Primero proclamaron que el capitalismo tenía vía franca a la posteridad. Incluso algunos lo vislumbraron eterno. Y el argumento básico estaba a la vista: su rival había caído estrepitosamente, como dando a entender que se destrenzaba una febril ensoñación, un mero onanismo teórico, el más vitando de los voluntarismos. Quizás no esperaban que fuera ganando […]
Primero proclamaron que el capitalismo tenía vía franca a la posteridad. Incluso algunos lo vislumbraron eterno. Y el argumento básico estaba a la vista: su rival había caído estrepitosamente, como dando a entender que se destrenzaba una febril ensoñación, un mero onanismo teórico, el más vitando de los voluntarismos.
Quizás no esperaban que fuera ganando consenso lo que de epigramática manera se asevera en la nota de presentación de la edición conjunta -Ciencias Sociales y Ruth Casa Editorial, La Habana, 2013- de Lenin. La transición en la revolución socialista. El sonado fracaso «fue el resultado de un lento y sistemático proceso de desgaste de un sistema político burocratizado y decadente, la pérdida de principios éticos intrínsecos en la cultura y filosofía marxistas, la inoperancia de modelos económicos con una visión tecnocrática, que obvió la noción del socialismo como un hecho de conciencia, y la pérdida de comunicación, diálogo e interacción del partido con las masas».
A ello se sumó «la subordinación del internacionalismo a los intereses de la política exterior de la URSS y la falsa convicción de que el socialismo podía ser construido en un solo país, lo que significó despojarlo de su auténtico carácter histórico universal», cuando, para triunfar, debía enfrentarse a un enemigo explayado por todo el orbe, en más que prolija y asfixiante urdimbre.
O sea, que esa debacle no responde a características inmanentes, sino a la negación de estas, lo contrario del capitalismo, donde -apuntemos con Perogrullo- la contradicción entre la socialización progresiva de la producción y la apropiación privada, motor y fundamento del auge, estalla en crisis económicas que, si no devinieran tan funestas, harían reír por lo absurdas: no se trata de escasez, sino de ¡superproducción!
Como nos recuerda Ernest Mandel, «las mercancías que no encuentran compradores no solo no realizan la plusvalía, sino que tampoco reconstituyen el capital invertido. Las malas ventas obligan a los empresarios a cerrar las puertas de sus establecimientos y a despedir a los obreros. Y dado que los trabajadores desempleados no disponen de reservas, pues solo pueden subsistir vendiendo su fuerza de trabajo, se ven condenados a la mayor miseria, precisamente porque la relativa abundancia de mercancías ha perjudicado las ventas.»
Pero, así como antes nos pintaron un «fin de la historia», del relevo de formaciones sociales, hoy por hoy la agonía del ponderado sistema ha obligado a cierta morralla intelectual a proponer una «alternativa»: el «capitalismo inclusivo». No hace mucho, reseña BBC Mundo, los hombres y mujeres que gestionan un tercio de los activos invertibles del mundo -alrededor de unos 30 mil millones de dólares- se reunieron en Londres, con el pregonado propósito de renovar… se sabe qué.
Personajes como Carlos, príncipe de Gales; el expresidente de EE.UU. Bill Clinton; la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, y el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, coincidieron en cacarear: «El capitalismo tiene que demostrarle a la sociedad en general que es un bosque que genera prosperidad y crecimiento dinámico. A causa de los escándalos de los últimos cinco años y debido a la creciente desigualdad, son las empresas las que deben demostrar que lo que es bueno para la sociedad es también bueno para los negocios».
Tras esos prolegómenos, se enzarzaron en una cadena de sofismas dirigida a inculcar que su variante supone un entramado consciente o progresista. Como si se pudiera solapar la lógica inherente, y convencer a los inversores de «no tomar ventaja de los trabajadores y de preocuparse por la sostenibilidad de su cadena de suministro».
¿Sinceros en su mea culpa aquellos que, golpeándose el pecho como tambor de la sabana, afirmaron que la necesidad más urgente es recuperar la idea de justicia intergeneracional, la creencia de que vale la pena invertir en la actualidad pensando en los tataranietos? ¿Embargados de buena fe al perorar que «el capitalismo puede pervertirse por interés personal o vicios de la política», y que lo que «debe ahora hacer es liberarse de estas perversiones y extender sus beneficios?». Dudarlo es poco.
En el oreado empeño, ¿se atreverían siquiera a intentar «prácticas contrarias a la competencia para darle a la gente el poder de la libre elección»? Avivémonos. En ese hipotético caso, habría que cambiar la naturaleza del fenómeno, y, simplificando, ¿acaso la esencia no significa aquello sin lo cual algo dejaría de ser tal? Convengamos en que el fin de la historia es un chiste malo, y que cuando menos de tonto pecará quien espere un sistema inclusivo a costa de sí mismo.
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