El 6 de mayo, los altos funcionarios del Banco Central Europeo (BCE) cenaban junto a sus esposas en el elegante Salón Emperador del Palacio da Bacalhoa, una hacienda y viña del siglo XV al sur de la capital portuguesa, cuando las acciones en Nueva York iniciaron una caída aterradora.
Los BlackBerry se iluminaron con mensajes frenéticos. El euro se desplomaba. El Promedio Industrial Dow Jones había perdido 1.000 puntos en cuestión de minutos.
Jean-Claude Trichet, el presidente del BCE, temía que la tormenta fiscal de la diminuta Grecia, que había consumido a Europa durante meses, había desatado una nueva crisis financiera global.
Quizás haya sido el peor de varios momentos de alta tensión que vivió Trichet, un francés de 67 años apodado «el señor euro», por dedicar gran parte de sus 40 años de carrera a construir la moneda común. Ahora parecía posible que el pánico pudiera descarrilar la obra de su vida.
El siguiente relato de cómo Trichet y otros líderes europeos forjaron un pacto incómodo para impedir que la zona euro se desmoronara -un arreglo que aún muestra signos de tensión- se basó en entrevistas con decenas de funcionarios en todo el continente.
Trichet, nacido en los años de la Segunda Guerra Mundial, comparte el inmenso orgullo de su generación por los logros de la Europa de posguerra. Le gusta mostrar a quienes visitan su oficina en Fráncfort un colorido mapa de Europa en el siglo XVII que tiene en su pared, para ilustrar los progresos del continente tras la fragmentación política del pasado.
Pero Trichet también está muy consciente de los defectos en la construcción de la unión monetaria: a pesar de compartir una moneda y un banco central, las políticas económicas están mal alineadas. La zona euro, asimismo, carece de una autoridad central con el poder de evitar que los gobiernos nacionales gasten más de lo que tienen.
El despilfarro fiscal había puesto en riesgo el euro y el señor euro tenía que asumir la responsabilidad.
Esa noche en la viña, Trichet tenía dos opciones y ninguna era atractiva. El BCE podía recurrir a su autoridad para crear euros y comprar los bonos que los inversionistas privados desechaban. La medida mantendría a flote a los endeudados gobiernos de la periferia europea y calmaría a varios países, en especial a Francia, que pedían a gritos que el BCE asumiera el liderazgo en un rescate. Pero también podía hacer añicos la credibilidad del BCE como una entidad que no cede a las presiones políticas, una credibilidad vital para el éxito del euro.
La segunda opción era que el BCE se quedara de brazos cruzados, preservara sus principios, y se arriesgara a ver cómo se desmoronaba la unión monetaria.
Durante los tres días siguientes, Trichet buscó una escapatoria al exhortar a los líderes europeos a superar la desunión y poner manos a la obra, pero se topó con la mayor falla política de la UE: no había nadie a cargo.
Cuando los jefes del BCE se reunieron en Lisboa, la zona euro corría el riesgo de desmembrarse. Dos semanas antes, el primer ministro griego George Papandreou había aparecido en televisión nacional para pedirle ayuda públicamente a Europa. Luego de mucho debate, los líderes europeos y el Fondo Monetario Internacional acordaron prestarle 110.000 millones de euros durante tres años, al expandir una oferta previa de 45.000 millones.
Pero incluso esa generosa suma llegó demasiado tarde para detener la paliza de los mercados financieros. El pánico de los inversionistas se extendió por todo el Mediterráneo e infectó a los bancos y bonos soberanos de España y Portugal. Los temores de una cesación de pagos dispararon los retornos de los bonos griegos por encima del 10%, una tasa de interés prohibitiva que hacía casi imposible que Atenas reparara sus finanzas.
Trichet era renuente a involucrarse. Ese día, luego de la reunión mensual de política del BCE, fue directo cuando los periodistas le preguntaron si el organismo intervendría y compraría deuda: «No discutimos esa opción», señaló.
Lo que el mundo no sabía era que lo discutieron después de la cena.
Cuando los mercados se tambaleaban, Trichet llamó a una reunión informal del consejo de gobierno del BCE. En la bodega de vinos del Palacio da Bacalhoa debatieron la compra de bonos durante 45 minutos.
La estrategia dividía a los banqueros. Funcionarios alemanes equiparaban la compra de bonos con «imprimir dinero», lo cual podía generar inflación. El paso era tan polémico que los observadores del BCE lo bautizaron como «la opción nuclear».
A pesar de las reservas alemanas, una clara mayoría de las autoridades reunidas en la bodega de vinos estaba preparada para avanzar. Pero prefirieron aplazar una decisión formal hasta ver que los gobiernos adoptaran medidas drásticas por su cuenta.
El día siguiente, los líderes de la zona euro debían reunirse en Bruselas para aprobar el paquete griego. Los eventos los superaban: los préstamos entre los bancos europeos se congelaban y los inversionistas huían de los bonos de los países más débiles del bloque.
El presidente francés Nicolas Sarkozy buscó apoyo para su plan: los líderes debían anunciar un enorme fondo de rescate ese mismo día.
Sarkozy se reunió con la canciller alemana Angela Merkel y la instó a tomar una decisión: «Es el momento de la verdad», aseveró. Merkel se negó a respaldar el plan.
Trichet, que también estaba presente en la cumbre de Bruselas lanzó una advertencia: la crisis estaba por cobrar otra víctima -Portugal- y los gobiernos debía actuar, de inmediato.
El llamado de Trichet condujo a un enfrentamiento con Sarkozy, quien lo presionó con insistencia para que el BCE se comprometiera a intervenir en los mercados de bonos. Trichet, que no quería mostrar sus cartas, levantó la voz y respondió que el BCE no recibía órdenes de nadie.
Ante otro impasse franco-alemán, el presidente de la UE Herman Van Rompuy gestionó un compromiso de última hora: los líderes declararían la constitución de un «fondo de estabilización» europeo, al cual los ministros de Finanzas darían forma durante el fin de semana.
Al día siguiente, Merkel sorprendió a Sarkozy con una propuesta: un rescate para la zona euro de 500.000 millones de euros. Si Alemania iba a apoyar un fondo, debía tener un alto impacto y convencer a los mercados. La propuesta de Merkel incluía duras condiciones.
Sarkozy y la Comisión Europea en Bruselas tenían otras ideas. Al día siguiente, 9 de mayo por la tarde, los 27 comisionados firmaron un borrador de un pacto que irritó a Merkel por la influencia de Francia. Alemania debería cambiar gran parte del borrador antes de que terminara el día.
Con un funcionario holandés sirviendo como intermediario entre Francia y Alemania, los ministros finalmente alcanzaron un acuerdo. Los primeros 60.000 millones de euros del fondo de rescate provendrían de préstamos de la comisión. Pero la mayor parte vendría de una entidad especialmente creada, registrada como una empresa financiera en Luxemburgo y con tres años de vida, con pagos garantizados por gobiernos de la zona euro. Minutos antes de la apertura de los mercados en Tokio, todas las partes alcanzaron un acuerdo.
El júbilo duró poco.
El pacto le permitió al BCE iniciar el programa de compra de bonos y el fondo de rescate alivió a los mercados. Cuatro meses después, sin embargo, las causas de raíz de la crisis griega siguen presentes: no hay una autoridad central para siquiera coordinar políticas nacionales de impuestos y gastos.
http://www.iarnoticias.com/2010/secciones/europa/0063_rescate_euro_28sept2010.html