«Tengo vergüenza, no les digo de donde viene lo que comemos», dice Iris Aegisdottir que, desde hace un año, poco después de que estallara la crisis financiera que llevó a Islandia a la bancarrota, oculta a sus hijos que cada semana forma fila delante de un centro de ayuda social para poder alimentarlos.
La crisis del otoño de 2008 que llevó a Islandia a la bancarrota sumergió cruelmente en la pobreza a miles de familias otrora prósperas, que hoy se ven obligadas, como la de Iris, a vivir de la caridad gracias a asociaciones benévolas de distribución de alimentos.
Cada semana, en su pequeño depósito de Reykjavik, la Ayuda Islandesa a las Familias distribuye víveres necesarios para las 550 familias inscritas, una cantidad tres veces mayor desde que comenzó la crisis.
La asociación distribuye leche, pan, huevos, latas de conserva, entre otros alimentos.
Rutur Jonsson, un jubilado de 65 años, se activa, como benévolo, en la distribución de alimentos de base obtenidos con donaciones de empresas y de particulares.
«Al principio era muy difícil venir aquí», concede Iris. «Pero ahora trato de acostumbrarme», explica esta madre de 41 años.
Hace apenas dos años los islandeses vivían en la opulencia, pero luego de la crisis los signos visibles de pobreza se multiplican en esta isla del Atlántico Norte.
La clase media fue duramente afectada por el aumento del desempleo, que pasó bruscamente de 1% a 9% en sólo un año, y por el costo de los créditos.
«Las 550 familias que ayudamos cada semana representan a unas 2.700 personas. La cifra sigue aumentando y pensamos que seguirá aumentando al menos hasta el año próximo», explica Asgerdur Jona Flosadottir, responsable del centro.
Para Iris la caída social fue extremadamente rápida, debido, sobre todo, al rembolso de los préstamos que sacó en moneda extranjera para comprar dos coches encarecidos por la devaluación de la corona.
Luego de perder su empleo en una farmacia, Iris fue amenazada de expulsión de su hogar en noviembre, pero logró negociar un año de gracia con su banco.
«Me siento muy mal y estoy muy inquieta. Pensé partir al extranjero pero me quedo porque tengo amigos que aceptaron ser garantes ante el banco», explica antes de subir al auto de un amigo que la llevará a su casa en Vogar, a unos 40 km de la capital islandesa.
La otra consecuencia de la crisis, poco habitual en la época en que Islandia figuraba entre las naciones más ricas del mundo, es la xenofobia.
Flosadottir indicó que en el centro de ayuda tuvieron que renunciar a dar alimentos a los extranjeros, en su mayoría polacos.
«Los islandeses comenzaron a ser agresivos y preguntar por qué tienen derecho a los alimentos, ‘son extranjeros’ decían», explica la responsable.
Islandia, isla de unos 320.000 habitantes, se vio gravemente afectada en octubre de 2008 por la crisis económica, que provocó la bancarrota de sus tres principales bancos.