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Envejecimiento y robotización empujan a un nuevo contrato social

Fuentes: Economistas frente a la crisis

Ni la semana de 4 días ni la jornada de 35 horas; lo que mide de verdad el progreso social es la reducción de la cantidad de trabajo medida a lo largo de la vida laboral de cada persona. Esa forma de medir el «trabajar menos» resume mejor que ninguna otra las aspiraciones que identifican […]

Ni la semana de 4 días ni la jornada de 35 horas; lo que mide de verdad el progreso social es la reducción de la cantidad de trabajo medida a lo largo de la vida laboral de cada persona. Esa forma de medir el «trabajar menos» resume mejor que ninguna otra las aspiraciones que identifican una sociedad, un modo de vida, un Contrato Social.

Manuel Castells relata en su libro La era de la información cómo ha evolucionado el tiempo de trabajo a lo largo de los siglos XIX y XX en los países desarrollados. En 1850 un trabajador lo era a lo largo de 150.000 horas en toda su vida. En 1900 se trabajaba un 13% menos, alrededor de 130.000 horas, construidas a partir de un promedio de 2.700 horas anuales durante 48 años. En 1950, la vida laboral se concentraba en 110.000 horas, a razón de 2.345 horas anuales y 47 años. En 2000 se situaba, en promedio en 75.000 horas anuales, que equivalen a 41,5 años trabajando un promedio de 1.800 horas año, aunque en muchos países europeos estaban por debajo de las 60.000 horas.

O sea que la mayor productividad del trabajo conseguida en los últimos 150 años ha permitido no solo aumentar la retribución por hora trabajada sino, sobre todo, reducir a más de la mitad el tiempo de trabajo medido a lo largo de la vida laboral en los países desarrollados.

Cómo hemos pasado del «trabajar menos» al » trabajar más»

Esa tendencia a la reducción ha sido paralizada por la globalización. En 1994, un estudio de la OIT detectaba que, tras un largo periodo de estandarización y armonización, se empezaba a producir una «diferenciación, cada vez mayor, de las horas de trabajo anuales entre los diferentes países y también, dentro de ellos entre las diferentes industrias».

Las estadísticas que comparan hoy la situación de los diferentes países de la OCDE ofrecen una panorámica muy desigual. En algunos europeos -Francia, Alemania, Holanda, Noruega- las horas trabajadas se sitúan alrededor de las 1.500 horas por año. En otros desarrollados, principalmente de influencia anglosajona -EEUU, Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda- las horas-hombre anuales siguen estando por encima de las 1.700 horas año, una cifra similar a la existente en Japón, menor a su vez de la existente en Rusia, Polonia, Corea, Grecia o México cercanas o superiores a las 2.000 horas por año.

De la conexión explícita y asumida entre «aumentar la productividad» y «trabajar menos» se ha pasado al mandato neoliberal «trabajar más para ser competitivos», justo mientras los avances tecnológicos y ahora los robots aceleran los ahorros de mano de obra en todo el mundo. Esa contradicción ha desembocado en la tesis del «fin del trabajo» que significa imponer la precariedad creciente y el trabajo a tiempo parcial como solución caótica de reparto de empleo, en lugar de proponer una reducción paulatina y ordenada de la cantidad de trabajo medida a lo largo de la vida laboral de cada persona.

No solo eso. El envejecimiento de la población ha impulsado nuevas medidas hacia una prolongación de la vida laboral. Alemania exige 45 años cotizados para acceder a una pensión completa lo mismo que Bélgica, 43 en Francia… No solo hay que trabajar más horas a la semana sino más años a lo largo de toda la vida.

Un nuevo Contrato Social que facilite una solución de progreso

La combinación entre envejecimiento y cambio tecnológico es incompatible con trabajar más. Necesitamos seguir reduciendo el tiempo de trabajo aunque facilitando su distribución voluntaria a lo largo de más años. Lo que se necesita es construir un nuevo Contrato Social que facilite repartir el trabajo a lo largo de una vida biológica más prolongada.

Kemal Dervis, vicepresidente de Brookins Institucion y administrador del programa de ONU para el desarrollo, señala que el nuevo Contrato Social estaría acompañado necesariamente en una reevaluación radical del trabajo, la formación, la jubilación y el ocio. Y, por supuesto, un reajuste paralelo de los servicios sociales y del mercado laboral. Las políticas públicas deberían estimular una mayor libertad de opciones facilitando la compatibilidad entre ocio, formación y trabajo, por ejemplo, dando la oportunidad a cada trabajador para destinar un año de cada diez al reciclaje y la formación estudiando en el sistema formal.

Ello debe ser compatible, resalta Manuel Castells, con el objetivo de reducir la vida productiva a algo menos del 40% de la vida biológica, es decir, con reducir el tiempo de trabajo real al equivalente a 35 años efectivos, a pesar del envejecimiento de la población, si se cumplen las esperanzas de incrementos de productividad de los principales institutos de investigación.

La base de un nuevo Contrato Social debe partir, señala Dervis, del principio de la distribución asimétrica del tiempo de trabajo a lo largo de la vida laboral: más intensa al principio y más relajada al final de la vida. Se trata de un objetivo coherente con los deseos de la población que desea capitalizar en forma de la máxima autonomía y libertad para su madurez el esfuerzo prolongado de rendimiento que ha ido desplegado a lo largo de toda su vida laboral, compuesta por etapas muy diferentes entre sí. Significa reconocer que el trabajo se distribuye de forma desigual, de acuerdo a las posibilidades de aportación de cada etapa, como, de hecho, se está haciendo en la actualidad.

La distribución asimétrica del tiempo de trabajo

El objetivo de aportación de cada individuo se debería empezar a medir en horas acumuladas a lo largo de toda la vida, no en años de trabajo. Ahora que la hacienda pública dispone de una historia pormenorizada de todas las rentas, no hay ninguna razón para desconocer la historia laboral del individuo medida en el número efectivo de horas trabajadas acumuladas en los diferentes trabajos. Al hacerlo, se comprobaría que es posible acumular 70.000 horas de trabajo, a lo largo de la vida laboral, o menos si la productividad lo permite, y distribuirlas racionalmente de acuerdo a los deseos y posibilidades de la gente.

Supone reconocer y cuantificar un hecho evidente: las empresas se aprovecha de las mayores energías -las iniciales del profesional formado- durante los primeros 15 años de actividad, en los que es habitual entregarse a jornadas cada vez más largas a cambio de estabilidad en el empleo o una reclasificación. Si se alcanzan las 2.000 horas al año el trabajador tendría acumuladas 30.000 horas al cumplir los 35. Con el paso del tiempo, se pasa a una etapa intermedia con perfiles más laxos hasta mantenerse en una media de 38 horas semana y 1.800 horas año. En esos segundos 15 años, ha generado otras 27.000 horas lo que supone que tiene 50 años y ha aportado ya el 81% de lo que podría ser su compromiso laboral. El resto de su vida debería organizarse para aportar el resto lo que le permite organizar su retirada paulatina y compatibilizarla con tareas sociales o formativas para la comunidad.

Ese modelo es claramente posible si el valor de las horas de trabajo remuneran la mayor capacidad de análisis y resolución de problemas que aporta la experiencia.

No queda más remedio que transitar hacia un Contrato Social que compatibilice un diagnóstico realista con soluciones radicales si el capitalismo no quiere verse abocado a crisis periódicas por falta de demanda interna.

Ignacio Muro Benayas @imuroben, miembro de Economistas Frente a la Crisis

Fuente: http://economistasfrentealacrisis.com/envejecimiento-y-robotizacion-empujan-a-un-nuevo-contrato-social/