Muchas leyes no nos obligan en conciencia porque son injustas aunque legales, pero no podemos ser cómplices con nuestro silencio. Cuando digo que no nos obliga la ley lo hago con el espíritu de tantas personas que «han caído en la cuenta» de que toda realidad es relativa, que no vale la pena apegarse ni […]
Muchas leyes no nos obligan en conciencia porque son injustas aunque legales, pero no podemos ser cómplices con nuestro silencio. Cuando digo que no nos obliga la ley lo hago con el espíritu de tantas personas que «han caído en la cuenta» de que toda realidad es relativa, que no vale la pena apegarse ni al desapego, que es absurdo además de injusto el que unos tengan tanto y otros no alcancen lo necesario. Es una aberración que va contra los derechos fundamentales de los seres humanos y de toda la naturaleza… por lo tanto, no pueden obligar en conciencia las leyes que perpetúan esta situación.
El derecho de resistencia se convierte en deber cuando afecta a la justicia y a la libertad.
Los datos sobre el desarrollo que cada año nos ofrecen agencias de la ONU, como el PNUD, constituyen un escándalo. ¿Cómo puede ser posible que el 18% de la humanidad acapare el 80% del consumo de la tierra? ¿Cómo puede ser posible que haya casi dos mil millones de seres en la miseria, sin acceso al agua potable, a la instrucción básica, a la sanidad más elemental, a una maternidad responsable, a un medio ambiente degradado por el despilfarro de una industria letal, por la codicia de unos pocos?
Es como si un opresor invadiera nuestras tierras, esclavizara a nuestros hombres, violara a nuestras mujeres, sodomizará a nuestros hijos… ¿tendríamos que colaborar con ellos? La razón natural, el sentido común, la ley escrita en nuestros corazones nos dice que no.
Como la Peste de la que escribiera Albert Camus: nos ha invadido y nos estamos acostumbrando a vivir entre cadenas. ¡Están locos y nos hacen creer que los locos somos nosotros! Durante miles de años se tuvieron por «normales» – estaban reguladas por normas legales,- la esclavitud, la inferioridad de las mujeres, el dominio de unos pueblos sobre otros, de unas culturas y de unas religiones sobre otras, el racismo, el imperialismo de la cruz y de la espada o de la media luna, la conquista de América, la colonización de África y de Asia, la persecución de los que no pensaban como el grupo dominante, la Inquisición, el dominio capitalista y los totalitarismos comunista y fascista.
¿Acaso nuestros hijos no nos preguntarán cómo no sentimos horror ante las evidencias de las guerras actuales, de la criminal siembra de campos de minas que destrozan a inocentes, de la miseria impuesta a pueblos empobrecidos, de la prepotencia de las multinacionales, de la tiranía de las ideologías, de la divinización del consumismo, de la marginación de las gentes de color y de los que exigen su derecho a ser diferentes, del genocidio de los indígenas, de la explotación de los niños y de las mujeres, de los bombardeos de poblaciones civiles, de los embargos que siempre padece la población civil y nunca los militares ni los policías ni los miembros del Partido en el poder?
¿Acaso no somos responsables, mediante el pago de nuestros impuestos, de la fabricación y venta de armas por miles de dólares a gobernantes que envían a sus pueblos a la muerte, al hambre y a la desesperación?
¿No somos capaces de despertar ante este aullido de dolor, de envilecimiento, de absurda carrera hacia la destrucción y hacia la muerte? Cada día mueren en situaciones inhumanas millares de seres, cada día penan con enfermedades fácilmente controlables, cada día hay un ejército de millones de parados reclamando su derecho a participar en la construcción de la comunidad, cada día sufren millones de seres en cárceles nauseabundas, cada día se puede oír el estruendo de los campos de concentración en que hemos convertido los arrabales de las grandes ciudades.
¿Cómo no va a ser legítima nuestra resistencia ante este estado de cosas? Cumpliremos las leyes con «restricción de conciencia» para derribar desde dentro este orden inhumano. No se trata de libertarismo ni de anarquismo alguno, que nunca condujeron a parte alguna. Se trata de un grito de libertad nacido de experienciar la soledad en la que deambula perdido el ser humano. Esta sociedad en la que sobrevivimos es injusta, el orden socio-político-económico ya ha mostrado su esclerosis múltiple. Es como si tratáramos de resucitar el imperio de Roma, el califato de Damasco, el Cesaropapismo medieval, el derecho divino de los reyes, el feudalismo, las castas privilegiadas de la India, el Imperio del sol naciente, los imperios incas o aztecas, la Inquisición o el derecho de pernada. Fueron «legales» en su tiempo, aunque eran injustos.
Hoy la información que compartimos en la sociedad en red nos permite propagar el grito de libertad… que, como el amor, es contagioso. Basta con que unos cuantos se decidan en lo más profundo de su corazón a denunciar la injusticia que impera y a cooperar en la regeneración del tejido social con la transformación de sí mismos. Nos han engañado con el cuento de que si cumplimos tales y cuales normas, que ellos se han inventado para mantenerse en el poder, tendríamos «seguridad». Eso es lo que nos han vendido: seguridad. En la salud, en el trabajo, en la escuela, en la familia, en la ancianidad, en la vida «civilizada». No es posible ser feliz mientras muchos padecen inhumanamente. El mundo se ha vuelto aldea y ahora nos sabemos responsables unos de otros y con el medio en el que vivimos.
Carlos García Fajardo es profesor de Pensamiento Político (UCM) y Director del CCS.