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En torno a Lluvia oblicua, de Ignacio Castro Rey

Fuentes: Rebelión

A lo largo de este personal periplo fenomenológico, Ignacio Castro investiga y reflexiona sobre el territorio de nuestra experiencia, en torno a lo común: los sentidos, la memoria y los recuerdos, la inteligencia y la intuición, los sentimientos y la imaginación: el ser que somos. Lluvia oblicua (Pre-Textos, 2020) pretende calar al lector como lo hacen algunos aguaceros cuando te sorprenden a la intemperie, empapándote de sentido. El autor se propone “explorar el espesor de lo viviente”. A lo largo de la investigación que emprende, encuentra los mismos indicios que Simone Weil para sospechar la existencia de una relación íntima entre la ley de la gravedad terrestre y el desarrollo de una inteligencia que vuela”. Contra la superstición racionalista sabe que la inteligencia excede con creces el marco cerebral.

Castro Rey a veces camina, a veces nada, a veces se sienta, a veces escucha… Le atraen los puntos opacos que ofrece el dibujo y los puntos de fuga y las líneas de horizonte, los pliegues, las grietas, las marcas. También los malentendidos: la ilusión tecnológica, la falacia evolucionista, la distopía informativa. Pero sobre todo permanece atento a los límites, determinados por “una profunda hermandad entre sentido y pensamiento”. A través de una narración precisa, pero de imposible linealidad, atenta a las conexiones y a las reflexiones, siempre asomada a la curva exterior del momento, el autor consigue conectar intuiciones, experiencias, seres, ideas, carencias, juegos de lenguaje, teorías, ficciones, afectos, recuerdos. Se aleja de pretensiones sistemáticas y de cualquier dogmatismo: aceptaría gustoso contribuir a una teología para ateos. Es consciente de que la aproximación a las cosas implica un conflicto. La que sería la segunda entrega de “sus escritos de retorno”, en palabras de Pablo Perera, intenta una nueva experiencia filosófica que reconcilie lo cotidiano y lo sagrado.

En Lluvia oblicua Castro realiza un trabajo de hibridación guiado por la intuición y la cercanía. Híbrido es todo aquello que tiene lugar gracias a una mezcla de tradiciones o cadenas significantes que enlazan discursos y tecnologías diferentes, que emergen gracias a las técnicas del collage o el bricolaje. Esta necesidad de hibridación, única actitud posible capaz de relacionar y sintetizar materiales tan heterogéneos, le permite estar siempre atento a los planos complementarios a su investigación, escuchar cualquier voz, siempre perceptivo a cierta detención: en defensa de los valores de la proximidad y el arraigo. Castro investiga el “efecto constitutivo de lo extraño” del que hablaba Hegel. Así, termina por ensamblar una particular antropología, poética e impolítica, en la potencia de la proximidad, ágilmente apoyado sobre sus pies y utilizando ambas manos: la una aporta cuanto él tiene a su disposición, su memoria; la otra se sumerge en la naturaleza, que es “la forma soberana del lenguaje”, buceando en la intuición de una corriente de signos que solo se capta “en el esfuerzo extremo de lo poético”. Un lenguaje tenso y denso, sensible a la oralidad, con imaginación y fuerza poética que reivindica la tarea de nombrar, de activar los sentidos del mundo, de acercarse a lo que la realidad esconde. El acaecer en la filosofía sucede entonces como “una extensión critica” de la experiencia poética, un ejercicio de preparación para ser en el mundo.

El resultado de las observaciones realizadas alcanza cierta cualidad de mapa o dibujo, un extenso y particular cuaderno de viaje que persigue informar sobre lo insospechado que en nuestras vidas se pone en juego. Abundan reflexiones que apuntan a la confección de una ética individual, local y terrenal, apta para la supervivencia en sociedades nihilizadas como las nuestras. Todo este material ya estaba perfilado en su anterior trabajo, Ética del desorden (2017), pero el presente texto adopta un nuevo ordenamiento del conjunto en base a una preeminencia y un desencadenamiento de lo perceptivo en orden a comprender el mundo.

Tras la muerte de Dios, la escena permanece vacía y solo un extenso desierto parece habitar dentro de nosotros. Nietzsche afirmaba que la muerte de Dios ocasionaría la del propio lugar. Desde entonces, un impulso general a cambiar el drama histórico que habitábamos por el estado de abundancia y seguridad prometido, avanza. El malestar cultural, social, personal que viene de lejos, ahora se intensifica. El proceso de positivación y cosificación de la realidad, y su consecuente separación de la naturaleza, lejos de mejorar nuestras vidas, parece habernos instalado en un estado de progresivo secuestro sin posible vuelta atrás. Nuestra existencia se encuentra dominada por los mitos y rituales de la comunicación, el consumo y la movilidad. El tiempo se densifica sin cesar y todo se confunde ante una suerte de polución que produce una confusión perceptiva: borra las referencias, horizonte y suelo incluidos, impide las perspectivas y dificulta nuestra relación con la “vieja tierra” que somos.

En este ambiente de anomia, de incomodidad existencial, de extenso y difuso malestar, de creciente incertidumbre, Lluvia oblicua desciende a la reflexión sobre el hombre y su realidad, soportado por una determinación de resistencia ante el derrumbe que está en marcha. Una decisión sostenida en el mantenimiento de un afortunado abrazo con la soledad y en la puesta en acto del coraje de existir que vindica. Transeúnte de todo, este resistente ha decidido vivir su propia existencia como investigador de la misma, en la confianza de que “el mundo entero sigue estando allí donde nos encontramos porque cada vida es portadora de una posibilidad de perfección propia”.

La exploración del hombre y del mundo es una singladura sin origen ni destino conocidos, pero Lluvia Oblicua está guiada por la certeza de que sólo lo sentido es lo vivido, enfrentada por alguien que “acepta el pesimismo histórico como condición de mantenimiento de un optimismo existencial, desde una relación irónica con el presente”. Entonces suceden las situaciones de inmersión profunda con los momentos de toma de distancia perspectiva; la valoración de las extensas masas horizontales contra el vértigo de las transiciones verticales, la conversación con lo presente, con los presentes y con los muchos ausentes; las preguntas por los impensables espacios que se abren dentro los hombres.

Pessoa escribió que “la vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente”. Preguntar por la índole de la realidad de nuestra existencia supone renovar la pregunta sobre el origen y la situación del hombre, lo que siempre es un ejercicio arriesgado. El vocablo “hombre” no es más que un concepto contenedor que, en palabras de Luhmann, encierra “complejidades inmensas”: en torno al hombre aparece el mundo y todo se convierte en mundo.

La idea dominante en Occidente, hasta principios del siglo XIX, era que el hombre era un artefacto de creación divina. Más adelante, la investigación sobre los mecanismos antropogénicos reveló que la condición humana es enteramente producto de realizaciones que no han sido adecuadamente descritas y resultado de procesos sobre cuyas condiciones sabemos poco. Pero somos ante todo ese ser prematuro, neoténico, dador y receptor de cuidados, habitado por el lenguaje. En la actualidad, el hombre aislado, hiperconectado, sobrecargado de culpa y sobreestimado, soporta mal su propia existencia, atrapada en una configuración de mundo que denominamos informativa que devora al mundo material, sus elementos y sus cuerpos, y protagoniza una nueva gran alienación con ayuda de la Red. Ignacio Castro reflexiona sobre los lugares donde sucede el hombre que, por fin, incluye a la mujer (ser ontológicamente superior) y al “atrasado que somos”. Acepta con el Comité Invisible la afirmación de que “todas las fuerzas que me pueblan no tejen una identidad, como me incitan a proclamar, sino una existencia singular, común, viva y de la que emerge en algunos momentos, ese ser que se dice yo”. Y que descubre, al fin, que esa singularidad que somos está habitada por seres, por desconocidas presencias que nos ocupan y nos transitan. Como recipientes vacíos; sólo en apariencia somos un yo. La esencia de lo real es el enigma de su existencia singular. Ser es ser percibido como singular porque no hay sino individuos.

Lluvia oblicua cree llegado el momento de habitar la tierra y ocuparnos del trabajo de vivir: escuchar, mirar, amar… No debería haber excusas. Aparece como urgente la tarea de rehabilitar al hombre creador y habitante de mundo, capaz de aceptar lo sensible, para lo que será necesario recuperar lo trágico, mantener una buena relación con la duda, armar el pensamiento, no perder la relación con nuestra pobreza original. Y proceder al rescate del cuidado de sí, que es el cuidado del otro y el cuidado de la comunidad porque considera que “cada humano no tiene otro destino que darle una figura a aquel enigma del que proviene”, esto es, a convertir su maldición en viñedo, en palabras de Auden.