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Cuaderno de crisis/ 6

Es la estructura, no el mercado laboral

Fuentes: Mientras Tanto electrónico

I. Seguimos en las mismas. La dramática destrucción de empleo existente en nuestro país conduce una y otra vez al mercado laboral como centro y final de las políticas económicas. Ahora es el nuevo manifiesto http://www.crisis09.es al que El País ha dedicado una insistente publicidad: primero en las páginas salmón del domingo 26 de abril, […]

I. Seguimos en las mismas. La dramática destrucción de empleo existente en nuestro país conduce una y otra vez al mercado laboral como centro y final de las políticas económicas. Ahora es el nuevo manifiesto http://www.crisis09.es al que El País ha dedicado una insistente publicidad: primero en las páginas salmón del domingo 26 de abril, al día siguiente en la columna de Joaquín Estefanía y el martes en el artículo de opinión de Ramón Marimón.  La razón central de tanta noticia es que se trata de un manifiesto firmado por «los más prestigiosos economistas académicos del país». Y por tanto hay que darles crédito pues han llegado a esta conclusión tras una profunda reflexión intelectual.

Leído el manifiesto se observa un total paralelismo con los argumentos que en su día ya lanzó el Gobernador del Banco de España. No hay casualidades, los verdaderos autores de la propuesta son los mismos que desde hace años controlan la línea de análisis del mercado laboral que se elabora en el Servicio de Estudios del Banco de España y en la Fedea (la Fundación de las Cajas de Ahorro) y que sin duda son los responsables del presente documento. Se trata de personas que hace muchos años están haciendo el mismo discurso sobre la necesidad de flexibilizar el mercado laboral español, y que suelen ser especialistas en retorcer su análisis cuando la realidad les da la espalda. En la década de los ochenta sostenían que la rigidez del mercado laboral y la excesiva protección al desempleo (en un período en el que menos del 25% de los parados recibían alguna prestación) era la causante del elevado desempleo español. En la década siguiente, cuando la tasa de temporalidad ya estaba en el 30% adujeron que la rigidez provenía de la propia temporalidad, pues este colchón de temporales permitía a los empleados fijos estar a salvo de los ajustes de plantilla. Un argumento que eludía la evidencia que en la crisis de 1991-1994 se destruyera básicamente empleo estable. Después han seguido con variaciones del tema con independencia de las numerosas reformas habidas desde 1994 y que han afectado a las normas de despido, a la negociación colectiva y con una larga experiencia de negociación colectiva dominada por la  moderación salarial. Da igual,  el problema del desempleo sigue residiendo en su opinión en la dualidad del mercado laboral (fijos hiperprotegidos, temporales precarios), el carácter inflacionista de la negociación colectiva, la falta de incentivos a la búsqueda de empleo debida a un exceso de duración de la protección y cosas por estilo.

II. Su argumento llega en un momento aparentemente adecuado. Cuando se puede constatar que en este momento sí que la destrucción de empleo se ha cebado más en los temporales que en los fijos y cuando se acaba de anunciar que los salarios en el último trimestre subieron casi un 5%. Lo segundo es mero engaño para inexpertos. Lo primero requiere una explicación más compleja.

La encuesta trimestral de salarios recoge el salario medio que reciben los asalariados empleados en el trimestre en cuestión. Entre dos trimestres puede que hayan variado los salarios o el volumen de empleo, y ambas variaciones afectarán al dato final. En situaciones como la actual donde se reduce el empleo, el salario medio del trimestre anterior se obtenía de un número mayor de asalariados que el siguiente. Si los empleos destruidos se han producido entre los personas con salarios más bajos, la media del trimestre siguiente dará un resultado superior simplemente porque los que han mantenido el empleo cobran más. Un pequeño ejemplo numérico puede servir. Supongamos un país con asalariados de dos tipos, unos ganan 2.000 euros al mes y otros 1.000.  Supongamos que en este país trabajan 3 millones de personas, 1 millón del primer grupo y el resto del segundo. El salario medio será por tanto de 1.333,33 euros al mes (sumamos 2.000 x 1 millón y 1.000 x 2 millones y lo dividimos por 3 millones). Al trimestre siguiente se han perdido medio millón de empleos, 100 mil del grupo uno y 400 mil del grupo dos. Los salarios no han cambiado. Cuando repetimos la operación anterior obtenemos un salario medio de 1.360 euros mensuales, el salario medio de los ocupados ha aumentado sin que nadie haya experimentado ninguna mejora salarial, simplemente es que ahora hay una proporción menor de ocupados con bajos salarios. Esto es lo que explica el ultimo dato de salarios, nada que ver con negociación colectiva sino simplemente una muestra más de lo que llamamos «efecto composición». De hecho, este ha sido un importante elemento de moderación salarial en años anteriores, pues sistemáticamente se han estado creando empleos en sectores u ocupaciones de salarios bajos (por ejemplo vía sustitución de trabajadores con antigüedad por jóvenes que entraban en la empresa en condiciones a menudo contractualmente distintas). Ahora que se destruye empleo, y esta destrucción se ceba más en los trabajadores con menores salarios, el efecto es el inverso. Un cálculo rápido a partir de los datos de la contabilidad nacional (http://www.ine.es) muestra que entre 2001 y 2007 las remuneraciones de los asalariados pasaron de representar un 49,5% de la Renta Nacional Bruta a un 41,5%, en un período donde creció el porcentaje de población asalariada. Un cambio en la distribución de la renta que difícilmente se sostendría de tener una negociación colectiva inflacionista.

Más complejo es el tema de los cambios en el empleo, pero cuando se analizan de forma detallada las cosas aparecen bastante más complejas de lo que sugieren los firmantes del manifiesto. Comparando la evolución del empleo asalariado entre el cuarto trimestre del 2007 y el primero del 2009 lo que puede resultar sorprendente es que mientras en conjunto se destruyen 1,03 millones  de empleos este valor es el resultado de una destrucción de casi 1,19 millones de empleo temporales y la creación de 0,16 empleos fijos. Una evolución tan sorprendente obliga a pensar que debajo subyacen cambios en la estructura ocupacional. La primera pista es que mientras que en el caso de los hombres se destruyen tanto empleos fijos como temporales (en la proporción aproximada de 1 a 10), en el caso de las mujeres se pierden muchos menos puestos de trabajo y se generan más de un cuarto de millón de empleos fijos. Conocida la enorme segregación ocupacional por género no hay duda que explicar lo que ocurre requiere analizar las cosas con más detalle. En primer lugar constatar que de nuevo el sector público se comporta de forma diferente que el privado y es el causante neto de 2/3 de la creación de nuevos empleos estables, el resto son básicamente empleos femeninos en el sector privado. Cuando analizamos lo que ha ocurrido por sectores volvemos a comprobar, otra vez, la importancia del efecto composición. La enorme destrucción de empleo temporal es en gran parte debido al enorme peso del empleo temporal en los sectores en los que se ha concentrado en mayor medida la crisis, especialmente en el caso de la construcción, el comercio, la hostelería. En el sector industrial, donde la destrucción de empleo ha sido intensa, efectivamente los empleados temporales están más afectados, pero en una proporción menor, por cada dos empleos temporales destruidos desaparece uno de estable (contando que muchas empresas dilatan el ajuste de plantilla mediante el recurso a expedientes temporales). En resumen los procesos de creación y destrucción de empleo obedecen a lógicas bastante más complejas que los simples modelos duales con los que se manejan este sector de economistas. En la estructura del mercado laboral español hay enormes desigualdades pero estas no pueden limitarse al sencillo esquema fijo-temporal sino que afectan a un conjunto mucho más diverso de variables. Por ejemplo, en el seno de una investigación sobre el sector auxiliar del automóvil hemos podido detectar empresas de un mismo grupo con diferencias salariales de un 30-40% entre sí. Diferencias que el grupo empresarial consigue mediante la aplicación de convenios colectivos diferentes en cada planta. Precisamente el fraccionamiento de la negociación colectiva (lo que pide el manifiesto comentado), combinado con los complejos procesos de subcontratación, ha generado una enorme variedad de situaciones laborales y una grandísima precariedad social de los actores.

De la misma forma que un análisis de largo plazo de la evolución del desempleo permite observar que la evolución del paro de larga duración (parados que llevan más de un año sin empleo) tiene un comportamiento claramente cíclico: crece espectacularmente en los períodos de crisis aguda y se reduce también drásticamente cuando el empleo se recupera. Lo que explica esta evolución no es la existencia de un sistema excesivamente paternalista de protección al desempleo sino el proceso de creación y destrucción de empleo sobre el que las personas desempleadas tienen poca o ninguna incidencia.

Si la economía española se ha caracterizado por algo en el período neoliberal es por la exageración de los procesos del mercado laboral. Con fases de aguda destrucción de empleo (fijo o temporal) y otras de creación rápida, pero a menudo poco consolidada. Cuando se entra al detalle de estos procesos se advierte la importancia de los aspectos estructurales. Del tipo de sectores en los que se concentra la actividad productiva, del tipo de empresas, de los modelos de gestión de la fuerza de trabajo. La ausencia, por ejemplo, de una formación profesional de calidad es en gran medida producto de la reluctancia empresarial a generar procesos que no sólo «formen» sino que generen «reconocimiento profesional» que deberá traducirse en salarios y condiciones laborales. De la misma forma que el modelo migratorio de los últimos años ha sido promocionado con profusión como un medio para obtener una fuerza de trabajo dócil, barata y «flexible». Sin cambios en la estructura productiva, en los modelos de gestión social, sin un reforzamiento del sector público va a ser difícil salir de la pesadilla social que significa una economía que oscila recurrentemente entre el paro masivo y el empleo de mala calidad.

No deja de ser una muestra de cinismo o de supina ignorancia encabezar un manifiesto (o un artículo) aduciendo que la crisis no la ha causado el mercado laboral para a continuación hacer recaer todo el cambio del modelo en reformas en este campo. Sin apuntar propuestas en otras direcciones. Uno siempre había supuesto que buscar las causas era una buena vía para encontrar soluciones. Aquí se nos propone que puesto que el suministro eléctrico ha fallado lo que tenemos que hacer es cambiar las bombillas.

III. Quienes firman el manifiesto no son además expertos en el mercado laboral. Tocan de oídas o con la confianza inveterada en la calidad analítica de un reducido grupo de  economistas del Banco de España o de Fedea (Bentolila, Dolado, Andrés…). Repasando el listado de firmantes se advierte la enorme presencia de personas adscritas a unos pocos departamentos y a una precisa corriente académica. Lo que en la profesión se conoce desde hace años como el grupo de los «minessotos». Economistas teóricos, la mayoría especializados en teoría de juegos con poco o ningún interés por el análisis de la realidad concreta de cada país. O al menos es lo que siempre les hemos oído comentar, que la alta ciencia debe concentrarse en los modelos abstractos. Un grupo que ha alcanzado un enorme poder en la esfera académica y política. Personas que manteniendo una evidente comunidad de intereses y proyectos han conseguido colocarse en importantes puestos gubernamentales con el Partido Popular, el Partido Socialista, Convergencia y Unió. Personas por tanto influyentes a los que quizás habría que preguntar qué opiniones expresaron para evitar que acabáramos en el desastre actual. Por qué no advirtieron sobre «las causas» que han generado el problema. Y por qué siguen sin decir ni «mu» sobre qué reforma requiere el sistema financiero -un causante obvio del problema-, cómo se podría cambiar la estructura productiva del país -sin caer en la sobada generalidad del capital humano y el i+d que ya se enseña en bachillerato- y cómo se puede reconducir el cáncer inmobiliario. Hay incluso entre los firmantes quien hace años pronosticó el hundimiento inmediato de la Seguridad Social y cuando la realidad le dio un revolcón a sus previsiones, lejos de disculparse y dedicarse a otra cosa,  ha seguido dando lecciones sobre el tema.

Hay otras muchas personas en España que llevan muchos años estudiando el mercado laboral desde una óptica económica. Con mucho trabajo estadístico y analítico. Prácticamente ninguna de ellas firma el manifiesto. Si en lugar de una mera operación propagandística estuviéramos ante un verdadero debate social seguramente la opinión de estas personas sería considerada. Pero con la reforma laboral ocurre lo mismo que con el debate de la energía nuclear: los que hablan de «abrir el debate sin apriorismos» en verdad lo que proponen es que les den carta libre para propagar su unilateral punto de vista. Un punto de vista que en casi todo coincide con lo que están pidiendo los líderes empresariales. Como alguien me comentó, «menos mal que íbamos a reformar el capitalismo»

IV. Que este y otros grupos de interés conspiren no es nada nuevo. Que se intenten colar intereses como ciencia verdadera tampoco. Lo que es increíble es la nula capacidad de la izquierda política y sindical para articular una mínima respuesta social.

Y no es la primera vez que ocurre. Cuando la reforma laboral de 1994, tuve ocasión de participar en una reunión de especialistas en el mercado laboral con la cúpula sindical de CCOO y UGT. La propuesta que salió de la misma fue la de organizar una jornada de análisis del mercado laboral, con ponentes de enfoques diversos que ayudaran a contestar el discurso dominante y generar ideas en otra dirección. Era un momento propicio a una iniciativa de este tipo. En una época en la que sólo nos comunicábamos por fax, un modesto manifiesto elaborado en Barcelona consiguió reunir en pocos días más de 300 firmas de profesores (no consiguió en cambio aparecer citado en casi ningún medio de comunicación). Pero los sindicatos fueron incapaces de generar tal iniciativa y al final aparecieron como los únicos que se oponían a una reforma que contaba con la bendición de los «expertos».

Ahora las cosas son aún más graves. Porque no estamos sólo ante una reforma laboral, sino ante una crisis general que puede dar lugar a dinámicas sociales muy peligrosas. Una crisis que exige respuesta no sólo en el campo del empleo. Donde todos nos movemos en grados de incertidumbre e indefinición que a la postre pueden acabar en una situación realmente grave. Y donde en el plano de la escena política se vislumbra una recomposición de la derecha, a la que no le temblará el pulso a la hora de aplicar nuevas políticas antisociales con la excusa de salir de la crisis. Por ello parece ya directamente suicida que los sindicatos o lo que queda de Izquierda Unida-Iniciativa sean incapaces de generar procesos en los que, como mínimo, salgan propuestas alternativas al machacón discurso que repiten como «mantras» la CEOE, el Banco de España, la OCDE y el FMI. Y al que el manifiesto comentado trata de dar patina científica. Parafraseando la conocida escena del film de Nanni Moretti, «Por favor, hagan algo, promuevan la participación, promuevan un debate de verdad, ayuden a organizar una respuesta social, organicen». Aunque sea sólo por mero instinto de supervivencia. ¿O es que aún no han entendido que lo que propone en la práctica  esta reforma es la desaparición efectiva de los sindicatos y  el reforzamiento de los derechos del capital?

La peste porcina o de qué va la flexibilidad

Pensaba escribir sobre la cumbre del G20. Pero han pasado tantos días y tiene tan poca «chicha» que al final me gana la inmediatez. Escribir de nuevo sobre el teatro política, la incapacidad real de poner en vereda al sistema financiero, la incapacidad de romper con el modelo de capitalismo neoliberal, resulta a la postre aburrido. Los lectores de este cuaderno verían que me repito. Aunque no puedo pasar por alto subrayar que al final la única medida efectiva a corto plazo es la de dotar de fondos al caduco Fondo Monetario Internacional, que ya ha empezado a hacer de las suyas con los planes de ajuste impuestos a los países del Este de Europa.

La peste porcina en cambio es un tema más nuevo y que da para alguna consideración. No voy a entrar en el análisis de las causas. De ello se encarga, creo que con bastante acierto, el artículo de Mike Davis reproducido por los amigos de Sin Permiso. Creo que lo más sensato es pensar que el problema ha surgido de forma relativamente simple, como un subproducto de las muchas «guarrerías» endémicas del sector cárnico. Un sector que en el pasado ya ha dado historias tan escalofriantes como la de las vacas locas, la peste aviar o el mismo tráfico de cerdos que se produjo en Catalunya y que amplificó la magnitud de la peste porcina. Una industria que también en el plano laboral se encuentra entre las que ofrece peores salarios y condiciones de trabajo. No por casualidad suele ser un «nicho» de mercado para los inmigrantes más desfavorecidos, un modelo que se repite por igual en Omaha o en Vic. Parecen en cambio rocambolescas y poco relevantes algunas de las historias conspirativas que han comenzado a circular, como la de la contaminación de los narcos o la de un experimento genético fallido. A menudo lo más simple es lo más verdadero. La misma generalización mediática del nombre «gripe nueva» parece diseñada para tapar la responsabilidad del sector cárnico . La historia en general, y la historia del capitalismo en particular, está llena de catástrofes no intencionadas, subproductos involuntarios (pero inevitables) de las ansias de acumulación privada. Eso que los economistas convencionales serios llaman «externalidades negativas» o que con mayor generalidad podemos llamar «costes sociales de la acumulación de capital».

Sobre lo que quería llamar la atención es sobre un aspecto particular de la cuestión, también subrayada por Davis -hoy no soy ni gota de original- y que constituye uno de los núcleos sobre los que gira el debate económico de los últimos años. La cuestión de la flexibilidad. Flexibilidad entendida como capacidad de respuesta inmediata a una situación inesperada, de adaptación continua al cambio. Ese es el paradigma que se propugna para la organización de la vida laboral (flexibilidad de contratación, de cambio profesional continuado. etc.). Pero que también se plantea en otros muchos cambios de la vida social, especialmente en el diseño de servicios públicos de respuesta inmediata a catástrofes e imprevistos. De hecho, todo el discurso al que estamos asistiendo estos días es de ese tipo: buscar respuestas inmediatas a la expansión de la enfermedad, contar con los medios farmacéuticos para hacerle frente. Las autoridades de la mayoría de países están basando todo su discurso tranquilizador en el hecho de que cuentan con una respuesta flexible adecuada (aunque uno piensa que, de serlo, es más por casualidad que por previsión, que cuentan con grandes dosis de Tamiflu porque fallaron las previsiones de propagación de la peste aviar) y que saben cómo responder a la amenaza (aunque escuchando al presidente mexicano decir que no hay sitio tan seguro como la propia casa, en un país con elevados niveles de violencia doméstica, uno se atrevía a pensar que el nivel de seguridad quizás no fuera realmente muy alto, especialmente para las mujeres). Lo importante es la respuesta, no la causa ni el proceso.

Esta forma de pensar cierra el espacio a otro planteamiento. No sólo el preguntarse por las causas y sus responsables. La amenaza es tan grande que lo prioritario es conjurarla. También el impedir pensar en otro tipo de políticas. Las de priorizar la reducción de catástrofes mediante la organización adecuada de los procesos productivos, la organización preventiva, la anticipación. Lo que supone además realizar una adecuada evaluación social tanto de los riesgos que significan el fracaso de las respuestas inmediatas a catástrofes imprevistas, como la comparación de los costes relativos de las políticas preventivas (de organización previa) o de respuesta. Esto que es evidente en todos los ámbitos de salud – evitar la enfermedad o curarla una vez aparece- vale para muchos otros campos de la vida social. Como el de la economía, donde el debate se plantea entre promocionar modelos económicos que generan una enorme inestabilidad (como el actual sistema financiero, o el modelo de exacerbada especialización territorial) y exigen respuestas laborales y económicas  flexibles, con elevados costes sociales, o por el contrario desarrollar sistemas productivos más regulados donde la respuesta rápida se requiere sólo para situaciones realmente impredecibles. Lo que también es evidente en campos como la planificación territorial (el uso masivo del automóvil es en parte una solución flexible a un modelo espacial totalmente desajustado) o las políticas de seguridad (sociedades más tolerantes e integradoras, frente a modelos donde prima el garrote contra el delito inevitable). La política de la respuesta flexible es la del predominio de la solución de fin de conducto, tan bien conocida en el ámbito del análisis de los problemas ambientales.

Por ello la actual peste es una nueva muestra de promoción de una flexibilidad irreflexiva que demasiadas veces se muestra ineficaz. Planteando abiertamente el dilema prevención-respuesta, en este caso obligando al debate sobre la ordenación del sistema alimenticio, quizás podamos también abrir brecha en el debate más general sobre el tipo de organización social que mejor garantiza el bienestar de las personas. Incluyendo en ello la minimización de los episodios terroríficos.