En 1933 la producción industrial de Estados Unidos había descendido a la mitad respecto a 1929. Multitudes de hombres sin empleo recorrían las calles. Familias enteras se hacinaban en campamentos. En 1932, funcionarios de Nueva York informaron de la existencia de veinte mil niños desnutridos en las aulas. Entre la Depresión de los años 30 […]
En 1933 la producción industrial de Estados Unidos había descendido a la mitad respecto a 1929. Multitudes de hombres sin empleo recorrían las calles. Familias enteras se hacinaban en campamentos. En 1932, funcionarios de Nueva York informaron de la existencia de veinte mil niños desnutridos en las aulas.
Entre la Depresión de los años 30 y la crisis económica contemporánea han transcurrido 80 años, pero hay similitudes. Ambas fueron precedidas por periodos de crecimiento económico espectacular, con aumentos de productividad que no repercutieron en los trabajadores, quienes perdieron poder de compra y se mantuvieron en condiciones de precariedad, sin planes de futuro. Los beneficios empresariales no se destinaron a inversión productiva, sino a una economía especulativa favorecida por el dinero barato. Y la brutal desregulación de los mercados financieros dio lugar al crac bursátil del 29, y a la crisis financiera generada por los productos de alto riesgo vinculados a las hipotecas, en 2008.
Pero la base del problema fue -y es ahora- la desigualdad en el reparto de la riqueza. Sin poder de compra en manos de amplias capas de la sociedad, la crisis de demanda era inevitable. Ya en 1925 disminuyeron la fabricación de automóviles y la construcción residencial, haciendo caer los precios, llevando al progresivo cierre de fábricas y al desempleo. Hoy la caída de la demanda se ha visto ralentizada a causa del artificial poder de compra generado en la etapa de los créditos baratos. Lo cierto es que a finales del siglo XX, por primera vez después del pacto social nacido tras la Segunda Guerra Mundial, un crecimiento económico sostenido varios años, aun siendo superior la población activa, no ha implicado incremento de la participación salarial en la renta, debido a la aplicación de políticas fiscales y económicas que benefician a las rentas del capital, en España, Europa y EE.UU.
La opción ortodoxa para salir del estancamiento, a modo de impuesto revolucionario, ha consistido en inyectar dinero barato a los bancos, para que éstos, en teoría, lo repercutan en consumidores y empresas, y ello a pesar de que Keynes ya había advertido de la asimetría existente en la política monetaria. Porque cuando el banco central reduce la oferta monetaria, sí se disminuye el volumen de préstamos. Pero no al contrario; las inyecciones de dinero barato no incrementan las inversiones productivas porque los bancos emplean los fondos en sanear sus cuentas. El monetarismo sólo sirve para trasvasar dinero público a las entidades bancarias, y sin que nadie alce la voz.
De la Gran Depresión de los años treinta se salió con inversión pública para estimular la demanda, mediante la creación de instituciones de protección social, base de un incipiente Estado de bienestar, supervisando el sistema financiero y creando empleo público; justo lo que los defensores de las políticas de austeridad, con mayor influencia y poder que nunca, se niegan a aplicar ahora. La I Guerra Mundial fue conocida como Gran Guerra hasta que hubo una Segunda. Esperemos que la actual crisis no pase a los libros de historia como II Gran Depresión.
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