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En nombre de la «democracia» y el «retroceso»

Fuentes: Rebelión

Sin lugar a dudas, no hay palabras más repetidas por políticos, analistas y miembros de movimientos sociales, todos pro-gobierno, que democracia y retroceso. Se han convertido en los dos justificantes por excelencia para defenderse de lo que efectivamente es un golpe en curso, a través del impeachment, contra el mandato de la presidenta Dilma Rousseff. […]

Sin lugar a dudas, no hay palabras más repetidas por políticos, analistas y miembros de movimientos sociales, todos pro-gobierno, que democracia y retroceso. Se han convertido en los dos justificantes por excelencia para defenderse de lo que efectivamente es un golpe en curso, a través del impeachment, contra el mandato de la presidenta Dilma Rousseff. Ante el hambre de poder de una corriente sumamente conservadora -donde las cabezas visibles son el presidente de la Cámara de diputados, Eduardo Cunha, y el vicepresidente de la república, Michel Temer- que ve la salida a la crisis económica brasileña por la vía de más neoliberalismo, los primeros se han volcado en la consigna «¡no va a haber golpe!».

¿Por qué retumban tanto ambas palabras en el país? No es muy difícil entenderlo en términos de Estado-nación. Brasil vivió 21 años de dictadura militar (1964-1985), justo gracias a un golpe de Estado; en aquella ocasión, dado por el ejército bajo el argumento de la amenaza comunista, deponiendo a João Goulart -también conocido como Jango-, presidente de corte popular-nacionalista que venía impulsando las llamadas Reformas de Base -bancaria, fiscal, urbana, administrativa, agraria y universitaria. A los gobiernos de la dictadura les tocó tanto tiempos de bonanza como tiempos adversos: fue el tiempo del famoso milagro brasileño, hasta que en 1973, con la crisis del petróleo, los dividendos cada vez menores fueron desinflando una época dorada. La adversidad de los militares tampoco se explica sin atender a las fuerzas sociales que se desplegaron particularmente entre los años setenta y ochenta: militancias que nutrían a sindicatos combativos -como fue el Sindicato de los Metalúrgicos del ABC paulista-, a la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT) y a las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), y a los nacientes Partido de los Trabajadores (PT) y Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST).

Para los militares era un hecho que mantener el «orden» y el «progreso» -tatuados en la bandera brasileña- pasaba por mantenerse en el poder, mientras los grupos en lucha pugnaban por abrir el Estado. Esto logra un paso adelante a través del movimiento Directas Ya y con la elección para presidente de Tancredo Neves en 1985, quien fallece antes de tomar posesión, ocupando el cargo José Sarney. La apertura se extiende con el establecimiento de un proceso constituyente que culmina en la nueva Constitución de 1988, instituyendo lo que parecía una nueva época política para el país, pues el momento sugería un avance democrático, dejando atrás un pasado lamentable.

Me parece, entonces, que quedaba tanto esfuerzo social organizativo invertido que la valoración de la democracia en el Estado alcanzó un nivel muy alto. Basta sólo imaginar la inmensa cantidad de acuerdos y disputas que debieron existir para buscar la inclusión en el proceso constituyente. La inclusión política ha sido el ideal democrático por excelencia, que, en esencia, se refiere a participar de las decisiones sobre cómo organizar nuestra vida social. Para el momento que se vive actualmente, ¿quién tendría el atrevimiento de objetar lo que se abría desde aquella época y de no llamarle retroceso a un golpe muy neoliberal? Hay un problema, muy de Estado. La inclusión constituyente vierte un sinnúmero de esfuerzos sociales de diferentes sectores -si lo queremos expresar por la vía de espectros, entre izquierdas y derechas- en un recipiente conciliador de clases, pues todos tienen que verse representados en sus deseos. Algunos hablan de conciliación de clases a partir del gobierno Lula, pero basta entender el papel que juega una Constitución y sus inclinaciones de clase acorde con los gobiernos y las luchas para reconocer que esto ya sucedía.

La cuestión aquí es que la inclusión nunca está producida por algún gobierno para beneficio de todos. De lo contrario, desconoceríamos la situación clasista de nuestras sociedades. En todo caso, el gobierno es un funcionario del capital que concilia las inclusiones a través del Estado, manteniendo justamente al capital como modo dominante de producción de la vida social. Sin embargo, tengo la impresión de que la onda democrática tenía tanta fuerza por su reciente «re-conquista» que, incluso, difícilmente el neoliberalismo de los años noventa con el gobierno Fernando Henrique Cardoso (FHC) haría evidente que el capital con el Estado es el que incluye. ¿Y cómo percibirlo evidente cuando, por ejemplo, un movimiento como el MST tuvo que enfrentar durante el gobierno FHC una serie de agresiones como la invisibilización, la masacre -Eldorado dos Carajás en 1996- o las políticas de asentamientos como la prohibición de inspección a tierras ocupadas durante un mínimo de dos años o la «emancipación» para dejar al asentamiento en calidad de unidad emprendedora frente al mercado y sin subsidios? Nada fácil entenderlo así, cuando jugar a la inclusión es buscar la protección del Estado en una reciente Carta Magna, pero es el mismo Estado necesariamente articulado a los capitales nacionales y transnacionales. Así, la inclusión se vuelve una ilusión en la que «sólo basta» el respeto a los derechos «conquistados», como si el gobierno sólo tuviera que obedecer dicha Carta. Si esos derechos no son cumplidos, fácilmente se achaca a la falta de voluntad política.

Si el gobierno FHC no lo hizo ver, mucho menos lo harían los gobiernos progresistas. Vuelve a expandirse la onda democrática y la promesa de la inclusión se va a la «n» potencia. Y, tal vez, valga la pena contrastar, justo ahora, con lo que parecen ser lecciones aprendidas: en el 2012, tuve la oportunidad de entrevistar a varios asentados del MST en el estado de Rondônia. Varios coincidieron en que la época en que más lucha hubo fue frente al gobierno FHC, situación confirmada por la ola de ocupaciones y el dato revelador de haber registrado un mayor número de asentamientos en comparación con los gobiernos Lula y Dilma. Y no sólo esto. Uno de los asentados me compartió un aprendizaje: que en términos de reforma agraria, con Lula se quedaron de brazos cruzados, pensando que él resolvería todo; que la culpa no era de Lula, la culpa era de ellos por no presionar. Efectivamente, la reforma agraria en Brasil es un asunto estructural prácticamente estancado; eso sí, con el certero control de un puñado de latifundistas y agronegociantes sobre millones de hectáreas y con el manejo gubernamental de dicha Reforma como si fuera moneda de cambio.

¿Por qué es posible esta perspectiva que pone en duda las defensas de la democracia y las denuncias del retroceso por aquí y por allá, y que se han convertido en voces dominantes para un momento del tipo «la coyuntura lo exige»? Porque no puede estarse totalmente de acuerdo con las tan reiteradamente llamadas conquistas sociales , desconociendo lo que implican los ingresos del Estado. «Todo mundo está feliz» mientras se ignora -o prefiere ignorarse- el origen del ingreso, que es como quien tira la basura y se despreocupa porque desconoce su paradero. Y seamos sinceros, en un primer momento, ¿quién quiere preocuparse por algo así cuando le fueron cubiertas carencias básicas de la vida material, lo cual alcanzó a millones de brasileños? Los programas progresistas Hambre Cero, Bolsa Familia, Mi Casa Mi Vida, las cuotas universitarias, por citar tal vez los más famosos, llegaron para dar algo que muchos antes no tenían y que ese algo cambia la vida al permitir el sustento.

No obstante, en un segundo momento, cabe preguntarse qué es lo que implica los ingresos estatales y que permite la eventual manutención de las «conquistas sociales». ¿Podemos seguir aceptando llamarlas conquistas sociales, mientras desconocemos el origen de la bonanza? Brasil fue reconocido como uno de los países que «supo» sortear la crisis de 2008, en la cual, los precios de las commodities bajaron. Sin embargo, ante el adverso panorama, los capitales apostaron por las agro-commodities : soya, maíz y caña de azúcar, principalmente. Brasil, que cuenta con una inmensidad de tierra sumamente concentrada por latifundistas rentistas, le dio un enorme abrazo al agronegocio, de tal forma que se volvió un lugar seguro para el capital financiero, se convirtió en el tercer productor de soya a nivel mundial y sigue ostentando la segunda posición de país más desigual en distribución de tierra. Por supuesto que esto deja dividendos para el país, pero no se explican sin las plusvalías de los grandes productores y comerciantes de materias primas, por lo que las conquistas sociales terminan por financiarse con capital.

Al mismo tiempo y contradictoriamente, dichas conquistas sociales cumplieron su papel inclusivo en el Estado. Se sigue luchando por ellas porque son una forma de tener acceso a condiciones materiales que reproducen la vida, pero esa forma nunca es garantía plena de llegar a ellas, puesto que es la forma del capital, que se atiene a los buenos y malos tiempos de oferta y demanda en el mercado y -más preocupante porque esto sí garantiza- despoja a la gente tanto de su gestión de la naturaleza como de su capacidad de producción -enajenándola. ¿Vale la pena seguir luchando por esta inclusión estatal donde se es una clase conciliada más? ¿Esperamos a que la lucha de clases continúe en los términos del Estado, sin romper con el capital, que es quien cuadra a este último? ¿Seguimos denunciando retroceso cuando en realidad hubo gestión y avance del capital con el progresismo? ¿No valdrá la pena centrarse más en los golpes permanentes del capital detrás de los gobiernos que en un solo golpe?

Es cierto que el golpe en curso no da para demeritarlo, pero la indignidad y el sufrimiento de la gente me parecen más profundos que eso. Es cierto que la experiencia nos dice que las derechas oprimen con mayor peso, pero a estas alturas los golpes de Estado ya no están realmente lejanos de los procesos electorales, ya que sólo cambia el conciliador del capital. Es cierto: unos daban más, otros daban menos, pero los cambios estructurales que garantizarían realmente nuestras vidas, los gestionan como moneda de cambio. Esto último es lo que está dejando ver el proceso de impeachment con la cuestión de la tierra: una presidenta a punto de la destitución que convenientemente se acuerda de las necesidades de la gente para legitimarse con los movimientos sociales; por lo que percibo, más temerosos de la llegada de la derecha que convencidos de lo izquierda del gobierno Dilma. La estrategia gubernamental es subordinar las necesidades estructurales a la coyuntura, cediendo en el cumplimiento muy parcial de éstas y obteniendo a cambio una voz consensuada, en la que no fue difícil encontrar las palabras de apoyo o denuncia, recurriendo a la historia de Brasil: no al golpe a la democracia, no al retroceso, sintetizado esto en la consigna «¡no va a haber golpe!».

Específicamente, el 1 de abril, Dilma Rousseff firmó 25 decretos, de los cuales 21 fueron destinados a la desapropiación de tierras para fines de reforma agraria y cuatro para la regularización de territorios de cuatro comunidades quilombolas ( Globo, 2016 ). Los decretos de desapropiación alcanzaron 35.5 mil hectáreas entre 14 estados, mientras que los de regularización sumaron 21 mil hectáreas entre cuatro estados ( MST, 2016 ). Para entonces, el pedido de impeachment ya estaba en trámite en la Cámara de diputados. En el evento de ese día en el Palacio del Altiplano, se dieron cita movimientos sociales y sindicales del campo, así como integrantes de comunidades quilombolas y del movimiento negro, y si bien hubo representantes de dichos movimientos que declararon en favor de la continuidad de la reforma agraria -e incluso sobre la realización de ocupaciones de tierra-, sus discursos no dejaron de posicionarse en contra del golpe, atendiendo a la «necesidad» del consenso con el gobierno por causa de la coyuntura.

Dos semanas después -17 de abril- se vendría en la Cámara aquella votación de los diputados brasileños que se hizo internacionalmente famosa por las razones de sus a la destitución de la presidenta, conformando una mayoría que le daba continuidad al proceso, pasándolo al Senado. Para el 26 de abril, el gobierno liberaría más de 30 demarcaciones de tierras en áreas requeridas por comunidades quilombolas e indígenas, dando cauce en pocas semanas a lo que esperaba años, y en algunos casos, décadas (O Estado de São Paulo, 2016).

Es así que la cuestión de la tierra termina gestionada por la búsqueda de apoyo político, reduciendo su abordaje a la mera coyuntura. Lo peor es que el agronegocio y el latifundio son los grandes obstáculos a vencer y son los mismos que el gobierno directa o indirectamente apoya. El agronegocio se convirtió en una fuente de ingresos para Brasil y es el mismo que necesita de latifundios, pues necesita propiedad reservada de tierra para mantenerse. Es más, es por la fuente de ingresos que representa el agronegocio que resulta ser una contradicción defender las conquistas sociales y la reforma agraria al mismo tiempo: es pedir presupuesto al mismo que excluye de la tierra.

Tal vez lo más agobiante de la situación es que parece que la historia se repite: una suerte de segundo milagro brasileño -sobre todo en el gobierno Lula- chocando con una crisis de commodities . Esta crisis de 2015, que se resiente en el presupuesto público, dejó ver un gobierno Dilma explícitamente titubeante. Dos casos llaman la atención al respecto: el primero fue el de la Agenda Brasil en agosto de 2015, propuesta por el parlamentario Renan Calheiros, la cual básicamente se centraba en regular la tercerización, revisar áreas indígenas para cuestiones de infraestructura y productivas, agilizar las licencias ambientales, privatizar la salud, subir la edad de jubilación. «Sorprendentemente», la iniciativa fue calificada de manera positiva por la presidenta. El segundo caso fue la aprobación en el Senado, en febrero del presente año, del proyecto que retira a Petrobras de ser la única operadora del pré-sal -capa profunda que cuenta con reservas petrolíferas- y de la participación obligatoria de un mínimo de 30% en las inversiones sobre esta capa (Brasil 247, 2016; Folha de São Paulo, 2016). El gobierno tuvo que ceder, si bien pudo garantizar la preferencia de la empresa estatal sobre los bloques del pré-sal de su interés, llevando la decisión sobre lo que manifestara Petrobras al respecto, en última instancia, a la Presidencia (Brasil 247, 2016).

Dicho todo esto, entonces, ¿ no es acaso la preponderancia del papel conciliador de clases del Estado el que regula en favor del capital y determina su reacomodo valiéndose del gobierno en turno? Si algo nos enseñan las crisis de capital, es que la vida política va más allá de colores partidistas o gestores gubernamentales que votan y emprenden acciones de reajuste de explotación de la gente. A los brasileños les ha salido caro lo que ellos llaman su «aún joven democracia», pero, ¿qué democracia es ésa -y la de cualquier país- que en nombre de la inclusión social reproduce el capital, dejando a las personas a su suerte entre tiempos buenos -las conquistas sociales- y tiempos malos -recortes a los programas sociales, reajustes fiscales, agendas explotadoras? ¿Qué democracia es ésa que nos articula al capital para sólo estar pendientes de los presupuestos y créditos vía ingresos del Estado? ¿Cuál retroceso, entonces? ¿Y si nos despejamos un tanto de las voces gubernamentales de consenso en todas partes y le damos realce esencialmente a ocupar y usar las condiciones materiales en otros términos de producción e intercambio, más allá de las enajenaciones provenientes por ingresos públicos -presupuesto público- o privados -salario?

Quiero finalizar con una vivencia. En agosto de 2015, entendí con más claridad la preocupación de algunos movimientos sociales, cuando asistí a una multitudinaria marcha de una gran parte de la gente afín a la derecha en la Avenida Paulista, en São Paulo. Me era claro que detrás de la marcha había profesionales políticos ejerciendo su poder de manipulación, de tal forma que en ella quedaba de manifiesto que la inflación y los escándalos no resueltos de corrupción necesitaban la intervención de las fuerzas armadas, siendo culpa del gobierno «comunista» del PT. Subidos en un carro alto con bocinas, pude ver un personaje vestido de militar y un líder religioso, este último haciendo referencia a que Brasil era una nación fundamentalmente cristiana y convocando a un Padre Nuestro que fue rezado por los asistentes más cercanos a ese carro -porque había más. Un pequeño grupo de jóvenes se dispersaba entre el resto de manifestantes, repartiendo un panfleto que invitaba a instaurar nuevamente la monarquía en Brasil, arguyendo que ya era suficiente la farsa de la república y la «comunista». En fin, aparte de los reiterados mensajes de «fuera el PT» e «¡intervención militar ya!», aparecían por ahí el de «abajo el comunismo» y «menos Marx, más misas». Fueron, en verdad, miles y miles, prácticamente llenando una Avenida que es bastante grande a lo largo y a lo ancho.

Por lo tanto, el escenario se vuelve más escabroso al ver que si bien los que quieren cambiar las cosas ya sufren alguna suerte de enajenación, vienen otros que están con la enajenación en su esplendor. Al respecto, una cosa me parece cierta: seguir en la lucha de clases dentro del Estado con la esperanza de «calmar» estas manifestaciones conservadoras sin atender a los intereses del capital, va a seguir empantanando en la «necesidad» de los intermediarios políticos, es decir, esos gestores que incluyen excluyendo. ¿Y si se buscan tiempos en espacios preferentemente no institucionales para enfrentar estas fuerzas discutiéndonos con ellas, haciéndonos ver dónde estamos parados y que hay una relación social llamada capital que debe superarse? Tal vez, sonará ingenuo, pero, a estas alturas, más ingenuo me parece defender al indefendible con la voz consensual, porque seguirá explotando a la gente.

René Rojas González, Doctorante en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades «Alfonso Vélez Pliego» de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y miembro de la Asamblea Social del Agua en la ciudad de Puebla. Su tema de investigación se centra en las consideraciones sobre propiedad, ocupación y uso en la disputa por la tierra en Brasil.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.