El 16 de diciembre falleció Manuel Jalón a los 86 años de edad. Nacido en Logroño, era ingeniero aeronáutico. Trabajó 12 años en la industria de aviación en los Estados Unidos y dirigió durante otros 10 los talleres de la base aérea de Zaragoza. Pero su notoriedad procede de un invento suyo modesto y alejado […]
El 16 de diciembre falleció Manuel Jalón a los 86 años de edad. Nacido en Logroño, era ingeniero aeronáutico. Trabajó 12 años en la industria de aviación en los Estados Unidos y dirigió durante otros 10 los talleres de la base aérea de Zaragoza. Pero su notoriedad procede de un invento suyo modesto y alejado de la alta tecnología: el mocho o fregona. Jalón había observado el agrietamiento de las manos y las inflamaciones de rodilla (bursitis) de muchas mujeres debido a la práctica de fregar suelos de rodillas y con las manos. Fijando sólidamente la bayeta al extremo de un palo e incorporando al cubo un sistema para escurrirla, obtuvo un artefacto que permitía «poner a la mujer de pie», como se dijo en su momento, dando por supuesto que fregar suelos es un trabajo femenino. Sólo quien ignore la dureza de dicho trabajo puede sonreírse ante un invento tan humilde. Con él su inventor mostraba sensibilidad ante una incomodidad cotidiana de las mujeres, siempre olvidadas, pero también a los sentimientos de vergüenza asociados a fregar suelos. «Intenté dignificar un trabajo humilde -explicaba el inventor-. Fregar de rodillas sólo lo soportaban las mujeres sin otra posibilidad. Incluso las amas de casa de clase media esperaban que el marido no estuviese en casa para arrodillarse a fregar» (Público, 17/12/2011).
Este caso muestra hasta qué punto las técnicas incorporan valores. El invento supone la percepción del daño físico y moral que genera el acto de fregar el suelo a mano y de rodillas: supone una notable sensibilidad humana. Las escuelas técnicas deberían adoptar como enseñanza obligatoria la educación humanista de la imaginación.
Los desbordamientos verbales sobre I+D+i a que nos tiene acostumbrados el discurso dominante sólo contemplan innovaciones en informática, robótica, ingeniería genética y nanotecnologías. Parece que lo demás no cuenta. Ni siquiera las técnicas fotovoltaicas o eléctricas termosolares -por ejemplo- se suelen incluir entre las «nuevas tecnologías», aunque supongan un alto desarrollo científico, porque el ahorro energético y la lucha contra el cambio climático no son una prioridad. Sin embargo es fundamental, en la era de escasez de energía a que nos dirigimos velozmente, considerar otras técnicas con el ojo puesto en el ahorro de recursos, la viabilidad ecológica y en el bienestar humano, técnicas que a menudo pueden no tener nada que ver con la alta tecnología. Hace unos años, un instituto londinense en que colaboraban investigadores europeos y del tercer mundo para desarrollar lo que se llama «tecnologías intermedias», difundía (no sé si en este caso se puede hablar de «invención») un hornillo de barro cocido consistente en un simple soporte troncocónico para la olla o caldero: quemando leña en su interior el rendimiento del fuego se triplicaba porque las paredes del hornillo impedían la pérdida lateral de calor. El artefacto es de una simplicidad extrema y tiene dos enormes ventajas: se puede fabricar fácilmente in situ y frena la deforestación al reducir a 1/3 la leña consumida. Fomenta, en suma, la autonomía local y la preservación ecológica.
La sofisticación técnica no es siempre una ventaja, y en todo caso carece de sentido humano si no se guía por el objetivo de mejorar el bienestar de las personas. La ingeniería genética -dicen algunos- podría servir para obtener variedades de cultivo más resistentes a las sequías o a suelos salinizados, y así para combatir el hambre. Pero en la práctica sirve para aumentar la cifra de beneficios de las grandes multinacionales agroalimentarias. A menudo conviene más la simplicidad del artefacto y su adecuación a la persona y al medio natural, sobre todo cuando es previsible un futuro de escasez de energía. La transición energética y ecológica requerirá técnicas basadas en finalidades y en valores muy distintos de los que hoy prevalecen. Las tecnologías sofisticadas, que suelen exigir poca mano de obra y muchos metales y electricidad, estarán mal adaptadas a un mundo donde tenderá a haber sobrante de mano de obra y escasez de energía (y, por extensión, escasez de metales, cuya obtención requiere un cuantioso gasto energético). En estos momentos está a la venta en España un aspirador-robot que quita el polvo de todos los rincones del hogar sin intervención humana y movido por la corriente eléctrica: ¿ha calculado alguien qué requerimiento de energía y materiales implica? Por contraste, la fregona se mueve con energía muscular humana y se fabrica con materiales y procedimientos simples; es decir, a los beneficios ergonómicos que aporta, añade beneficios medioambientales y energéticos. Apuesto que la fregona tiene mucho más futuro que el aspirador-robot.
El futuro dirá si es posible un modelo tecnológico como el que promueve la estructura productiva actual, o si conviene una selectividad técnica con criterios de metabolismo simplificado: materiales simples, ahorro energético, proximidad. ¿Y qué es la selectividad técnica deseable hoy y mañana si no la aplicación de criterios de eficacia y eficiencia técnica, pero también de sostenibilidad ambiental, equidad social y bienestar y dignidad para el ser humano? El bien o el mal no está en los saberes técnicos, sino en la mente que imagina o en la mano que empuña sus aplicaciones.
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