 de junio de 2019)
Cuando los gobiernos hacen hincapié en las desgracias y pestes que caerán con todo el peso divino sobre las economías que tengan un abultado déficit fiscal, uno se pregunta ¿a que se refieren exactamente? ¿Cuál fue el pecado cometido y quién el invidente que no detectó semejante falta? ¿A quién le dimos qué?, ¿en qué despilfarramos tanto para recibir semejante represalia?, porque a simple vista, los indicadores de pobreza solo han aumentado.
Comencemos por las consecuencias de no haber hecho lo necesario para el bienestar de la gente, pero si aumentar esta perturbación, del déficit, en el caso que realmente exista. Los datos y algunas de las consecuencias del Covid-19 están publicados, pero quizás valga la pena recordarlos. Alrededor de 120 millones más de personas se vieron empujadas a la pobreza extrema en 2020, una cifra que podría aumentar a 150 millones en 2021. Se estima que se han perdido 255 millones de puestos de trabajo en todo el mundo, y que el número de personas afectadas por la inseguridad alimentaria aguda se duplicó a 272 millones a fines del año pasado. Una década de raquítico progreso en los países pobres se ha esfumado en un año.
Según la Organización Internacional del Trabajo, se perdieron en promedio en 2020 el 8.8% de las horas trabajadas. Esta merma de horas de trabajo (en relación con el cuarto trimestre de 2019) equivalen a 255 millones de puestos de trabajo a tiempo completo y, aproximadamente, resulta cuatro veces mayor que la alcanzada durante la crisis financiera mundial de 2009.
Como consecuencia, los ingresos laborales de las personas registradas cayeron un 8.3% La disminución de los ingresos laborales mundiales asciende a 3,7 billones de dólares, o el 4,4% del producto interno bruto mundial. El aumento de las personas fuera de la población activa fue de 8.1 millones. Las pérdidas de empleo en 2020 se tradujeron principalmente en un aumento de la inactividad más que en desempleo. La inactividad, que representa el 71% de las pérdidas de empleo a nivel mundial, dio como resultado una reducción de la tasa de participación de la fuerza laboral mundial de 2,2 puntos porcentuales en 2020, ubicándose en el 58,4 %.
Como muestran los datos, durante la pandemia la pérdida de empleo, o la disminución de las horas laborales, condujo a la inevitable caída en los ingresos. En consecuencia, la demanda de muchos bienes y servicios no esenciales se desplomó. La caída inicial de la demanda provocó una disminución de los precios de algunos artículos, como el combustible o algunos de la canasta de bienes y servicios que se utilizan para calcular el índice de precios al consumidor (IPC). Como resultado, la inflación de los precios al consumidor se desaceleró a nivel mundial en alrededor del 4% en el primer trimestre de 2020, y fue de alrededor del 2,5% en el segundo trimestre.
Por otro lado, a medida que transcurría el tiempo, y debido a las interrupciones de suministro relacionadas con el COVID-19 y la fuerte demanda de los consumidores que almacenan alimentos, suministros médicos, así como la especulación, los precios de estos bienes comenzaron a aumentar sustancialmente. A nivel mundial, en agosto de 2020, los precios de los productos alimenticios fueron, en promedio, un 5,5% más altos que en agosto de 2019.
El aumento de los precios de los alimentos puede tener un impacto desmedido en el nivel de vida de los hogares de menores ingresos, que generalmente gastan la mayor parte de sus ganancias en alimentos. Incluso un pequeño aumento puede hacer que los miembros de esos hogares tengan que tomar decisiones difíciles. El incremento de los precios de los alimentos y la pérdida de puestos de trabajo provocados por la pandemia de COVID-19 son un combo devastador.
Los países en general intervinieron fuertemente en el mercado interno, regulando y subsidiando con el fin de preservar la oferta. Es decir, durante el año 2020, los estados tomatro medidas económicas extraordinarias o, al menos, no ortodoxas con acuerdo del establishment, tratando de mitigar los efectos de la pandemia y disminuir a futuro las consecuencias de la misma. En general, como muestra el cuadro, los países desarrollados implementaron paquetes de estímulos como media entre un 15 y 20% de su PBI, según el FMI, mientras que la media de los países pobres no alcanzó el 2%.
Los problemas con el déficit fiscal, el crecimiento, la deuda y el financiamiento no son nuevos para los países en vías de desarrollo, y su capacidad de asistir a sus economías queda demostrado en los paquetes de incentivos y su peso con respecto al PBI. Según el periódico Pagina 12, “en el año de la peor crisis económica, social, laboral y sanitaria mundial de los últimos cien años, el FMI entregó asistencia a 85 países por un monto global de 105.529 millones de dólares. Y a la Argentina solamente por 45.000 millones. Más allá de lo insólito del préstamo, los organismos internaciones en general no han aportado nada.
El G20 condonó temporalmente la deuda de los países pobres, que deberán comenzar a pagar este año intereses más el principal. Mientras tanto, el FMI anunció que pondría a disposición US$50.000 millones para sus 189 países miembros y el Banco Mundial dice haber aumentado la disponibilidad de recursos de la Asociación Internacional de Fomento, su fondo para los países más pobres, comprometiéndose hasta $55 mil millones para estos países durante el período de abril de 2020 a junio de 2021, y aseguró estar preparado para distribuir hasta US$ 160.000 millones en los próximos 15 meses, esa es toda la ayuda que estos organismos pueden brindar. Los anuncios que han hecho parecen una burla después del préstamo a Argentina.
Ante la pandemia y emergencia mundiales, la respuesta internacional es realmente desmoralizadora. Concentración del ingreso, concentración de adquisición de vacunas y falta de financiamiento para los países pobres son solo algunas señales del proceder hegemónico que ninguno de los organismos internacionales ha podido modificar. Pero todavía queda una desavenencia en el tintero. La preocupación por el déficit fiscal, o sea, la intranquilidad por el pago de la deuda.
Ante la calamidad y el infortunio económico social mundial por las consecuencias de la pandemia y ante la falta de equidad en las vacunas, en la posibilidad de afrontar las pérdidas de trabajo, ingreso y salud, el mundo se preocupa por el déficit fiscal, pero solo en los países en vías de desarrollo, no en los centrales. El último tsunami económico que sufrió la región fue hace más de una década, cuando se desató la gran recesión en 2008, para entonces la deuda pública de América Latina giraba en torno al 40% del Producto Interno Bruto (PIB). Hoy, en medio de la pandemia de coronavirus, la región está en una situación mucho peor que en ese momento: la deuda promedio es de 72% del PIB, según las estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Por lo tanto, el riesgo de impago ante las necesidades sociales acuciantes se vuelve realmente preocupante. Así que todo el arsenal mediático está dirigido a alertar a la población de las medidas populistas de emisión monetaria en el financiamiento del gasto y el continuo despilfarro de planes de ayuda a los pobres, los ancianos y los jóvenes, que reducirían el superávit operativo e invalidarían el pago de las acreencias a Organismo Internaciones o a inversores privados que tengan bonos del país. Si no se afrontan estas responsabilidades, las siete plagas de Egipto serán una bendición ante la ira de los mercados.
Pongamos el ejemplo de Argentina para entender esta alarmante profecía. Desde el retorno a la democracia en 1983, y hasta el año 2020, en estos 37 penosos años el país ha tenido como muestra el cuadro solo 5 años de superávit, ha crecido en todos estos año en promedio a una tasa raquítica y endeble del 1.8%. Cualquiera distraído podría pensar que el déficit fiscal es el problema, pero el que mostramos es el déficit financiero, el que incorpora los pagos de intereses de la deuda, ahí está el núcleo del asunto.
En todos esos años ocurrieron algunas cosas llamativas. Durante casi el 40% de ese periodo el país tuvo tasas de crecimiento fuertemente negativas. Durante el mismo periodo, su deuda externa pasó de U$S 45.000 millones a U$S 412.566 millones, es decir, se multiplicó casi 9.15 veces. O sea, todos los ajustes realizados en el déficit primario (antes de intereses) fueron con el fin que poder afrontar los pagos de la deuda a expensas del desarrollo, la concentración y del empobrecimiento general. Con el macrismo la cantinela de la emisión monetaria ya fue cero, la maquina se apagó, la inflación fue 100% y el déficit más del 10%, la fuga de capitales de 100 millones de dólares y la deuda se incrementó en U$S 142.500 millones.
Cuando se reducen los haberes de las pensionados, las ayudas a los desprotegidos, los aportes a la sanidad o a la educación, todas las medidas de austeridad están destinados a reducir ese déficit, que deberá volverse superávit para poder pagar las deudas, postergando la ayudar a los más necesitados en la pandemia, o tratar de enderezar el carro del desarrollo. ¿Saben quiénes fueron los grandes endeudadores del país, los que aumentaron la deuda y tuvieron que realizar políticas de austeridad para afrontar sus desastres? Solo de la caída de Alfonsín al neoliberalismo de Carlos Menen, representante del mismo establishment actual y de los mismo organismos, la deuda pasó de U$S 45.000 millones a U$S 150.000 millones, con déficit, y regalando las empresas del Estado. ¡Realmente hay que volver a discutir sobre el déficit!
@Eltabanoeconomi
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2021/03/03/en-el-nombre-del-deficit-fiscal/